Si quieren saber mi opinión, yo creo que ganará Rajoy. No me hagan mucho caso; es sólo una intuición, una corazonada de esas que a veces se le presentan a uno de forma espontánea. ¡Jesús, qué nervios!
Los varios millones de votantes del PP van a seguir con mucha atención el desarrollo de estos tres días de profunda introspección e intercambio de ideas, de los que dependerá en gran medida la orientación filosófico-política de la formación a la que entregan su confianza. Todos ansían saber de una vez si el Partido Popular es de izquierdas, de centro, reformista o Marlon Brando.
Ya sabemos, gracias a Gallardón, que lo único que no es el PP es de derechas, a diferencia de la inmensa mayoría de sus votantes, que ostentan con orgullo absurdo esa etiqueta infamante. De derechas no, dice Gallardón. Cualquier cosa menos eso. Al fin y al cabo, ser de derechas significa preocuparse más del bienestar de la propia familia que de hacer la revolución mundial, reírse de la chorrada histérica del puñetero cambio climático en lugar de entregar el diezmo a Su Goricidad, trabajar diez horas al día en vez de colocarse de liberado sindical, pagar impuestos en lugar de vivir de la subvención, tener una sexualidad ordenada –respetando el destino natural de los orificios corporales– y ver películas americanas en vez de paladear el dulce néctar del cine español.
Las personas (¿personas?) de derechas rechazan también la asignatura de Educación para el Socialismo, se pagan su plan privado de pensiones porque desconfían de la destreza gestora de Perico Solbes y, por si fuera poco, no quieren quedar en manos del doctor Montes. No sólo eso: en el colmo de la depravación, los de derechas suelen ir a Misa los domingos; pero no a una eucaristía multiculti, estilo "el cura Castro", bajo las especies del crespillo y el kalimotxo, mientras el oficiante, en vaqueros y con una camiseta del Che, explica desde el púlpito las profundas interacciones entre la doctrina marxista y el mensaje del camarada Jesucristo, sino a las que organiza la jerarquía eclesiástica para mantener al rebaño adormecido. En fin, una gentuza irrecuperable, que a los líderes populares, claro, les resulta repugnante.
El problema es que esta gente también vota, y además su papeleta vale tanto como la de cualquier luchador por un mundo más justo. Es el grave defecto de nuestra democracia, que la opinión de un padre de familia trabajador, es decir, carpetovetónico e insolidario, vale tanto como la de un perroflauta, epítome de las virtudes progresistas, gracias a las cuales Occidente es todavía un lugar decente para vivir.
El de Bulgaria, digo Rumanía, será también un cónclave recordado por la ausencia de cierto tejido adiposo que afeaba la grácil silueta ideológica del PP surgido del 9-M. Mucho le ha costado a Rajoy y los suyos, pero finalmente María San Gil, por quien, como es sabido, la masa de votantes del PP siente un profundo desprecio, no estará en Bulgaria. Sólo faltaba que tomara la palabra y trajera de nuevo al debate argumentos superados, como el que habla de la necesidad de mantener un discurso diametralmente opuesto al de los compañeros nacionalistas, especialmente los vascos, con los que el Partido Popular está, al parecer, llamado a entenderse, para que así pueda salir en la foto del nuevo régimen alumbrado por el Adolescente.