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MEMORIAS ERRÁTICAS

De París a Moscú

Salimos en el tren que se dirigía a Berlín, Varsovia y Moscú, y sin haber abandonado aún territorio francés entramos ya en Rusia o en la URSS. Mejor dicho, en ambas. Aquel vagón que iba hasta la capital soviética no estaba comunicado con el resto del convoy, y en su decorado belle epóque venida a menos tomamos un segundo contacto con los rusos; el primero, breve pero intenso, había sido con el guardián revisor.

Salimos en el tren que se dirigía a Berlín, Varsovia y Moscú, y sin haber abandonado aún territorio francés entramos ya en Rusia o en la URSS. Mejor dicho, en ambas. Aquel vagón que iba hasta la capital soviética no estaba comunicado con el resto del convoy, y en su decorado belle epóque venida a menos tomamos un segundo contacto con los rusos; el primero, breve pero intenso, había sido con el guardián revisor.
Vista de la catedral de San Basilio (Moscú).
En el compartimento que me correspondió a mí, pues se separaba a los viajeros por sexo, dos señoras mayores habían ocupado todo el espacio libre con grandes maletas y un cargamento de bolsas de plástico que parecían llenas de chucherías como las que hoy se compran en un Todo a Cien. La cuarta en liza, una mujer morena, bajita, regordeta y vivaracha, fue la sorpresa. Al oírnos hablar a Augusto y a mí en español nos hizo saber que ella también lo hablaba. Más aún, era española de origen. Habíamos topado con uno de los famosos “niños de la guerra”.
 
Niños de la Guerra en una casa de acogida (Leningrado, 1938).Pero no fue de España ni de la guerra de lo que hablaríamos, sino de la URSS. Acodadas en el pasillo, mirando por las ventanillas la fría noche de noviembre, la mujer me pintó un vibrante panorama de las hazañas de su patria de adopción. Oyéndola, veía yo aquellos antiguos carteles soviéticos, en los que trabajadores hercúleos posaban junto a enormes tractores o fábricas de humeantes chimeneas.
 
Pero la mayor hazaña de la Unión Soviética era que mantenía la paz mundial. Con la colaboración de los Estados Unidos de América. Ambas eran las dos grandes potencias del mundo y los dos pilares de la paz. Sentía una genuina admiración por el pueblo americano. Y traslucía un optimismo imbatible hacia el futuro de aquel mundo amorosamente protegido por los dos gigantes.
 
Durante la noche me desperté en una parada, y bajo los focos de una estación, su luz tamizada por la neblina, vislumbré a soldados de uniforme gris. Debía de ser Berlín Oriental, y aquellos uniformados los vopos. Por mi imaginación desfilaron otros carteles, bajo el título de la novela de Le Carré El espía que surgió del frío. La frialdad no se atenuó cuando amaneció y recorrimos los helados campos de Polonia, con extensiones de abedules reducidos a su flaco y largo esqueleto.
 
Cuando el tren paró en una pequeña estación y los pasajeros se pusieron serios supimos que habíamos llegado a la frontera con mayúscula. Era la hora del examen. Una mujer uniformada entró en mi compartimento, trayendo en su abrigo grueso el aire gélido del exterior nevado. En cuanto vio el lío de bolsas de las dos señoras se puso a interrogarlas y a increparlas con tono durísimo. Cuanto más protestaban o explicaban las viejas más se enardecía la agente de la ley. Las mujeres, al fin, fueron obligadas a bajar del tren con todos sus pertrechos. No era un buen precedente. Después me tocaba el turno a mí.
 
Yo no estaba temblando, pero tenía algún motivo de preocupación. Augusto llevaba consigo una “china”, y, un poco por desafío y otro poco por inconsciencia, le había dicho que no la tirara, que la pasaría yo por la frontera. La uniformada, no supe si policía, militar o aduanera, sólo se interesó, sin embargo, por algo que iba en mi bolsa y que no se me había ocurrido que pudiera despertar sospechas: unos folios escritos a máquina. Eran, o querían ser, el principio de una novela. Los repasó uno por uno, con ojo atento, sin que pudiera entender, estoy segura, una sola palabra.
 
La verdad es que aunque hubiera sabido español, tampoco habría entendido gran cosa. Yo no tenía forma de explicarle lo que era aquello. La “niña de la guerra” había desaparecido de mi vista, y además allí cada uno se las tenía que arreglar por sí mismo. Tras unos largos minutos, tal vez saciada su hambre de castigo con el que había infligido a las señoras, la guardiana se dio por satisfecha. Iba a ser la persona que más se interesaría por aquel texto.
 
El tren partió sin las dos viajeras. ¿Qué llevaban que no se podía introducir? ¿Qué iba a ser de ellas? ¿Las habían detenido? Nada sacamos en claro. Había normas y reglas misteriosas en aquel mundo en el que habíamos entrado. Y nuestra única interlocutora no podía o no quería explicárnoslas. A lo que sí estaba dispuesta era a enseñarnos algo de ruso. Con su letra grande, llenó varias páginas de mi cuaderno con palabras que escribía en el alfabeto cirílico y transcribía al nuestro, para que pudiéramos pronunciarlas de alguna manera.
 
Lo primero es lo primero, es decir, la comida, y así recibimos instrucción para pedir: empanadillas rusas, pinchos, cerveza, embutido, queso, pan y galletas. No nos íbamos a morir de hambre si éramos capaces de pronunciarlas y si encontrábamos esos alimentos. Lo más fácil de todo era decir cerveza, pivo, pero de eso sólo no vive el hombre, aunque haya alguno que lo intente. Las demás palabras, a las que nuestra maestra añadió los números del uno al diez, y algunos más, tampoco eran tan endiabladas, pero las complicaciones del alfabeto y de la pronunciación acabaron por convencerme de que no tenía yo la paciencia para aprender aquel idioma.
 
¡Las eses! Pasamos el rato entrenando aquella variedad de eses, silbantes, susurrantes, preciosas todas ellas. Yo sabía alemán e inglés, pero no me salían por ello con mayor facilidad los sonidos. En cambio, Augusto, que tenía menos idiomas en su cartuchera, desplegaba una capacidad admirable. Él sí tenía la voluntad de aprender ruso, y si no lo aprendió no fue por falta de ella.
 
Este edificio era en tiempos de la URSS el cuartel general de la KGB.De noche cerrada, llegamos a Moscú. Llegamos con la respiración contenida, como quien arriba a un lugar legendario, un lugar remoto pero que ha sido materia viva en la imaginación. ¿Cómo sería en realidad? Nuestra amiga nos despidió con el doble afecto y emotividad que le proporcionaba su condición de rusa y española. Su marido la estaba esperando. A nosotros también nos esperaban.
 
Una mujer joven nos recogió a la salida del vagón. Hablaba español. La agencia de viajes soviética, Intourist, velaba por sus clientes. Fuera había un coche negro con un chófer. No me vino a la cabeza “el cuervo negro”, chorni voron, nombre con el que se conocía a la camioneta camuflada que, cuando Stalin, transportaba a los que iban a ser purgados, porque no había leído aún El gran juego de Leopold Trepper. Y nada de eso me preocupaba: éramos turistas y lo más peligroso que llevábamos eran unos folios.
 
Circulamos por avenidas de una anchura que parecía desmesurada para la escasez de vehículos que transitaba por ellas, unas avenidas que hablaban de tiempos grandiosos, de desfiles y multitudes. Estaban bordeadas de nieve, y los pocos transeúntes, envueltos en masas de abrigos y gorros, semejaban bultos huidizos. Los edificios no se apreciaban a la luz anémica de las farolas más que como macizos y oscuros vigilantes de la calle. En la noche invernal, Moscú se nos presentó desolada y gris, como la capital de un antiguo imperio caído que conservara sólo aquello que no había podido demoler la acción del tiempo y de los hombres.
 
Pero aquella primera impresión de un paisaje urbano de aire lunar, tocado por la melancolía de una majestuosidad perdida, se deshizo cuando llegamos a nuestro hotel. Era el Metropole
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