La misma ley que prohíbe fumar en la propiedad privada de los honrados contribuyentes que un día decidieron montar un negocio de hostelería resulta especialmente exigente en los edificios públicos, en los que está taxativamente prohibido siquiera hacer el amago de consumir tabaco, en cualquiera de sus presentaciones. Pues bien, ZP se fuma sus cigarritos (encima de gañote) en la sede de la presidencia del gobierno, en los platós de las televisiones a los que acude a ser agasajado y probablemente hasta en el coche oficial. A su vez, los mismos diputados y senadores que dieron su marchamo democrático a una disposición que dinamita el concepto de propiedad privada no se privan de fumar en los despachos oficiales del parlamento, al menos los ocho o diez días al mes que dedican a darse una vuelta por ahí, para hacer como que se ganan una pequeña parte del sueldazo que les pagamos.
¿Tienen la cara dura o no tienen la cara dura? Por supuesto que la tienen. Tanto, que en vez de epidermis, hueso y músculo lo suyo parece una mezcla cuarzo, feldespato y mica. Unos fenómenos, los tíos. Analfabetos funcionales en un alto porcentaje, tienen el talento necesario para ahorrarse las consecuencias de sus desmanes legislativos, que, por cierto, nos están costando un esferoide y la gelatina interna del otro.
En otras circunstancias, la evidente hipocresía de la Casta en lo relacionado con la ley contra los fumadores no pasaría de ser otro ejemplo más de la doble vara de medir del político medio cuando se pone prohibicionista. Sin embargo, resulta que en este caso concreto se está jugando con el patrimonio de unos ciudadanos que tienen todo el derecho del mundo a hacer en su propiedad aquello que estimen conveniente, de mutuo acuerdo con su clientela. En otras palabras, se trata de que el propietario de un negocio pueda permitir hacer en su local exactamente lo mismo que hacen ZP y los diputados fumadores en unos locales sobre los que, encima, no tienen el menor título de propiedad.
Naturalmente, eso de que cada uno pueda utilizar sus bienes libremente es algo que el estado no puede permitir, porque en tal caso alguien podría llegar a pensar que la propiedad privada es inalienable, o que los políticos tienen los mismos deberes que los contribuyentes que pagamos sus sueldazos y jubilaciones doradas, y eso podría llegar a convertir nuestro país en un Estado de Derecho respetuoso con la libertad y los derechos de los ciudadanos, ejemplo nefasto donde los haya para el resto de países europeos, a los que podríamos incluso llegar a contagiar, para disgusto de sus clases dirigentes.
Lo que le está pasando al dueño del asador Guadalmina es un grave aviso a todos los demás propietarios de locales que pretendan ejercer libremente su actividad profesional. El hecho de que un restaurante impugne por la vía de los hechos la coacción institucional de un gobierno con pretensiones totalitarias no tiene relevancia cuantitativa, pero en cambio representa un riesgo importante, por el efecto contagio que pudiera producirse en el sector. Por eso hay que doblegar la voluntad del dueño del Guadalmina, amenazarle y humillarle lo que sea menester hasta que transija con la injusticia que denuncia está sufriendo.
Al final, al corajudo hostelero malagueño sólo le va a quedar la opción de convertirse en okupa de su propio restaurante, una vez la autoridad administrativa le trinque, para escarmiento de los elementos subversivos de la caña y el carajillo mañanero que estén pensando cuestionar la legitimidad de un político para hundir sus negocios cuando lo estime pertinente.
Vivimos en un país tan impresentable, que la administración que decreta el cierre de un negocio honrado es muy capaz de validar su confiscación ilegal si los usurpadores enarbolan un discurso de izquierda alternativa radical. Si este empresario lo hace bien, hasta es posible que la misma Junta de Andalucía le acabe dando una subvención.
¡Ánimo, kamarada!