El primero de esos dos es Gregorio López Raimundo, al que yo pensaba muerto desde hacía siglos. Jamás le conocí personalmente, pero ocurre que, allá por los años 50, cuando fue detenido, mis jefes peceros me movilizaron en la campaña internacional para su defensa. Yo obedecí. Por ello, de manera perfectamente egoísta, el anuncio de su muerte me recordó cosas mías de aquellos lejanos años.
Mi primera contribución a esa campaña fue un poema, un romance, publicado, creo, en Nuestra Bandera, que comenzaba así: "Gregorio López Raimundo, camarada". He olvidado el resto, pero ese primer verso basta para percatarse de que constituía una cumbre del arte proletario, o del realismo socialista. Mi segunda contribución fue más entretenida, ya que se trataba de una gira de propaganda por toda Italia (me encanta Italia) para detener la mano del verdugo e impedir el garrote vil. Debo confesar que esa gira de propaganda me divirtió tanto, sin que López Raimundo tuviera mucho que ver, y pese a que yo entonces comulgara con esas ruedas de molino, que en diferentes ocasiones he contado peripecias, anécdotas, de ese viaje militante.
En punto a recuerdos, y sin que te des cuenta, los hay que perduran, mientras otros, supuestamente más importantes, se borran con el paso de los años. Ya he escrito sobre el tema, pero como no soy presumido y sé que nadie me lee, recordaré algunas impresiones.
Las Juventudes Comunistas Italianas, mediocre organizadora de esa gira, no me invitaban a hoteles, sino a casas de militantes, y en esas casas cedían al "camarada español" el dormitorio y la cama de matrimonio, en la cabecera de la cual siempre, digo bien "siempre", había una foto de Stalin y cromos de la Virgen y el Cristo. He de decir que yo, un imbécil, efímero militante comunista, jamás he encontrado tanto cariño, tanta simpatía, tantos mimos en las filas comunistas como en esos hogares italianos. Supongo que después, cuando fui declarado traidor, desertor y renegado, ninguna de esas madres (o hijas) de familia tan cariñosas no hubieran dudado en ejecutarme. Y lo mismo sus maridos o hijos.
Hace más de cincuenta años, un sector importante de la izquierda europea, y de la derecha, consideraban que los comunistas italianos eran los mejores; pero no sólo los mejores de entre los comunistas europeos, sino... pues eso, los mejores, mejores incluso que De Gasperi o Prodi. Se trataba de un bulo casi tan difundido como, hoy, las mentiras sobre el clima.
No sólo he leído bastante de lo que había que leer sobre este tema, sino que durante esa gira propagandística tuve ocasión de ver a y almorzar y discutir con Enrico Berlinguer, entonces secretario general de la Juventud Comunista. Era el cínico más absoluto, inteligente, irónico y elegante que he conocido en las filas comunistas. En ese sentido, nada tenía que ver con el patoso de Fernando Claudín. Fue el heredero de Palmiro Togliatti, quien desempeñó diversos papeles a lo largo de su vida; por ejemplo, el de Ercoli durante la Guerra Civil, o sea, el brazo derecho de Stalin en España y el izquierdo del KGB (por entonces NKVD). Después de un larguísimo periodo de funcionario soviético se convirtió en tímido precursor del eurocomunismo, esa estafa a la moda durante tres días.
Los italianos tuvieron la inteligencia, si así puede decirse, de prever antes que sus camaradas franceses, españoles y demás que la URSS se hundía, e intentaron salvarse del naufragio. Pero que no nos vengan con cuentos: cuando el III Reich se hundía militarmente también hubo nazis que trataron de no ahogarse, y hasta intentaron matar a Hitler. ¿No hubo nazis inteligentes, cínicos e irónicos? Que yo sepa, Heidegger no sedujo a Hannah Arendt con el saludo fascista. El mito del buen comunista es una estafa comunista más.
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El otro muerto es Fernando Fernán-Gómez. La primera vez que le vi fue en París, en el café Le Flore. Estaba solo, pero yo, que le había visto en películas, no me atreví a saludarle. Luego, cuando El Pensamiento de Leónidas Andreiev, adaptado por mí y montado por Laurent Terzieff, tuvo cierto éxito, Fernando la montó en Madrid y me invitó al estreno, en el Teatro Marquina. Me invitó incluso al hotel, pero todo estaba tan mal organizado que ni me enteré y me refugié en casa de los Muñoz Suay.
En honor a la verdad, debo decir que Fernando Fernán-Gómez, comparado con Terzieff, me pareció una catástrofe en el papel de Kergentzeff; y eso que a mí no me entusiasma Terzieff, salvo cuando está bien dirigido y no se dirige él mismo. Pero humanamente Fernando me resultó un tipo cojonudo.
Recuerdo varias cosas. Recuerdo, por ejemplo, cómo llegó a su camerino un corredor de libros prohibidos por la censura, políticos o eróticos. Recuerdo la fiesta que nos ofreció en su piso de Corea del Sur, fronterizo con Corea del Norte (los viejos recordarán), espléndido piso que compartía con una bella actriz argentina de la que, y Perón me perdone, he olvidado el nombre. Recuerdo cómo Ricardo Muñoz Suay me mostró, malhumorado, una tercera de ABC de J. A. Novais en la que, reseñando dicho estreno, se extrañaba de que Carlos Semprún pudiera pasearse "tranquilamente por Madrid". "¡Es un chivatazo!", se indignaba Ricardo. Hoy me parece lógico que un chivato de la embajada soviética en París fuera soplón de la policía franquista. Éste era el tipejo que Miguel Ángel Aguilar considera un modelo de periodista independiente (hoy diría "global").