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COMER BIEN

Darse un homenaje

Hay cosas cuyo precio global resulta de lo más disuasorio... pero cuyo precio aplicado a la cantidad que realmente necesitamos lo es mucho menos cuando uno se plantea darse, de vez en cuando, un homenaje, que bien merecido lo tenemos todos. Hace unos días pasábamos por nuestra frutería favorita, en la madrileña calle de Ayala. Esa que solemos llamar "Joyas Vázquez", en la que se encuentra normalmente de todo, y lo mejor de todo, lo que, inevitablemente, tiene el precio que tiene. Bien, pues (en este año, que hasta ahora habíamos considerado de regular para abajo en lo que a trufas se refiere) había unas trufas cuyo aroma era irresistible.

Trufa negra, claro. Nuestra Tuber melanosporum, la de siempre, la que grandes gastrónomos llamaron cosas tan bonitas como "la emperatriz subterránea" o "el diamante negro de la cocina". También había algo de trufa blanca, el 'tartufo' del Piamonte, la Tuber magnatum.

La trufa blanca, carísima –allí estaba a la friolera de 3.500 euros el kilo–, goza de un inusitado prestigio últimamente. Me temo que tiene más que ver con su precio que con sus auténticas virtudes gastronómicas. Reconozco que tiene un aroma capaz de, como decía Clermont-Tonerre de una liebre, embalsamar una catedral; pero siempre acabo encontrando en ese aroma un indisimulable olor a butano, o a lo que le ponen al butano para que huela a algo. Me gusta; pero no me entusiasma.

Coincido con el gran cocinero catalán Santi Santamaría en que no hay nada comestible que pueda costar ese dinero, y mucho menos valerlo. Y también coincido con muchos más cocineros y gourmets en preferir, sin la menor duda, la trufa negra, que huele, sencilla y maravillosamente, a trufa.

Bien, pues allí estaban las "melanosporum". A 1.200 euros el kilito. ¿Precio disuasorio? Pues, francamente, sí... si uno fuese a comprarse medio kilo. Pero ¿para qué puedo querer yo, en mi casa, medio kilo de trufas? Para darme un gustazo, un homenaje, no necesito ni la mitad, ni siquiera la décima parte de esa cantidad.

Seleccioné un ejemplar bonito, de tamaño 'pareja'. Una vez pesado, me costó 24 euros. O sea: una trufa de veinte gramos. Perfecta para el plan que empezábamos a gestar.

Plan que nos llevó a una buena mantequería de la misma calle, en la que adquirimos un trozo de excelente queso parmigiano reggiano. Así las cosas, completamos las compras con un paquete de tagliatelle (cintas ni anchas ni estrechas) frescos. Con todo ello, a casa; no vean cómo olía el coche al llegar: embriagaba.

Pero había que proceder. Cepillamos escrupulosamente nuestra trufa. Pusimos a hervir agua, con sal, y cocimos ahí nuestros tagliatelle, dejándolos al dente. Para estas cosas es bueno seguir las instrucciones del fabricante... o probar el punto. Los escurrimos bien, por el expeditivo sistema de echar todo el contenido de la cacerola en un colador.

Mientras cocía la pasta escalfamos dos huevos fresquísimos en agua, con un chorrito de vinagre, y una vez listos les quitamos las "barbas" blancas superfluas. Con todo listo, y dos platos bien calientes, añadimos a los tagliatelle unos trocitos de mantequilla y un chorrito de aceite virgen y rallamos sobre ellos un poco de nuestro parmesano. Podíamos haberles puesto algo de nata, pero no lo hicimos.

Colocados formando un nido en los platos, albergamos en sus centros los dos huevos y, con todo listo, apelamos a la mandolina y fuimos distribuyendo sobre ambos conjuntos finas láminas de trufa; era un espectáculo ver sus preciosas vetas blancas sobre el fondo negro del hongo. El calor hizo que el aroma de la trufa se potenciara. Sin pausas, procedimos a la consiguiente degustación. Sencillamente perfecta.

¿Coste? Pues... sumando todos los ingredientes, poco más de 30 euros. A quince o dieciséis por persona. Como verán, asequible. Si lo hubiéramos hecho en un restaurante hubiéramos pagado fácilmente el doble. O más. Y no critico al restaurante, conste.

Sólo quiero decir que estos homenajes, en casa, salen muy bien, incluso de precio... por disparatado que nos pueda parecer lo que cuesta, por kilo, el producto principal; los italianos, por lo que pueda pasar y para evitar sustos –sobre todo cuando aún contaban en liras–, ponen el precio de las trufas no por kilo, sino por etto (ettogrammo, hectogramo). Y aún así...

Pero no hacen falta cien gramos de trufas para darse un homenaje. Ni medio kilo de perretxikos, que están al caer. O, en otoño, de níscalos. Y así, pensando en la cantidad que vamos a necesitar, las cosas resultan mucho más razonables, y un festín de auténtico lujo acaba saliendo hasta más barato que un par de copas en un local de moda.

Y no es por nada, pero... mejor no empezar a establecer comparaciones.
 
 
© EFE
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