Ah, las croquetas, paradigma del aprovecho, cosa tan útil cuando la economía no es muy boyante... Aquí no se tira nada, y una de las maneras más satisfactorias de no tirar lo que ha sobrado es convertirlo en croquetas. Pero sería un error creer que las croquetas son simplemente una manera más o menos fácil de aprovechar sobras: las croquetas son, cuando se hacen como es debido, un plato de muy alta cocina.
Lo que pasa es que croquetas, lo que se dice croquetas, cuyo envoltorio haga honor a su nombre –croqueta viene del francés croquer, que vale por crujir– y tenga un color dorado apetitoso, amén de no dejar aparecer el interior, un interior que debe ser cremoso, suave pero sabroso, casi de deshacerse en la boca... hay pocas. Yo me he tomado unas cuantas inolvidables, y quiero rendir homenaje a personas como Marisa Paniego, Valen Saralegui, Manicha Bermúdez, Ana Gago... y, aunque se moleste alguien, a las magníficas croquetas que hace, en mi casa, mi mujer, Maribel. No sé cómo serán las de Puri, pero con que sean la mitad de buenas que las de mi casa se merecen aparecer en un anuncio.
El problema es que en la mayoría de los casos lo que nos dan son cocretas, palabro que la RAE parece dispuesta a aceptar; de hecho, la ha metido en el DPD (Diccionario Panhispánico de Dudas) y, visto que almóndiga está en el mismísimo DRAE, vayamos poniéndonos en lo peor... salvo que las defina como "bolas de aspecto quemado y cubierta cuarteada, formadas por una pasta similar a la argamasa y de sabor indefinido". A eso le llamo yo cocreta. Pero me queda la cocleta, que aún es peor: la cocleta es una cocreta hecha ni se sabe cuándo, congelada y resucitada –vano intento– en el microondas: queda una cosa flácida, gomosa, francamente repulsiva.
Una croqueta, como ya apuntaba la condesa de Pardo Bazán cuando comparaba la versión original –la francesa: las croquetas parecen datar del Segundo Imperio, de tiempos de Eugenia de Montijo y Napoleón III– con la española, debe ser algo manejable, de, como mucho, un par de bocados, lejos de esos croquetones enormes que a veces nos dan por ahí. Vale la croqueta de un solo bocado cuando se pasan en bandeja entre los invitados. Su fritura ha de ser muy reciente... lo que hará que podamos pasar un mal rato con la croqueta en la mano, quemándonos los dedos mientras decidimos si es mejor quemarse los dedos o quemarse la lengua, porque no les quepa la menor duda de que las croquetas son el alimento sólido que más tiempo tarda en adquirir una temperatura que permita comerlas sin sobresaltos.
Las croquetas no entienden de prisas; cuando la bechamel se hace sin dedicarle el tiempo necesario, que más vale que sea media hora que un cuarto, se produce una catástrofe: la masa resultante, incluso una vez frita, sabe a harina cruda. Hay que tener paciencia con las croquetas, tanto para hacerlas como para comerlas. Y, hablando de freír croquetas... Ustedes verán que siempre se dice que se pasen por harina, huevo batido y pan rallado; pero ese estupendo cocinero que es Abraham García decía el otro día en RNE que no había que pasarlas por harina, que bastante harina llevaban ya. Ustedes verán. Pero me fío más de lo que me diga Abraham que de las recetas croqueteriles –más bien cocreteriles, o sea, infumables– que le dieron unos cuantos fósforos a Carlos Herrera en su programa matutino.
Me recordaron a una señora que, en cierta ocasión, me ofreció unas croquetas que alabó –las había hecho ella, claro; lo que no nos dijo fue cuándo– diciendo que nunca habría comido unas croquetas como aquéllas. Qué razón tenía. Nunca, y espero no repetir la experiencia jamás. Se ajustaban perfectamente a la definición que hemos dado más arriba de cocletas. Un espanto.
Lo que pasa es que croquetas, lo que se dice croquetas, cuyo envoltorio haga honor a su nombre –croqueta viene del francés croquer, que vale por crujir– y tenga un color dorado apetitoso, amén de no dejar aparecer el interior, un interior que debe ser cremoso, suave pero sabroso, casi de deshacerse en la boca... hay pocas. Yo me he tomado unas cuantas inolvidables, y quiero rendir homenaje a personas como Marisa Paniego, Valen Saralegui, Manicha Bermúdez, Ana Gago... y, aunque se moleste alguien, a las magníficas croquetas que hace, en mi casa, mi mujer, Maribel. No sé cómo serán las de Puri, pero con que sean la mitad de buenas que las de mi casa se merecen aparecer en un anuncio.
El problema es que en la mayoría de los casos lo que nos dan son cocretas, palabro que la RAE parece dispuesta a aceptar; de hecho, la ha metido en el DPD (Diccionario Panhispánico de Dudas) y, visto que almóndiga está en el mismísimo DRAE, vayamos poniéndonos en lo peor... salvo que las defina como "bolas de aspecto quemado y cubierta cuarteada, formadas por una pasta similar a la argamasa y de sabor indefinido". A eso le llamo yo cocreta. Pero me queda la cocleta, que aún es peor: la cocleta es una cocreta hecha ni se sabe cuándo, congelada y resucitada –vano intento– en el microondas: queda una cosa flácida, gomosa, francamente repulsiva.
Una croqueta, como ya apuntaba la condesa de Pardo Bazán cuando comparaba la versión original –la francesa: las croquetas parecen datar del Segundo Imperio, de tiempos de Eugenia de Montijo y Napoleón III– con la española, debe ser algo manejable, de, como mucho, un par de bocados, lejos de esos croquetones enormes que a veces nos dan por ahí. Vale la croqueta de un solo bocado cuando se pasan en bandeja entre los invitados. Su fritura ha de ser muy reciente... lo que hará que podamos pasar un mal rato con la croqueta en la mano, quemándonos los dedos mientras decidimos si es mejor quemarse los dedos o quemarse la lengua, porque no les quepa la menor duda de que las croquetas son el alimento sólido que más tiempo tarda en adquirir una temperatura que permita comerlas sin sobresaltos.
Las croquetas no entienden de prisas; cuando la bechamel se hace sin dedicarle el tiempo necesario, que más vale que sea media hora que un cuarto, se produce una catástrofe: la masa resultante, incluso una vez frita, sabe a harina cruda. Hay que tener paciencia con las croquetas, tanto para hacerlas como para comerlas. Y, hablando de freír croquetas... Ustedes verán que siempre se dice que se pasen por harina, huevo batido y pan rallado; pero ese estupendo cocinero que es Abraham García decía el otro día en RNE que no había que pasarlas por harina, que bastante harina llevaban ya. Ustedes verán. Pero me fío más de lo que me diga Abraham que de las recetas croqueteriles –más bien cocreteriles, o sea, infumables– que le dieron unos cuantos fósforos a Carlos Herrera en su programa matutino.
Me recordaron a una señora que, en cierta ocasión, me ofreció unas croquetas que alabó –las había hecho ella, claro; lo que no nos dijo fue cuándo– diciendo que nunca habría comido unas croquetas como aquéllas. Qué razón tenía. Nunca, y espero no repetir la experiencia jamás. Se ajustaban perfectamente a la definición que hemos dado más arriba de cocletas. Un espanto.
En fin, que parece que va a volver a ser tiempo de croquetas. Pues miren: todos los males sean como ése. Me parece de perlas que un señor presuma de las croquetas de su casa y que diga que su mujer las hace estupendas. Pero... vivimos tiempos en los que, en lo tocante a hacer el ridículo, hay quien siempre está dispuesto a rizar el rizo. Claro que a lo mejor lo que molestó no fue la referencia a las croquetas, sino el posesivo: las croquetas que "me" hace "mi" Puri. Qué memez. Aunque a lo mejor de lo que se trata es, ahora que cada vez fuma menos gente, de apoyar a una industria tan tradicional como la del papel de fumar.
© EFE