El cuerpo de La Sigurní me hizo reflexionar sobre la forma en que evolucionó este señuelo precioso que es el cuerpo femenino, por el que los hombres se dejan seducir y pierden gozosamente la libertad.
Los seres humanos, lo mismo que los animales, necesitamos señales genéricas biológicas para recabar información sobre nuestras posibles parejas y para utilizarlas como estructuras de cortejo. Según Jared Diamond, si buscamos en el cuerpo humano el equivalente a las señales genéricas o reclamos sexuales presentes en el dimorfismo del resto de los animales hallamos, al menos, tres grupos de señales que sirven para calibrar a nuestras posibles parejas o compañeros sexuales que se ajustan al modelo honesto, es decir, que responden verdaderamente a cualidades reproductivas. Estas son los músculos de los hombres, la "belleza" facial en ambos sexos y la grasa corporal de las mujeres.
Pero yo diría que nuestro cerebro trabaja en alianza con nuestro sex appeal y funciona como una estructura de cortejo de primer orden. Nos hace alardear y mentir sobre nuestras cualidades y, a veces, es difícil averiguar si las señales que captamos en un individuo del otro sexo son honestas. Y es que engañamos mucho a primera vista –me enteré, por la peluquera, que La Sigurní oculta bajo la melena un par de orejas de soplillo que piensa operarse cuando encuentre un sponsor– pero cuando largamos las primeras chorradas de cortejo engañamos mucho más. Dejando aparte el cerebro, que ya es mucho dejar, hay que considerar que somos mamíferos y que las cosas redondas, suaves, blandas y calientes nos gustan.
El cuerpo de las mujeres –otro día hablaré de los hombres– lleno de curvas cóncavas y convexas es un reclamo que está diciendo mírame, sígueme. Y hombres y mujeres dirigen sus miradas hacia las bailarinas, tenistas, actrices y patinadoras en detrimento de sus parejas masculinas porque tienen un cuerpo atractivo y excitante que se mueve con gracia.
El cuerpo de las mujeres responde a una triple adaptación que incluye en primer lugar, el reto de dar a luz un bebé muy cabezón con una pelvis adaptada para el bipedismo. La cintura estrecha, las caderas en forma de ánfora y los andares sinuosos atraen a los hombres porque son, en principio, señales genéricas honestas, de buena paridora, aunque a veces también la grasa miente y disimula una pelvis estrecha.
En segundo lugar, el cuerpo femenino responde a la necesidad de implicar al varón en la estrategia de gran inversión femenina. Así evolucionaron estructuras de cortejo específicas de las mujeres. Al sustituir las señales periódicas de celo por otras falsas, la naturaleza desestimó la vulva, que había quedado oculta por la postura erguida y formó un par de semiesferas de grasa sobre los glúteos, –derrières, como diría el experto en moda Carlos García-Calvo– más o menos vistosas según los diferentes grupos étnicos. En algunas poblaciones, las mujeres acumulan un rotundo suplemento de grasa en las nalgas (vaya por Dios) que se denomina esteatopigia. Pero no fue suficiente, ya que las relaciones sexuales se volvían personales y se practicaba el coito frontal, de manera que se replicaron las señales de celo por delante. Y así se desarrollaron otras dos semiesferas pectorales de las que hablare otro día.
La última presión evolutiva a la que se sometió el cuerpo de la hembra humana es el imperativo de hacer todo lo anterior con el menor gasto de energía posible. Las mujeres tienen un fenotipo ahorrador. Su tasa de metabolismo basal es sensiblemente inferior a la de los hombres y su cuerpo está diseñado para almacenar energía. Por eso, al sustituir los síntomas esporádicos de celo por otros fijos y falsos, la hembra humana utilizó la grasa como materia prima. Fabricar tejido adiposo es bastante más barato que fabricar músculos. Las mujeres tienen el doble de grasa que los hombres (25% de su cuerpo frente al 12,5%). Además, la grasa femenina constituye una señal genérica honesta porque al ser metabolizada produce gran cantidad de energía que resulta indispensable para criar, hasta tal punto que las mujeres excesivamente delgadas no menstrúan.
Los hombres, que están programados para responder a la llamada de la grasa, han decidido que les gustan las masas curvas y han ido esculpiéndolas a su aire durante la evolución. Así, la silueta femenina tiene un valor exclusivo de reclamo sexual. Ellos prefieren mujeres con una cantidad justa de grasa que, si les parece más sugerente, es porque responde biológicamente al prototipo de mujer que tendría éxito como paridora y criadora sin caer en el exceso que la pondría en riesgo de perder agilidad o de acabar diabética. Pero ¡qué difícil es mantener la línea! A diario soy testigo de la batalla que libran mis michelines contra el reductor intensivo. Y van ganando los michelines.
Pero, fijaos bien, hasta la celulitis puede quedar redimida por un pasado altruista. No podemos valorar en qué medida los músculos de nuestros machos fueron necesarios para recorrer el largo camino hacia la encefalización, pero la grasa de las mujeres, dado lo extendida que está y su persistencia frente a la dieta y la gimnasia tuvo que ser, por fuerza, de una importancia crucial.
Acomplejadas mártires de la báscula, compañeras de dieta y gimnasio: a vosotras dedico este elegante razonamiento que comienza con una pregunta: ¿pudo la celulitis salvar la humanidad? Pudo, sí. Nunca he oído que las feministas lo reivindicaran, pero ese potencial que poseen las mujeres para almacenar energía tuvo la virtud, en su día, de conseguir que el embarazo y la lactancia fueran posibles en condiciones extremas de escasez de alimentos y clima frío. Ese cuerpo acogedor que cubría las necesidades del hombre y de los hijos nos abrió un camino hacia el futuro. Lo que ocurre es que nuestro fenotipo ahorrador esconde en la recámara una Venus de Willendorf que se esfuerza en acumular grasa contra viento y marea y que sólo se manifiesta en todo su horroroso esplendor en épocas de abundancia.