Por supuesto, no existe ninguna prueba concluyente que avale la teoría de estos jóvenes. Una conspiración de silencio tejida desde los consejos de administración de grandes empresas impide el acceso a las claves indudables. Ellos saben que el mundo está en peligro: los políticos que niegan mienten, los científicos que dudan son unos corruptos a sueldo de empresas multinacionales, los periodistas que no creen son ignorantes o están intoxicados: sólo el grupo de jóvenes sanotes sabe la verdad. Sí, ellos pueden salvar al mundo…
No se trata del comienzo de una película barata de ciencia ficción, ni de la entradilla de una revista dedicada a las abducciones extraterrestres… Es nada más y nada menos que el modus operandi habitual de ciertas organizaciones ecologistas cuando se trata de debatir sobre los alimentos modificados genéticamente, mal conocidos como transgénicos.
El reciente debate sobre la inocuidad del MON 863, una variedad de maíz mejorada para resistir un tipo de plaga, ha vuelto a poner de manifiesto cuán difícil puede llegar a ser hacer ciencia en determinadas disciplinas.
La historia es idéntica a otras tantas que tienen que ver con este tipo de alimentos. El MON 863 es un producto de la empresa Monsanto. Se trata de un maíz especialmente protegido por medio de la manipulación de su dotación genética contra la plaga de un gusano que taladra la raíz de la planta. Desde 2002 varios organismos internacionales, entre ellos la Autoridad Alimentaria Alemana (RKI), la Agencia Francesa de los Alimentos (AFSSA), la Comisión Francesa de Investigación Biomolecular y la Autoridad Europea para los Estándares Alimentarios, han avalado que el consumo de este alimento es absolutamente inocuo para los humanos.
Para llegar a tal conclusión se utilizó, entre otros, un exhaustivo estudio sobre 400 ratones de laboratorio a los que se alimentó durante 90 días con este maíz. Durante el proceso se realizaron más de 900 comparaciones estadísticas entre el desarrollo de esos ratones y un grupo de control al que no se había alimentado con maíz modificado. Los resultados fueron revisados por expertos en toxicología de los organismos citados y por un comité de científicos independientes de Italia, Alemania, Reino Unido y Nueva Zelanda.
Todos estos expertos concluyeron que las variaciones encontradas entre los dos grupos de ratones no eran más que producto del azar y que no tenían ninguna repercusión clínica. Por supuesto, ninguna de estas informaciones apareció en la prensa, y, como no puede ser de otro modo, tampoco fueron voceadas por grupo ecologista alguno. El MON 863 era, a todas luces, un maíz seguro y merecía su aprobación comercial.
Pero la semana pasada un periódico británico, seguido inmediatamente por otros muchos en toda Europa, creyó haber encontrado una conspiración de silencio en torno al citado maíz. Al parecer, el doctor Arpad Pusztai, un controvertido científico húngaro, había detectado defectos en los riñones y en el torrente sanguíneo de los ratones alimentados con maíz transgénico. Este sencillo dato, es decir, la voz discordante de un experto entre las docenas de científicos que opinaron desde hacía 3 años lo contrario, sí ha merecido páginas enteras en la prensa internacional.
Por supuesto, las organizaciones ecologistas, y los periódicos que habitualmente transcriben sus notas de prensa dándoles credibilidad infinita, se han apresurado a advertir de que el MON863 es peligroso para la salud y de que la empresa que lo produce ha conspirado para ocultar este dato a la opinión pública.
Nadie ha parecido recordar que el maíz había sido ya testado hasta la saciedad en las numerosas investigaciones que he citado más arriba, nadie ha querido preguntarse cuál es la probabilidad estadística de que se encuentren desviaciones de la norma en una población de ratones de 400 ejemplares, nadie ha investigado cuán probable es que los datos obtenidos con ratones puedan ser trasladados a humanos.
Y lo que es peor, nadie ha recordado que el doctor Pusztai cuenta en su currículo con un ominoso caso de supuesta manipulación científica. Y es que este adalid de la lucha contra los alimentos manipulados fue obligado a dimitir de su cargo en el instituto de investigación Rowett de Aberdeen cuando, en 1988, se denunció que había manipulado datos de un artículo científico que advertía de los riesgos para la salud de una patata transgénica.
Evidentemente, la dimisión de Pusztai, los datos del estudio del MON 863 y los informes favorables a su consumo son, para los ecologistas, ejemplos del poder de Monstanto y de las compañías productoras de alimentos modificados para callar la boca de las voces discordantes.
En realidad, uno ya duda de que algún día se pueda hacer divulgación científica serena sobre estos asuntos. La estrategia de comunicación de los lobbies antitransgénicos es demasiado poderosa y demasiado parecida a la de las películas de ciencia ficción o las revistas de esoterismo: elevar la anécdota a categoría, negar la evidencia, denunciar sin pruebas y acusar de manipuladores, corruptos, vendidos o ignorantes a los que se desvían del discurso "verde" habitual.
El caso del MON 863 no deja de ser uno más en la larga lista de desencuentros entre científicos y ecologistas. Pero asusta pensar lo fácil que resulta introducir en la opinión pública discursos tan febles. Mientras la ciencia camina pausadamente a base de informes, contradicciones, refutaciones, confirmaciones, a los que no están por el avance tecnológico les basta con simular el guión de una mala película para ganarse las páginas de los periódicos.
No estaría mal que se dedicara espacios similares a las docenas de productos transgénicos que se consumen, alivian el hambre y salvan vidas en todo el mundo. O que se expusiera la realidad tal como es: incluso en el caso de que un producto transgénico se revelara dañino, tendríamos que admitir que eso significa que la ciencia funciona, que su método es válido y que es capaz de detectar su errores para corregirlos.