Hemos visto a los criminales pasar de dar muerte a los que estorban a hacerlo por mero placer, hemos pasado de los años del franquismo al galismo gallináceo de los GAL. Los grandes hombres empezaron a robar, como Luis Roldán, director general de la Guardia Civil, y a cometer otros delitos, como el doctor honoris causa Mario Conde. A los delincuentes de cuello blanco no se les aplicó la misma justicia que a los españoles de a pie: aunque no devolvieron el beneficio, fueron pronto excarcelados.
Se dice que un presunto espía sabe presuntamente dónde está el botín del director de la Guardia Civil. Se llama Paesa y lo localizaron los periodistas en París, pero la maquinaria judicial no se ha engrasado para capturarle. Nadie ideó un aparataje similar al que capturó al abogado Rodríguez Menéndez en Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver.
Las calles están trufadas de chicos en teórica reinserción, es decir, adscritos por la burocracia reinante al proyecto de mejoría silenciosa. El Asesino de la Catana trabaja en Asturias por obra y gracia de una asociación evangélica. El Asesino de Orihuela, que cumple los dieciocho años, después de haber estrangulado a los catorce a la princesita asiática de su colegio, sale reinsertado como si tal cosa. Los criminales de Sandra Palo se preparan para un juicio por desacato mientras el más pequeño deambula por ahí sin siquiera una pulsera de situación.
Los centros de menores, donde no hay necesidad de mayor control, son una máquina de reinserciones como la cárcel apagada, quieta y velada a los periodistas, con sus misterios y tráficos. Pasas unos años tras las rejas y sales como nuevo, reformado, amable y con estudios.
Lo último es la magnificación de un asesino, el Solitario: se presta gran atención a las palabras de su madre conmovida y se leen las cartas que compuso en su celda portuguesa, unas misivas pretendidamente poéticas que revelan un descarnado antisocial que trata de presentarse como libertador. Un hombre solo contra la banca. Habría colado de no ser porque le condenaron por el asesinato de dos guardias civiles, dos agentes de tráfico que le dieron el alto porque velaban por la seguridad en las carreteras. Ni siquiera pensaban estar ante el buitre humano que disparaba a los empleados de los bancos que atracaba si no le daban suficiente dinero.
Incluso hay periodistas que se presentan como amigos de los asesinos y son encumbrados por el circo mediático. Se hacen especialistas en arrebatar confidencias a asesinos comunes o a criminales terroristas. Todos ellos encuentran consuelo y comprensión. Con estos Tucídides verborreicos y de vía estrecha se embellecen los actos horrorosos, se rebaja la culpa satánica, se endulza el afán de venganza. Los criminales tienen voz en prime time y la sociedad, perpleja, intenta comprender por qué se habla de grandes psicópatas con las manos manchadas de sangre como si fueran personajes del mundo del corazón. El Solitario se las da de rockero heavy-metal y no renuncia del todo a la chulería que exhibía en sus asaltos. Le pillaron con la barba, el arma del crimen, el chaleco y todo lo demás cuando se disponía a entrar en un banco, pero todavía hay quien duda: ¿pretendía atracar o estaba dando un paseo? ¿Era día de atraco o la fiesta de Halloween? La furgoneta en la que dormía cuando salía a cosechar euros llevaba placas falsas, ¿para despistar o por capricho?
Hace tiempo que la crónica rosa se tiñe de negro, como cuando se filtraron las fotos policiales de la Pantoja, o los negocios turbios de Julián Muñoz, por cierto la entrevista mejor pagada de la televisión. En otros países las leyes impiden que los criminales se beneficien de sus crímenes. En España los grandes ladrones no devuelven nada, e incluso a veces cobran por contarnos sus noches frías, en las que toda incomodidad tiene su asiento. Los platós son el patio de Monipodio, al que los partidos envían a sus servidores y la cárcel a sus reinsertados. Se practica el matonismo, la complacencia, el morbo más descarado por parte del que más tiene que ocultar. En plena salsa de corazón, se piden años de cárcel por estafa y en un teléfono móvil suena el taconeo de Farruquito, otro reinsertado después de atropellar hasta la muerte a un peatón mientras circulaba sin carné. "¡Ay, qué buen recluso fue Farruco entre tacones y palmas!".
Todo empezó en América, con el Bandido de la Luz Roja, que escribía libros desde su celda para que le produjeran enormes beneficios económicos. ¿Era Caryl Chessman el verdadero bandido? Brigitte Bardot ponía morritos, como cuando defiende a los animales contra los peleteros, y Sartre, lleno de náusea, abanderaba a la intelectualidad pasada de victimología para escudarse en el rechazo de la pena de muerte. En Europa hicieron campaña para que Chessman no cumpliera la máxima pena. Mientras, él rompía las listas de best sellers con sus novelas de desheredado que se ve obligado a delinquir. La primera llevaba por título el número de su celda, las siguientes hablaban de que el chico era un asesino y de que la ley lo quería muerto. La miseria le había empujado a vigilar a los novios cuando se amaban dentro de un coche, a sacarlos a rastras, a violar a las chicas. Todo fue fruto de un pasado de carencias, hay que comprenderlo.
El Solitario tenía una colección de armas letales. Planeaba sus asaltos con una perfección muy profesional. Ahora ha encandilado periodistas, a los que trata de convencer de que, a pesar de todo, encarna a un bandido romántico. Como el Vivillo o Candelas. Ni él ni el desalmado de la luz roja tienen nada de sentimentales. Tras el Solitario hay currantes heridos de bala, servidores de la ley asesinados; bajo la luz roja del hombre de la linterna, mujeres que quedaron rotas, vivas pero muertas. Traumatizadas e inservibles para una existencia normal. Chessman bajó por ello a la cámara de gas; el Solitario, en cambio, sube al cielo de la popularidad. Los periodistas no son inocentes.
El Solitario tenía una colección de armas letales. Planeaba sus asaltos con una perfección muy profesional. Ahora ha encandilado periodistas, a los que trata de convencer de que, a pesar de todo, encarna a un bandido romántico. Como el Vivillo o Candelas. Ni él ni el desalmado de la luz roja tienen nada de sentimentales. Tras el Solitario hay currantes heridos de bala, servidores de la ley asesinados; bajo la luz roja del hombre de la linterna, mujeres que quedaron rotas, vivas pero muertas. Traumatizadas e inservibles para una existencia normal. Chessman bajó por ello a la cámara de gas; el Solitario, en cambio, sube al cielo de la popularidad. Los periodistas no son inocentes.
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN, presentador del programa de LIBERTAD DIGITAL TV CASO ABIERTO.