Su última obra, El precio del trono (Planeta), es sobre el rey Juan Carlos, de quien tanto hay que contar, y de quien se contará mucho, cuando se apaguen los cantos gregorianos de la vida cortesana.
Juan Carlos estaba ahí en la transición, en el golpe del 23-F, en los gobiernos socialistas, y España, siempre difícilmente monárquica, se declaraba juancarlista.
El rey ha sido respetado durante su mandato, y se han pasado por alto sus acciones criticables, sus amistades peligrosas, sus salidas de tono –como aquella de tomar el sol como vino al mundo en la cubierta de un barco– o su actitud ante el caso Urdangarín. El rey ha sido siempre más amado que criticado, más reverenciado que discutido, y ha sabido estar a la altura de las circunstancias en más de una ocasión imposible. Se ha respetado su pasado de chico emigrado de una monarquía expulsada, de joven aspirante a la sucesión a título de rey, de príncipe casado a la espera de la corona.
El rey ha hecho un largo viaje con la democracia, frágil y quebradiza por momentos, ayudando con tiento a su sostén. Ahora, décadas después, se revisa el pasado con un cedazo y se cuenta para sorpresa de unos pocos que en la adolescencia un desgraciado accidente acabó con la vida de su hermano pequeño, el infante Alfonso. Al parecer, Don Juan Carlos y Don Alfonso estaban manipulando un revólver en Villa Giralda, Estoril, Portugal, aprovechando que Don Juan, el padre, no estaba presente. Era una pistola de capricho, un regalo de pequeño calibre. Juan Carlos tenía 17 años y estudiaba en la Academia Militar de Zaragoza; Alfonsito tenía 14.
El revólver estaba guardado y los chicos lo manipulaban sin permiso. El arma se disparó y la bala entró en la cabeza de Alfonso, matándolo en el acto. Aquellos tiempos no eran propicios a la información y la dictadura de Franco ocultó los hechos, como lo hizo también la dictadura de Salazar en Portugal. El libro de la investigadora Urbano lo cuenta como parte de sus precisiones y revelaciones. En la foto de la solapa, Urbano tiene un poco pinta de Miss Marple o de la abuelita investigadora de Se ha escrito un crimen.
A estas alturas debe de tener la memoria llena y guardar millones de datos obtenidos en su trabajo. Tal vez por eso alguno puede saltar de forma inconveniente. Preguntada por un periodista acerca del Rey, "¿Cómo era Juanito?", contesta:
Era un niño tímido, retraído, con una lengua de trapo, que chapurreaba varios idiomas, aunque no muy bien el español, zurdo, encogido de hombros, melancólico y marcado por el accidente de escopeta que le costó la vida a su hermano...
¡Pero bueno! Hasta donde yo he podido indagar, la cosa fue a pistola y en Villa Giralda, aunque la leyenda hable de una cacería y de una escopeta, las dos tan falsas como la supuesta novedad de los hechos.
La Urbano, aquí, patina con la memoria reciente, y si ha escrito en el libro que fue de otra forma, ¿por qué le cuenta al periodista la falsedad de la leyenda?
Todo esto viene a cuento de que la investigación es una cosa de cuidar el detalle. No debería escribir de muertes violentas quien no distingue un revólver de una pistola, o peor, de una escopeta, aunque bien sabe Dios que esto no va por la Urbano, a quien se admira justamente. El hecho cierto es que la falsedad se desliza y no hay nadie para corregirla. El periodista al que se lo dice lo da por bueno; y el que supervisa otorga. De modo que se publica.
Allí donde se hable de periodismo de investigación debe hablarse de información comprobada y veraz. Si el rey se vio envuelto en un accidente en el que murió su hermano, al contarlo tantos años más tarde, en caso de que a alguien se le vaya la pelota, debería haber un corrector que pusiera todas las comas en su sitio. Si de algo tan grave como una muerte no podemos conocer con certeza ni el arma, ¿por qué habríamos de fiarnos de ninguna otra aportación o afirmación? Por mi parte, tampoco me creo que Juanito, a los 17, fuera tímido, retraído y melancólico. Y menos en Villa Giralda.