No habíamos llegado del otro lado del mundo para ver sólo la cocina de un restaurante. Así que, con la ranchera aquella, nos encaminamos hacia la costa occidental de la isla Sur. Tenía el volante a la derecha, y me subí a ella con prevención, pero sólo se despistaba uno en los cruces y en las rotondas. No era poco, bien mirado, pero, por suerte, el asfalto neozelandés, al igual que el propio país, no estaba superpoblado.
Las carreteras de Nueva Zelanda, como tantas otras cosas allí, resultaban muy británicas. Eran rutas campestres, flanqueadas por una cercana y rica vegetación que parecía al alcance de la mano. Entre la hierba descollaba una planta importada: el tojo. Este arbusto de tallos espinosos y flores amarillas, tan abundante en Galicia, crecía encantado en las antípodas. Decían que lo habían llevado allí los escoceses para que hiciera de barrera para las ovejas, ganado alrededor del cual había girado la vida en aquellas latitudes.
Pero una vez sorteada la punta de la isla comenzaba una carretera al estilo californiano: la PunakaIki Road, que pasaba, en parte, por los antiguos caminos abiertos por los maoríes para buscar el jade. A un lado se alzaban colinas y montañas, y al otro el mar de Tasmania, de un profundo e inquietante azul.
Las playas que fuimos encontrando eran el sueño de cualquier conservacionista. De arena blanca y purísima, estaban tal cual, salvajes, como si nunca las hubiera hollado el hombre. Y en aquel mes de diciembre apenas se veía a algún bañista.
Pasamos por pequeños pueblos de pescadores, y al llegar a Westport, núcleo urbano de cierta entidad, decidimos gastarnos un poco de pasta y comer en un buen restaurante. Llevábamos unos días durmiendo en el coche y sin ducharnos, pero, adecentados con una buena cantidad de gel en el pelo y algún retoque más, entramos en el mejor local de la pequeña urbe.
Nos miraron de tal manera que nos sentimos como unos famosos de incógnito. Seguramente se preguntaban de dónde éramos, como solía ocurrir cuando nos veían. De mí pensaban que tenía algo de sangre maorí, o que era medio francesa medio polinesia, pero con Jim, y su mezcla occidental-oriental, no sabían a qué raza ni continente quedarse.
El plato fuerte de la costa occidental de la isla Sur tenía nombre de postre: las Pancake Rocks. Las había creado la erosión del mar de Tasmania. El agua penetraba por aquellas formaciones rocosas cortadas en vertical y,cuando había mar fuerte, salía a chorros, como un géiser, hacia arriba. La espuma blanca que generaba aquel batido hubiera justificado que el lugar llevara el nombre español de "tortitas con nata", pero con lo de pancake ya tenían bastante.
Regresamos de aquella excursión por una ruta interior, sacando el máximo provecho del coche en las cerradas curvas de la carretera que iba subiendo y bajando colinas. El escaso tráfico permitía jugar a los rallies. A los neozelandeses les gustaba la conducción aventurera. Una de las diversiones de Nelson eran las carreras de trastos con carrocerías al estilo Mad Max. Se hacían en un circuito especial, protegido por una red. Los coches chocaban, hacían trompos, volcaban y perdían sus crestas y alas postizas continuamente. De ahí la red, para que no volaran hacia el público.
En Nelson me esperaba una novedad. El embarazo de Laura se acercaba a sus últimos meses; la mujer ya no podía atender el comedor con la misma rapidez y diligencia de antes, así que me propusieron que pasara yo a la sala. De camarera. O, como decía el chef, a hacer el service. Eso equivalía a un ascenso. Y además me podía guardar todas las propinas. Ese detalle no me pareció importante, pero luego resultaría que sí lo era. Los kiwis eran generosos a la hora de dejar propina, y si les atendía una extranjera, y encima de un lugar tan exótico como España, más todavía.
Mi familia había tenido siempre negocios de hostelería, pero yo nunca había trabajado de camarera. Ahora tenía la ocasión de hacer lo que había visto desde la barrera. Claro que no tenía ni idea de cómo llevar una bandeja cargada, ni de cómo servir los platos, ni siquiera de cómo poner correctamente los cubiertos y la cristalería en la mesa.
El primer día me topé, sin embargo, con un obstáculo que me había pasado inadvertido. Yo hablaba inglés, pero el acento de Nueva Zelanda todavía se me escapaba. Para más, lo que se hablaba en la cocina y en la casa era francés. Así que, durante mi estreno en el comedor, a muchos clientes tenía que hacerles repetir despacito y con buena dicción lo que me decían. Eran muy comprensivos. Enseguida me preguntaban, claro, de dónde diablos venía yo. Cuando decía "España", se les iluminaban los ojos.
Lo primero que les venía a la cabeza era, cómo no, los toros y el flamenco, y ahí tenía que aclararles que yo, ni lo uno ni lo otro. Les explicaba que España ya no era una tierra de matadores, bailarines de flamenco y bandoleros. Pero ellos ponían los ojos en blanco y exclamaban: "¡España, qué romántico!". O bien, conscientes de que no sabían gran cosa de mi país, se disculpaban con una sonrisa: sorry, es que está tan lejos…
En Nueva Zelanda uno se sentía lejos. Y no sólo de España, también del resto del mundo. A la sensación de aislamiento del isleño se añadía aquel estar en los bajos fondos del planeta, down under, como decía la canción de un grupo australiano.
La mayor peste que me trajo el service fue el descorche de botellas. El restaurante era un BYO, un Bring Your Own, lo que quería decir que no vendía bebidas alcohólicas y que el cliente llegaba con ellas puestas; en la mano, mejor dicho. Algunos traían cerveza o vino barato en tetra bricks. Pero la mayoría venía con botellas de vino australiano, un cabernet púrpura, aterciopelado y denso como una sopa. También recurrían muchos al Sangre de Toro, el único vino español que se podía comprar en las tiendas locales. Las parejitas melosas solían optar por un vino portugués, el Mateus Rosé, si la memoria no me engaña, cuyas decorativas botellas debían aportar la ración de romanticismo que, por lo visto, faltaba en la vida cotidiana de la pequeña ciudad laboriosa.
Pero la posición de camarera tenía, a cambio, algunas ventajas. Sobre todo, psicológicas. No estabas encerrado en el agujero humeante de la cocina, sino que podías lucirte y hacer vida social con la clientela. Y además, te podías dar el gusto de abroncar a los de la cocina. El camarero sirve de intermediario entre la presión del exterior y la reacción del interior. Cuánto más lío hay afuera, más lenta va la cocina y más motivo tiene para despotricar y soltar la tensión que acumula. Como camarera, fui adquiriendo dos caras; la sociable y amable en el comedor y la irritada y maldiciente en la cocina. Así se compensaba el despotismo del chef.
Aunque había que andar con cuidado. Las broncas no debían ir directamente contra el jefe. Los pinches, pinches al fin, pagaban los platos rotos.
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