Tuñón, probable agente del KGB, según Jorge Semprún, no era novicio en el adoctrinamiento ideológico, pues había dirigido durante la guerra la "Escuela de Cuadros" (expertos o especialistas) de las juventudes estalinistas españolas, camufladas como JSU (Juventud Socialista Unificada). Sus cursos y seminarios en Pau funcionaron como una auténtica escuela de cuadros destinada a infiltrar a sus adeptos en la universidad y en la prensa españolas, para propagar desde ellas la visión comunista de la república y la guerra civil. Y un materialismo histórico bastante pedestre, pero efectivo ante la casi absoluta falta de defensas ideológicas de los conservadores. Contó, además, con el apoyo de profesores de derechas ansiosos de ganarse el título de progresistas, otorgado por los nuevos mandarines marxistas a sus reverenciadores. Podemos citar a Javier Tusell como el caso más característico, si bien no el único, ni mucho menos.
Tusell organizó con fondos públicos algún sonado homenaje a Tuñón de Lara, profetizó el asentamiento definitivo del comunismo en Europa oriental poco antes de la caída del muro de Berlín, y destacó por sus maniobras para "erradicar" de la universidad a Ricardo de la Cierva, el más destacado entre los muy pocos que osaban ofrecer resistencia a los "materialistas históricos".
Unida a la glorificación del Frente Popular corrió la de Azaña, hasta llegar a una auténtica beatificación laica, las dos con el mismo origen y la misma estrategia. Y no porque no hubiera habido querellas entre Azaña y los comunistas: de estos, o de sus agentes, Largo Caballero primero, y Negrín después, se sintió Azaña prisionero durante toda la contienda. En varias ocasiones maniobró el alcalaíno, en alianza con Prieto, contra sus asfixiantes aliados y protectores, para salvarse de ellos mediante una intervención británica. Desgraciadamente para el dúo republicano-socialista (está por escribir un buen ensayo sobre las empresas políticas de ambos), detrás de sus ofertas a Londres no había nada, salvo el ofrecimiento de nuevos gibraltares, del que hay indicios importantes.
Mas incluso para ello necesitaban un poder político en España, y carecían de él. Finalmente, Azaña gastó a Negrín la mala pasada de dimitir, tras la pérdida de Cataluña, y negarse a firmar un decreto pasando los bienes del Estado español en el extranjero a una sociedad controlada por el propio Negrín.
Azaña tuvo, por tanto, muchos encontronazos con los comunistas, y podría sorprender que estos fomentasen su leyenda. Pero nada más natural. Para el PCE, las discordias podían pasar a segundo plano ante el hecho primordial de la colaboración del líder republicano durante la guerra. Pues Azaña había rendido a los comunistas al menos dos servicios impagables. Al permanecer como "presidente de la república", pese a sus continuos amagos de dimisión, había proporcionado una cobertura democrática al proceso revolucionario, a la destrucción de la legalidad republicana desde febrero de 1936, culminada en la gran llamarada sangrienta de julio de aquel año y en los sucesos posteriores.
La estrategia soviética, expuesta sin tapujos por Dimitrof en el VII Congreso de la Comintern, de 1935, exigía desarrollar el impulso revolucionario bajo el camuflaje de una aparente legalidad democrático-burguesa, y Azaña se había prestado a ello maravillosamente.
Otro servicio de máxima relevancia prestado por Azaña a los comunistas consistió en el derrocamiento, en mayo de 1937, de Largo Caballero, a quien se ensalzaba hasta poco antes como el Lenin español. Al empezar la guerra el PCE no era un partido muy importante, aunque actuaba en sintonía con el PSOE, que sí lo era. Pero los comunistas, pese a su corto número inicial, tuvieron muy pronto algo de lo que carecían todos sus aliados-rivales del momento, fueran anarquistas, republicanos, separatistas o socialistas: una firme disciplina y una realista visión estratégica. Y pronto ganaron el control indirecto del oro, transportado a Moscú; y, por tanto, de las armas; también de las Juventudes Socialistas y de buena parte de la UGT; y experimentaron un espectacular crecimiento de su propia afiliación, que los convirtió en el partido decisivo del Frente Popular, especialmente en el ejército y la policía.
Pero Largo comenzó a sentirse incómodo con la tutela soviética y a crear problemas, hasta que el PCE resolvió defenestrarlo, en la primavera de 1937. Algo impensable pocos meses antes, debido a la popularidad y la fuerza organizativa del jefe socialista.
Es conocida la magistral maniobra llevada a cabo por el PCE en aquel mayo del 37, deshaciéndose rápida y sucesivamente del POUM, de la mucho más poderosa CNT, dejándola fuera del poder, y del mismísimo Lenin español, si bien a costa de una guerra civil entre las propias izquierdas. En esta maniobra jugaron un papel clave Azaña y Prieto. Sin duda no lo hicieron por simpatía hacia los comunistas, sino porque estaban hartos de la prepotencia de Largo y del desorden ácrata, pero sirvieron inmejorablemente al designio del PCE.
Nada sería más erróneo que considerar a Prieto o a Azaña personajes ingenuos o trabados por los escrúpulos, pues ambos tenían en su haber intrigas tan trascendentales, como la liquidación del Partido Radical de Lerroux, en 1935, o la destitución del presidente de la república, Alcalá-Zamora, en 1936. Sin embargo, en 1937 el PCE utilizó a los dos con destreza y les ganó la partida, pues ellos, pese a su perspicacia, no entendían la amplitud del designio comunista.
Empleando sus prerrogativas legales, Azaña contribuyó a la destitución de Largo, y en sus diarios deja constancia de su satisfacción ante el relevo de éste por Negrín. No tardará en dar testimonio de cómo, al poco tiempo, se convertiría a su vez en prisionero de Negrín, esto es, de los comunistas.
Tiene el máximo interés esta participación de Azaña en la expulsión del Lenin español mediante el uso que hizo, o le dejaron hacer, de su autoridad como flamante "presidente de la república". Lo tiene porque certifica dos cosas: la corta visión política del jefe republicano en comparación con la de los comunistas y, consecuencia de ello, el papel espléndido –para el PCE– que desempeñó como compañero de viaje de la revolución, similar al de tantos otros políticos e intelectuales del siglo XX.
La función de Azaña, en los esquemas marxistas, respondía a la del típico "pequeño burgués" quisquilloso, a ratos molesto e incluso traidor, pero en definitiva progresista y manejable, cuya actuación favorecería los fines revolucionarios bajo la diestra dirección de un partido dotado de la magna concepción histórica marxista-leninista. Una deficiencia de Azaña fue su escasa comprensión del marxismo, una ideología tan fuerte que dominó a un tercio de la población mundial en el siglo XX, sigue dominando en la inmensa China y otros países menores e influyendo intelectualmente en Occidente.
Lo anterior nos ayudará a entender la exaltación del político alcalaíno como máximo exponente político e intelectual de una república democrática destruida por la reacción fascista, tema básico de la propaganda de la Comintern. Azaña combinaría la capacidad de acción política y la lucidez intelectual, "las armas y las letras", por seguir con la expresión cervantina empleada por Marichal. Un líder avanzado, sí, progresista, cierto, pero básicamente democrático burgués, incluso liberal. Las acusaciones referentes al comunismo no pasarían de ser un pretexto, la clásica patraña de los reaccionarios para encubrir su odio visceral al progreso y su disposición a destruir la brillante experiencia republicana, a fin de salvaguardar sus ancestrales e injustos privilegios, etcétera.
Con tales o cuales matices, esta interpretación ha prevalecido hasta hace poco, y en ella han mostrado un acuerdo entusiástico desde los estalinistas de la escuela de Tuñón de Lara hasta cristianos progresistas como Tusell, pasando por Santos Juliá y una verdadera multitud de estudiosos. El daño de esas versiones propagandísticas proviene, aún más que de la falsificación u omisión misma de datos cruciales, de la imposición, en la universidad, de unas concepciones y métodos fraudulentos.
Por fortuna, el panorama ha cambiado en profundidad durante los últimos años, gracias a trabajos como los de José María Marco, Federico Suárez o éste que prologo. De una beatificación interesada vamos pasando a una comprensión más racional del personaje y de sus circunstancias, y el muy interesante libro de Juan Carlos Girauta da buena prueba de ello. Partiendo de un hecho evidente, la colaboración de Azaña con los movimientos revolucionarios que llevaron a la guerra civil, y el definitivo arrastre del político alcalaíno por ellos, Girauta se plantea a qué obedeció tal fenómeno, habida cuenta de que Azaña, desde luego, no deseaba tal cosa; por el contrario, deseaba ser él quien dirigiese y controlase los movimientos revolucionarios, ser él quien los hiciese sus colaboradores, y no a la inversa.
Ahí radica la cuestión histórica que nos presenta la actuación de Azaña, abordada por Girauta con gran lucidez, a partir de hechos, datos y palabras que los beatificadores han preferido olvidar o dejar en una discreta penumbra, o han evitado relacionar entre sí. Azaña, en suma, vino a ser el clásico aprendiz de brujo que desata fuerzas incontrolables.
Sin duda es ésta la cuestión básica en relación con Azaña, desde el punto de vista histórico, y su dinámica, expuesta en este libro, nos aporta una lección política de gran alcance. Pone de relieve la facilidad con que unas intenciones, en principio buenas (la "modernización" de España) pero concebidas con arbitrariedad y desarrolladas con sectarismo, conducen a la pesadilla. Después de todo, tampoco a los constructores del gulag se les pueden negar sus buenas intenciones: emancipar al género humano, casi nada.
Azaña supo hacer muy buenas frases, a veces tan a destiempo como su celebradísima invocación a la paz, la piedad y el perdón; pero un historiador o un ensayista medianamente sagaz no debe dejarse deslumbrar por las palabras, y debe atender sobre todo a los hechos, a su lógica y su balance, como hace Girauta.
Claro que de Azaña no interesa sólo su acción política. Su personalidad resulta fascinante por muchos conceptos, entre ellos el literario, que ha dado lugar a algún ensayo interesante, como el de Rob Stradling, sobre la relación entre su política y sus concepciones artísticas. Como escritor tiene una obra desigual, pero a mi juicio nos ha dejado dos escritos del máximo valor, uno personal, El jardín de los frailes, sobresaliente en la literatura española del siglo XX e injustamente preterida, tal vez por su originalidad; y sus diarios, imprescindibles para conocer por dentro qué fue aquella desdichada república y el Frente Popular. Su tan loada Velada en Benicarló me parece, por el contrario, un ejercicio de autoocultación política, retórico y básicamente falso, mucho más dramático pero no mejor que Mi rebelión en Barcelona.
"Había muerto el hombre […] Ignoramos si pertenece al marido de Dolores, al ex presidente de la República Española, al escritor o al personaje literario la figura que yace sobre la cama de un hotel extranjero", termina Girauta. La imbricación de las facetas personales en un todo al que denominamos con un nombre propio tiene siempre bastante de misterioso, y, piadosamente, eliminando la ironía que hay en la frase, debemos preguntarnos: "¿Quién no es mejor que su propia biografía?".
JUAN CARLOS GIRAUTA: LA REPÚBLICA DE AZAÑA (Y UN EPÍLOGO URGENTE). CIUDADELA, 2006; 286 PÁGINAS. PRÓLOGO DE PÍO MOA.
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