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COMER BIEN

Cosas que se van perdiendo

Uno de los ritos que los españoles cumplíamos a rajatabla hasta hace bien poco era esa trilogía formada por café, copa y puro en la sobremesa. Eliminado o, al menos, perseguido el puro por las autoridades sanitarias, mucho me temo que la segunda pata de ese trípode, la copa, esté también en grave peligro; no sé si, de momento, de desaparición, pero sí de recesión, por usar una palabra de moda.

Uno de los ritos que los españoles cumplíamos a rajatabla hasta hace bien poco era esa trilogía formada por café, copa y puro en la sobremesa. Eliminado o, al menos, perseguido el puro por las autoridades sanitarias, mucho me temo que la segunda pata de ese trípode, la copa, esté también en grave peligro; no sé si, de momento, de desaparición, pero sí de recesión, por usar una palabra de moda.
Antes, allá por el paleolítico inferior, nadie concebía una sobremesa completa sin su café –entendiendo por café lo que había a mano, que era mucho entender–, su copa, que normalmente era de brandy, aunque la gente le llamase coñac –había quienes preferían el anís, y hasta quienes mezclaban ambas cosas en el llamado sol y sombra–, y el puro, que para el común de los mortales era una faria, a poder ser hecha en la fábrica de tabacos de La Coruña: los habanos, y hasta los canarios, eran para gente pudiente.

Cambiaron los tiempos, y cambió la copa. El café, también, pero para muchísimo mejor. En los años de la transición se puso de moda el pacharán, licor hasta entonces patrimonio casi exclusivo de los navarros. Incluso llegó a haber enconadas discusiones sobre cómo debía beberse el pacharán, si frío de nevera o con algún cubito de hielo en la copa. Uno nunca entró en la discusión, porque, la verdad, nunca le hizo demasiada gracia esa bebida.

Poco a poco, el whisky, el scotch, fue ganando terreno, hasta que terminó por imponerse como copa de sobremesa, casi siempre con hielo; beber whisky a la escocesa, seco, aunque fuera un pure malt o un single malt, nunca tuvo demasiado predicamento en un país que debe de ser, después de los Estados Unidos, el más aficionado a las bebidas on the rocks. Luego pareció imponerse el trago largo, el gin & tonic, tal vez más después de la cena que de la comida del mediodía.

Pero la sociedad ha ido cambiando en muchas cosas, y una de ellas es la relativa al consumo de bebidas destiladas de 40 grados de media. Las sobremesas se han acortado, por causa del trabajo... y por una cierta postura social, que ya no ve con buenos ojos esas largas tertulias después de comer... ni el propio consumo de esas bebidas. Si ya no se acepta, o se acepta poco, al fumador, también se está empezando a poner en cuarentena al bebedor.

Por supuesto, una de las causas más inmediatas del descenso en el consumo de esas bebidas, como del propio vino en la comida, es la presencia en calles y carreteras de agentes de la policía municipal o la guardia civil de tráfico que requieren al conductor para que sople en un alcoholímetro, con muy fuertes sanciones para quien se pase. El caso es que, entre unas cosas y otras, hasta el whisky presenta cifras negativas en la evolución de su consumo.

Naturalmente, los elaboradores contraatacaron con campañas más o menos hábiles. Así lo hicieron los productores de brandy de Jerez, sin demasiado éxito, y en ello están empeñados ahora los destiladores de orujo de Galicia. Curiosamente, en el caso de esta última bebida, hay que decir que nunca hubo aguardientes de la calidad de los actuales: bien hechos, respondiendo a las características de las uvas con cuyo hollejo se preparan, con todas las garantías sanitarias... Un aguardiente blanco de hoy es una bebida muy bien hecha. Pero el público va por otros derroteros. No es que la gente tenga nada contra el orujo; es que da la impresión de que los destilados están, ya digo, en recesión.

Hay, quién puede dudarlo, magníficos brandies, excelentes whiskies y maravillosos orujos; nunca se ha cuidado tanto el producto como ahora. Quiero decir que esos licores han evolucionado para mejor; pero la gente lo ha hecho en sentido divergente, cosa que era muy esperable en una sociedad cada vez más preocupada por la salud, la estética –el alcohol, dicen, engorda– y una serie de cosas a las que, allá por los años 70, se les daba mucha menos importancia.

Yo creo que la justa vía sería la intermedia entre aquella inconsciencia y esta gastrocondría. Una copita de orujo tras el café puede ser muy agradable, como lo es un buen whisky. Pero... hay que tomarla en casa, o desplazarse tras la sobremesa en transporte público. El alcohol, hoy por hoy, empieza a sufrir el cerco que envolvió al tabaco hasta su práctica prohibición, tanto gubernamental como social. Mucho me temo que de las tres patas de la sacratísima trilogía hispana de la sobremesa nos vamos a quedar sólo con una; hasta que a algún funcionario le dé por desempolvar un informe de alguna universidad estadounidense en el que se diga que el café es malísimo para la salud. Cosa que, al paso que vamos, yo no descartaría alegremente.


© EFE
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