Mientras desayunábamos, a veces sopa de ajo o cascarilla de cacao con leche, o leche migada, mi madre nos contaba cuentos a mi hermana y a mí. Después salíamos a la calle, donde me encontraba con otros críos y dábamos vueltas de aquí para allá, hablando de cualquiera sabe ahora qué. Vivíamos en un callejón entre las calles Finisterre y Pilar, por las que apenas pasaban coches, ya que por un extremo estaban cerradas por escalinatas para superar desniveles. Pero la calle del otro extremo, Taboada Leal, muy empinada, sí tenía tráfico, muy poco, pero suficiente para que nos advirtiesen severamente de que tuviésemos mucho cuidado y no fuésemos por allí. Por lo tanto íbamos comúnmente hacia el lado de las escalinatas, más atractivo porque había allí amplios descampados, y donde se alzaba la entrada al colegio marista del Pilar, adonde iría yo a estudiar pronto. A veces nos metíamos en él cuando los alumnos se preparaban para entrar en las aulas, y los mirábamos en el gran patio que servía de campo de fútbol, formados en filas y cantando canciones patrióticas, una escena que me parecía muy emocionante y me hacía desear ir allí a sus clases. Pero cuando me tocó el turno había cambiado la costumbre y solo se izaba la bandera mientras sonaba el himno nacional. Más tarde incluso esta ceremonia dejó de hacerse, reservándose únicamente para días especiales.
Así como las niñas cantaban mucho mientras jugaban, nosotros casi nada, o bien canciones torponas.Recuerdo que estuvo de moda "Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores"y otras querara vez cantábamos, tampoco las niñas, pero que por allí sonaban: Maruxiña, dame un bico / que heiche de dar un pataco / Eu non dou bicos aos homes / que me cheiran a tabaco. Un pataco era una perra gorda, o sea, diez céntimos de peseta. Había también la perra chica o chica a secas, de cinco céntimos, y unas monedas grandes de real y otras de menor tamaño, pero muy bonitas, de dos reales, es decir, media peseta. La moneda de peseta era una rubia, y a los duros, que entonces solo había en papel moneda y valían cinco pesetas, les llamaban en Galicia pesos, quizá por influencia de la emigración a América. Otra canción empezaba: A criada do cura / ten un nenoo / pequeniñoo / e de nome lle chaman / Sanamariñoo. La cantaba en una ocasión inocentemente y una tía mía me regañó, sin que yo entendiera por qué. Otra muy conocida, con varias versiones: Eu queríamo casaree / miña nai non teño roupaa / Casa miña filla, casaa / Que unha perna tapa a outraa. U otras no menos elevadas y edificantes: Pepe, repepe, camisa cagada / foi á cociña e lambéu a pescada / tanto lambéu que o plato rompéu. A una chica algo mayor, llamada Inés, le cantábamos en ocasiones, con el tono de una canción conocida: Inés, Inés / qué tienes, Inés / Un grano en el culo / de estilo tirolés.
Una noche de verano caminábamos unos cuantos por una calle algo alejada, al lado del muro de una finca, y los mayores de nosotros iban contando no sé qué historias de resucitados que yo no entendía bien, pero que me pareció que habían sucedido en la finca aquella. Me dieron bastante miedo y me tuvieron preocupado un tiempo, procuraba no acercarme por aquel paraje.
Conforme crecíamos nos volvíamos más fastidiosos. Pasaba de vez en cuando algún afilador que, tras producir un característico sonido con su silbato, cantaba: "¡Afiladooor... paragüero!". Nosotros, a distancia prudente, le replicábamos: "¡Que quiero cagaaar, y no puedo!". A veces alguno de ellos salía un breve trecho detrás de nosotros llamándonos lo que se le ocurría, pero en general se hacían los desentendidos, sabiendo que era causa perdida. O bien pasaba un chico en bicicleta y salía el grito obligado: "¡Chaval, aprieta el culo y dale al pedal!", con la respuesta consabida: "Apriétalo tú que eres más animal", y la contrarréplica, en castrapo: "Apriétalo tú y o teu hirmán". Solía formarse alguna pequeña pandilla que iba merodeando instintivamente, digámoslo así, por las calles, pulsando los timbres o dando a los llamadores de las casas para que salieran las mujeres mientras echábamos a correr: "Señora, el niño llora", gritaba uno. "Ya voy ahora", seguía otro. A veces nos perseguía alguien, y al que cogían le calentaban un poco. Se nos iba la noción del tiempo, y a la hora del yantar resonaban por las calles las voces de las madres llamando a gritos a sus vástagos, e íbamos hacia casa con un poco de susto, pues esperábamos alguna azotaina, que solía cumplirse cuando el retraso era grande.
Encontrábamos un gusto especial, si alguien tenía algún dinero, en comprar unos pequeños petardos que estallaban con bastante ruido al arrojarlos contra el suelo, y más tarde aprendimos a mezclar azufre y clorato potásico, que comprábamos en las droguerías, para provocar explosiones. También, si los mayores nos daban algunas perras, comprábamos martinicas, unas cartulinas con unos bultos en el borde formados por una sustancia, supongo que fósforo, que producían una serie de pequeños estallidos al rascarlos contra una pared. El material fosforecía en la oscuridad, y a veces nos pintábamos las caras con él. Un verano, teniendo nueve años, creo, quedaba casi todas las tardes con otro muchacho, llamado Raimundo, Rai, que traía algunas monedas, y comprábamos unos petardillos con mecha, inofensivos pero muy ruidosos, y los íbamos colocando en los sitios en que más pudieran fastidiar y dar susto. Luego subíamos hacia el Castro y hacíamos hogueras, o leíamos tebeos en su casa. Sorprende que no nos aburriéramos, pero una experiencia de la niñez es que el tiempo parecía larguísimo y al mismo tiempo entretenidísimo, jamás sentíamos tedio, una capacidad que al acercarse la adolescencia se iba perdiendo.
Otra de nuestras aficiones favoritas, como digo, era prender hogueras, en la calle y en sitios más peligrosos, aunque eso creo que ya lo conté hace tiempo. También trepar a los árboles o invadir fincas. Por la calle Taboada Leal estaba el colegio de los Salesianos. Lo rodeaba un muro de casi tres metros, pero no era gran problema para nosotros escalarlo por las grietas, o aupándonos unos en otros, y saltar adentro, sobre todo si jugaban algún partido de fútbol colegial. En el extremo opuesto a las aulas, en un alto, había unos cuantos árboles que nos parecían altos, membrillos algunos de ellos, y subíamos hasta lo alto de la copa, apoyándonos en ramas tan delgadas que ahora me parece milagro que no hubiéramos tenido algún serio accidente. Cuando empezaban a madurar los membrillos los cogíamos y los comíamos, pese a lo duros que estaban.
Las ganas de enredar se hacían a veces peligrosas: una vez detectamos un nido de avispas en un murete y, cómo no, nos dedicamos a tirar piedras al agujero por donde entraban y salían. Las avispas se enfurecieron, una me picó justo debajo de un ojo, y estuve dos días con la cara tan hinchada que casi no podía ver. En las charcas del Castro cogí alguna rana y la tuve unos días en la bañera de casa, pero, no sabiendo yo qué comían, murió pronto. Un niño no piensa, si no se lo explican, que los animales comen. De vez en cuando venían por la calle los electricistas para arreglar cables o líneas de teléfono, y solían dejar las cajas de herramientas escondidas detrás de puertas de los portales de las casas, que por entonces estaban siempre abiertas. Sabían por qué las escondían, pero rara vez nos engañaban: en cuanto veíamos a los hombres y sus manejos, buscábamos hasta encontrarlas y les hurtábamos unos pequeños plomos blancuzcos que nos gustaban mucho.
No sé de dónde venía aquella afición casi irreprimible a molestar. Le vienen a uno a la memoria sucesos inconexos e imposibles de situar con un mínimo de precisión en el tiempo, y cuyo sentido no se encuentra; y al recordarlas se percata también de cuántos sucesos más habrán quedado en un oscuro y pegajoso olvido, del que no lograrán salir ya.
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Así como las niñas cantaban mucho mientras jugaban, nosotros casi nada, o bien canciones torponas.Recuerdo que estuvo de moda "Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores"y otras querara vez cantábamos, tampoco las niñas, pero que por allí sonaban: Maruxiña, dame un bico / que heiche de dar un pataco / Eu non dou bicos aos homes / que me cheiran a tabaco. Un pataco era una perra gorda, o sea, diez céntimos de peseta. Había también la perra chica o chica a secas, de cinco céntimos, y unas monedas grandes de real y otras de menor tamaño, pero muy bonitas, de dos reales, es decir, media peseta. La moneda de peseta era una rubia, y a los duros, que entonces solo había en papel moneda y valían cinco pesetas, les llamaban en Galicia pesos, quizá por influencia de la emigración a América. Otra canción empezaba: A criada do cura / ten un nenoo / pequeniñoo / e de nome lle chaman / Sanamariñoo. La cantaba en una ocasión inocentemente y una tía mía me regañó, sin que yo entendiera por qué. Otra muy conocida, con varias versiones: Eu queríamo casaree / miña nai non teño roupaa / Casa miña filla, casaa / Que unha perna tapa a outraa. U otras no menos elevadas y edificantes: Pepe, repepe, camisa cagada / foi á cociña e lambéu a pescada / tanto lambéu que o plato rompéu. A una chica algo mayor, llamada Inés, le cantábamos en ocasiones, con el tono de una canción conocida: Inés, Inés / qué tienes, Inés / Un grano en el culo / de estilo tirolés.
Una noche de verano caminábamos unos cuantos por una calle algo alejada, al lado del muro de una finca, y los mayores de nosotros iban contando no sé qué historias de resucitados que yo no entendía bien, pero que me pareció que habían sucedido en la finca aquella. Me dieron bastante miedo y me tuvieron preocupado un tiempo, procuraba no acercarme por aquel paraje.
Conforme crecíamos nos volvíamos más fastidiosos. Pasaba de vez en cuando algún afilador que, tras producir un característico sonido con su silbato, cantaba: "¡Afiladooor... paragüero!". Nosotros, a distancia prudente, le replicábamos: "¡Que quiero cagaaar, y no puedo!". A veces alguno de ellos salía un breve trecho detrás de nosotros llamándonos lo que se le ocurría, pero en general se hacían los desentendidos, sabiendo que era causa perdida. O bien pasaba un chico en bicicleta y salía el grito obligado: "¡Chaval, aprieta el culo y dale al pedal!", con la respuesta consabida: "Apriétalo tú que eres más animal", y la contrarréplica, en castrapo: "Apriétalo tú y o teu hirmán". Solía formarse alguna pequeña pandilla que iba merodeando instintivamente, digámoslo así, por las calles, pulsando los timbres o dando a los llamadores de las casas para que salieran las mujeres mientras echábamos a correr: "Señora, el niño llora", gritaba uno. "Ya voy ahora", seguía otro. A veces nos perseguía alguien, y al que cogían le calentaban un poco. Se nos iba la noción del tiempo, y a la hora del yantar resonaban por las calles las voces de las madres llamando a gritos a sus vástagos, e íbamos hacia casa con un poco de susto, pues esperábamos alguna azotaina, que solía cumplirse cuando el retraso era grande.
Encontrábamos un gusto especial, si alguien tenía algún dinero, en comprar unos pequeños petardos que estallaban con bastante ruido al arrojarlos contra el suelo, y más tarde aprendimos a mezclar azufre y clorato potásico, que comprábamos en las droguerías, para provocar explosiones. También, si los mayores nos daban algunas perras, comprábamos martinicas, unas cartulinas con unos bultos en el borde formados por una sustancia, supongo que fósforo, que producían una serie de pequeños estallidos al rascarlos contra una pared. El material fosforecía en la oscuridad, y a veces nos pintábamos las caras con él. Un verano, teniendo nueve años, creo, quedaba casi todas las tardes con otro muchacho, llamado Raimundo, Rai, que traía algunas monedas, y comprábamos unos petardillos con mecha, inofensivos pero muy ruidosos, y los íbamos colocando en los sitios en que más pudieran fastidiar y dar susto. Luego subíamos hacia el Castro y hacíamos hogueras, o leíamos tebeos en su casa. Sorprende que no nos aburriéramos, pero una experiencia de la niñez es que el tiempo parecía larguísimo y al mismo tiempo entretenidísimo, jamás sentíamos tedio, una capacidad que al acercarse la adolescencia se iba perdiendo.
Otra de nuestras aficiones favoritas, como digo, era prender hogueras, en la calle y en sitios más peligrosos, aunque eso creo que ya lo conté hace tiempo. También trepar a los árboles o invadir fincas. Por la calle Taboada Leal estaba el colegio de los Salesianos. Lo rodeaba un muro de casi tres metros, pero no era gran problema para nosotros escalarlo por las grietas, o aupándonos unos en otros, y saltar adentro, sobre todo si jugaban algún partido de fútbol colegial. En el extremo opuesto a las aulas, en un alto, había unos cuantos árboles que nos parecían altos, membrillos algunos de ellos, y subíamos hasta lo alto de la copa, apoyándonos en ramas tan delgadas que ahora me parece milagro que no hubiéramos tenido algún serio accidente. Cuando empezaban a madurar los membrillos los cogíamos y los comíamos, pese a lo duros que estaban.
Las ganas de enredar se hacían a veces peligrosas: una vez detectamos un nido de avispas en un murete y, cómo no, nos dedicamos a tirar piedras al agujero por donde entraban y salían. Las avispas se enfurecieron, una me picó justo debajo de un ojo, y estuve dos días con la cara tan hinchada que casi no podía ver. En las charcas del Castro cogí alguna rana y la tuve unos días en la bañera de casa, pero, no sabiendo yo qué comían, murió pronto. Un niño no piensa, si no se lo explican, que los animales comen. De vez en cuando venían por la calle los electricistas para arreglar cables o líneas de teléfono, y solían dejar las cajas de herramientas escondidas detrás de puertas de los portales de las casas, que por entonces estaban siempre abiertas. Sabían por qué las escondían, pero rara vez nos engañaban: en cuanto veíamos a los hombres y sus manejos, buscábamos hasta encontrarlas y les hurtábamos unos pequeños plomos blancuzcos que nos gustaban mucho.
No sé de dónde venía aquella afición casi irreprimible a molestar. Le vienen a uno a la memoria sucesos inconexos e imposibles de situar con un mínimo de precisión en el tiempo, y cuyo sentido no se encuentra; y al recordarlas se percata también de cuántos sucesos más habrán quedado en un oscuro y pegajoso olvido, del que no lograrán salir ya.
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