Su nombre correcto sería huevos Benedictine, en alusión al apellido de quien parece haber sido su primer consumidor, según la versión más extendida de la historia del plato. Al parecer, el tal míster Benedict, a finales del XIX, pidió en la barra del Waldorf Astoria un desayuno que le sirviera para combatir la resaca: pan tostado, bacón, huevo escalfado y salsa holandesa.
El plato hizo fortuna y, cambiando la tostada por medio panecillo, pasó a la carta del prestigioso hotel neoyorquino. También existe una versión, a la que algunos llaman huevos Hemingway, que sustituye el bacón por salmón ahumado.
Es curioso que abunden los teóricos remedios antirresaca a base de huevos, desde los mexicanos huevos rancheros a ese brebaje llamado ostra de la praderas que consiste en una yema cruda, salsa Worcestershire, ketchup, unas gotas de vinagre, sal y pimienta, que ha de tomarse sin mezclar y en el que la textura de la yema cruda puede recordar la de una ostra en igual estado.
Bien, y si estos huevos neoyorquinos no son a la benedictina, ¿qué son los huevos llamados así? Porque, efectivamente, existe ese plato. Según Auguste Escoffier, se trata de colocar el huevo escalfado sobre un poco de bacalao hecho puré, o directamente sobre una brandada de bacalao, y sustituir la salsa holandesa por una salsa crema; en cualquier caso, se trata de poner sobre el huevo una salsa de huevo, olvidando ese dicho tan español que afirma: "Pan con pan, comida de tontos".
Los huevos sobre bacalao son una buena idea. Pero... ¿sobre una brandada? Vayamos por partes. La brandada, aunque haya investigadores que sitúan su origen en Nimes y autores que reivindican su catalanidad, es plato claramente provenzal. En la Provenza incorpora ajo; en Nimes, no.
Si ustedes van a los libros culinarios a buscar la receta de la brandada de bacalao, van a encontrarse con la que daba Escoffier hace más de un siglo. Una receta muy rica, pero que se da de bofetadas con la práctica culinaria actual y, sobre todo, con los hábitos alimentarios.
Según Escoffier, para un kilo de bacalao hay que utilizar tres cuartos de litro de aceite de oliva, que se mezcla con el bacalao desmenuzado para conseguir una especie de puré o pasta fina que debe llevar también un cuarto de litro de leche o de crema de leche. Un canto a la grasa, como ven: todo menos dietético.
Teníamos ganas de hacernos un plato partiendo de la idea de los huevos benedictinos, así que una vez desalado correctamente un buen bacalao lo pusimos en una olla con agua fría, la llevamos a ebullición y mantuvimos el hervor dos minutos. Apartamos la olla del fuego y lo dejamos reposar algo más de cinco minutos. Escurrimos el bacalao, eliminamos pieles y espinas y procedimos a desmenuzarlo en láminas, de las que reservamos las más vistosas.
Pusimos las demás en la olla, con un chorretón de aceite y un ajo machacado en el mortero. Calentamos, moviendo enérgicamente con una cuchara de madera hasta ligar todo bien y conseguir una especie de puré. Añadimos entonces patata, que cocimos, pelamos y machacamos con tenedor. Mezclamos bien ambos purés, incorporamos un poquito de nata, pimienta blanca y cebollino picado y comprobamos el punto de sal.
Para hacerlo bonito nos ayudamos de moldes cilíndricos: pusimos una base de esta especie de brandada, que cubrimos con una capa de láminas de bacalao, y terminamos con otra capa de la mezcla de purés. Cubrimos su superficie rallando encima un poco de queso parmesano. Con una cuchara, excavamos en el centro una especie de nido del tamaño necesario para albergar una yema de huevo.
Todo al horno, a gratinar. Dos o tres minutos, pues la yema ha de quedar más líquida que sólida. Y a la mesa, con unos costrones de pan seco en el horno y rociado con aceite de ajo para acompañar.
Ciertamente, una versión particular de un clásico sobre el que no hay unanimidad en cuanto a composición y procedimiento. Y no vayan a los libros a buscar al tal Benedictine: bajo esa voz, lo único que encontrarán es la referencia al licor que llevan haciendo los monjes desde el siglo XVI.
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