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COMER BIEN

De pieles de pescado

Cada vez es más frecuente oír, o leer, entusiastas elogios a las virtudes gastronómicas de las pieles de determinados pescados; se nos cuenta que son una delicia, que se trata de un auténtico lujo y, para rematar la faena, que son "lo mejor" del plato de que se trate.

Cada vez es más frecuente oír, o leer, entusiastas elogios a las virtudes gastronómicas de las pieles de determinados pescados; se nos cuenta que son una delicia, que se trata de un auténtico lujo y, para rematar la faena, que son "lo mejor" del plato de que se trate.
Una pieza de bacalao.
Cada vez que oigo la expresión "lo mejor" me echo a temblar. En primer lugar, porque la experiencia ha demostrado muchas veces que "lo mejor" es enemigo de lo bueno. En segundo término, porque me da mucho miedo que algunos cocineros de la clase de los "creativos" se lo tomen al pie de la letra.

Vayamos por partes. No tengo el menor inconveniente en reconocer que justo bajo la piel de algunos pescados –los planos, el bacalao...– se encuentran unos elementos gelatinosos muy agradables, en sabor y textura. Por eso quiero siempre que me sirvan los lenguados con sus pieles, el rodaballo con la suya, y también el bacalao. Normalmente, no me como las pieles, pero las pelo.

Me gustan, también, las pieles de los pescados cuando el método de cocción las convierte en algo crujiente, muy agradable, con una textura que contrasta con la carne del propio pescado; lo del exterior crujiente y el interior jugoso es un objetivo que debemos lograr cuando la receta se presta a ello.

Entiendo, aun no siendo partidario de comerme las pieles, que aportan cosas muy interesantes. Muchas veces, la piel de un pescado es algo así como su carné de identidad y nos permite identificarlo sin lugar a dudas, cosa muy de agradecer en estos tiempos en los que, en cocina, casi nada es lo que parece o dice ser.

Están, además, esos elementos gelatinosos antes citados. La piel de un bacalao, de un rodaballo, puede ser un magnífico complemento de sus carnes, un bocado diferente en textura; que a mí esa textura no acabe de convencerme es un asunto meramente subjetivo, que no me impide entender que a otros les parezca sublime. En ese sentido, reconozco que un rodaballo de aguas libres servido con su piel es un lujo.

Pero ¿lo mejor? Vamos, vamos... ¿Lo mejor de una paella es el socarrat? No. El socarrat –esos granos que se quedan pegados a la paella– es un buen contrapunto, un excelente complemento del resto del arroz; un poco de socarrat da un toque a un arroz... pero no hace plato por sí solo. Sin el resto del arroz, el socarrat pierde todo su atractivo.

Pues las pieles del pescado, tres cuartos de lo mismo: pueden ser, y son para sus devotos, un atractivo más del propio pescado. Pero la piel, por sí sola... no parece que resulte muy apetitosa. Por eso digo que me da miedo que algunos de esos creativos que suelen tomar el rábano por las hojas y que sólo sueñan con inventar novedades que impacten, para que ciertos críticos hablen mucho de ellos, se tomen al pie de la letra los encendidos elogios que de las pieles del pescado hacen hoy tantos gastrónomos.

Porque su paso inmediato será inventar un plato vanguardista en el que el protagonista sea la piel del rodaballo... por supuesto sin rodaballo. Y como no faltará quien se deshaga en elogios de esa maravilla, y como a quien diga que eso es una tomadura de pelo le llamarán antiguo, o dirán que no sabe comer, el inventor en cuestión estará convencidísimo de haber realizado una aportación trascendental a la historia de la cocina.

Está muy bien pensado: el cocinero se come el rodaballo, deja la piel y se la sirve, por supuesto a precio de rodaballo, a unos clientes dispuestos a dejarse seducir y que temen al qué dirán los supuestos expertos si se le ocurre expresar en voz alta su auténtica opinión sobre el platito de marras.

Estoy de acuerdo en que muchos pescados –no todos– ganan un montón si se cocinan con pieles y espinas; siempre me han parecido de una tristeza infinita los clásicos filetes de lenguado asépticos e insípidos que tanto predicamento alcanzaron en otro tiempo. Pero los sabores que se esconden junto a pieles y espinas, con ser casi siempre magníficos, no se justifican sin el resto del pescado. Son un atractivo más, pero no el máximo atractivo, ni, por supuesto, "lo mejor".
 
Así que no saquemos las cosas de quicio. La literatura gastronómica es generosa en adjetivos laudatorios, y hay que saber leerla. "Lo mejor" significa, simplemente, que eso está bueno. Pero hay que tener en cuenta siempre que lo mejor de un plato bien concebido y ejecutado no es ninguno de sus componentes, sino el conjunto formado por todos ellos. La cocina, ya lo decían los antiguos griegos, debe ser armonía; si algún solista destaca demasiado... malo.
 
 
© EFE
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