Lo primero que cabe recordar es que el Oriente Próximo no es como Europa. Ni en su forma de ser, ni en su forma de pensar, ni en su forma de hacer. Ni somos como los árabes, ni ellos son como nosotros. La única excepción sería Israel, una nación que está en el Oriente Próximo, pero que, en realidad, es parte integral de eso que hemos venido llamando Occidente. Israel es occidental por su tradición, por sus instituciones, por su libre mercado, por su psicología social, por su cultura actual y porque, de hecho, es el arranque de buena parte de lo que nosotros somos, herederos de la más pura tradición judeocristiana (...).
Una de las grandes diferencias de esa región con nuestra querida y vieja Europa es el papel que la violencia ocupa. Primero, y conviene subrayarlo porque tendemos a ignorarlo, violencia de árabes contra árabes. No importa cuál sea la raya que tracemos: suníes contra chiíes; dictadores seculares contra islamistas; árabes contra palestinos –y viceversa–; palestinos de una facción contra palestinos de otra; en fin, vecinos contra vecinos. Esto es importante, porque la izquierda suele limitar la naturaleza del conflicto, que históricamente podríamos definir de brutal, al problema israelí-palestino, como si éste hubiera sido la causa de todos los males que aquejan a la región y como si la violencia y el terror se limitaran sólo a este conflicto. Y, sin embargo, por mucho que funcione este mito, la realidad es que no explica el papel de Siria en el Líbano, la larga guerra entre Irak e Irán en los ochenta o la invasión de Kuwait por Sadam a comienzos de los noventa.
En una Europa posmoderna que está convencida de haber erradicado la guerra de su porvenir, personajes como Tucídides o Maquiavelo encontrarían enormes dificultades para explicar nuestra existencia en su forma actual. Sin embargo, sabrían cómo desenvolverse muy bien en una zona del mundo como el Oriente Próximo. Porque allí, precisamente, todo lo que ellos nos enseñaron sobre el poder y el realismo político sigue más que vigente. ¿Cómo, si no, explicar, por poner un ejemplo, que Israel destruyera con sus aviones, en septiembre de 2007, una instalación nuclear clandestina siria, prueba tanto de la mala fe como de los designios ambiciosos de Damasco, pero que al mismo tiempo atacante y atacado estuvieran listos para iniciar una ronda de conversaciones, por primera vez en treinta años, con el objetivo de alcanzar un acuerdo de paz formal? ¿Y cómo dar sentido al hecho de que cuando las dos partes estaban sentadas negociando, con la mediación de los turcos, se lanzaran a organizar maniobras militares a gran escala allí donde sus intereses inmediatos colisionan, en los Altos del Golán?
Sólo si nos quitamos las lentes que nos han hecho llevar tanto la izquierda delirante como la derecha reaccionaria en España y en Europa podremos entender la complejidad cultural y política de esa región que llamamos Oriente Medio. La izquierda nunca ha sabido qué era eso del honor, y la Europa actual es totalmente refractaria al ardor que da la fe, a las relaciones especiales que se forjan en las tribus y entre los clanes.
Este libro de Martin Sieff es un buen recordatorio de todos esos elementos de nuestra lógica posmoderna, que, impuesta por la izquierda y muchas veces asumida por la derecha, nos lleva a pensar que conocemos la realidad de la zona y que controlamos sus principales parámetros. Pero no es así. Él nos acerca, en una buena visita guiada, tanto a los principales temas como a los actores esenciales de lo que ha sido el Oriente Medio desde la disolución del califato en 1909. Y lo hace, tal y como esta serie se precia de hacerlo, desde una óptica poco convencional y nada políticamente correcta. Se trata de Israel, de los palestinos, de Arabia Saudí y el petróleo, del Irak post Sadam Hussein, del Irán de los ayatolás y sus ambiciones nucleares, y también de Al Qaeda. Pocas cosas importantes se dejan fuera. Aunque, habida cuenta de la naturaleza de este ensayo, algunas se dejan.
Con todo, lo más significativo de esta obra de Martin Sieff tal vez no sea lo que trata y cómo lo trata, con un humor y un sarcasmo que es de agradecer, sino las tesis que subyacen en todas sus páginas. (...)
¿Qué viene a decir Martin Sieff ? En pocas palabras, primero, que los males que hoy aquejan al mundo árabe no se deben a Israel, ni a Estados Unidos, ni a Occidente en general, sino a su incapacidad para generar las instituciones y la cultura política y económica, amén de la tolerancia religiosa, que le permitan aceptar incorporarse a la modernidad con todos sus avances y elementos de bienestar; y, segundo, que todos los esfuerzos por parte de los occidentales –y muy especialmente por América– de introducir en la región los elementos formales de la democracia liberal, lejos de producir algún bien, se han revelado como altamente desestabilizadores y a la postre negativos para el futuro de la zona y para nuestros intereses estratégicos.
Yo no voy a poner en cuestión la primera de sus tesis. Ha sido ampliamente respaldada por los sucesivos informes de las Naciones Unidas sobre el desarrollo humano en esa región del mundo, tan desierta para tantas cosas buenas y tan pletórica de odio y petróleo. Y no me cabe la menor duda de que, a pesar de la arraigada costumbre entre los árabes de culpar a los demás de sus propios fracasos, eso no es así. Con el sencillo cambio de enseñar a los niños –y niñas– materias más adaptadas al entorno de la globalización y no exigir, como se sigue haciendo, una obediencia ciega a una enseñanza que no permite el menor atisbo de pensamiento crítico, los países árabes podrían contar con recursos humanos preparados para dar ese salto desde la Edad Media en la que se encuentran sumidos, paradójicamente, a comienzos del siglo XXI. Pero claro, no podemos obviar que el islam establece que la verdad y el conocimiento son siempre revelados, no un producto del hombre, y que se encuentran en su totalidad en el Corán.
A veces no es necesario ir tan lejos: si los países árabes hubieran aceptado la resolución 181 de las Naciones Unidas, en la que se acordaba la partición de Palestina en dos Estados, (...) Israel y [uno] árabepalestino, el día de hoy sería muy distinto. Se hubieran evitado guerras y derrotas, la radicalización fanática de muchos de sus jóvenes y el despilfarro de energías y dineros en el mantenimiento de una tensión con el pueblo judío que bien pudieran haber invertido en llevar la prosperidad a sus gentes. Pero, como sabemos, no fue así, y muchos árabes han preferido el odio y la miseria a la paz con Israel.
Donde ya no estoy tan de acuerdo es con la segunda tesis del autor, que los esfuerzos democratizadores en la zona estén condenados al fracaso y que en su intento produzcan toda suerte de males. En este punto, Martin Sieff se revela como un conservador clásico de corte hiperrealista. Es decir, de esos que preferirían seguir viendo a un Sadam Hussein controlando Irak antes que el caos instaurado en ese país. Si Sadam era el garante de la estabilidad, se le podía perdonar que fuera también el "carnicero de Bagdad". Máxime si servía de tapón a los designios imperialistas de los ayatolás en Teherán.
No es éste el momento de repasar las causas que llevaron a la intervención de 2003 para derrocar a Sadam. Tras el 11-S se había convertido en un obstáculo para la guerra contra el terrorismo de Al Qaeda, y el progresivo fracaso del régimen de contención y aislamiento al que se veía sometido desde los primeros noventa hizo que la acción militar fuera verdaderamente inevitable. Pero Sieff es más crítico con esa acción, no tanto por las motivaciones como por sus efectos. Y aquí, hay que subrayarlo, el analista es prisionero del momento. En su honor, hay que admitirlo, esta obra se escribió durante los meses más negros del "conflicto tras el conflicto" en Irak, desde finales de 2006 a mediados de 2007. Un momento en el que la violencia campaba a sus anchas por el centro y sur de Irak y en el que todo el mundo hablaba de guerra civil, salida rápida de las tropas, reducción del caos y hegemonía chií para el país.
¿Todos? No. No todos. Al igual que ese puñado de pequeños galos en torno a Astérix, también hubo en Washington un puñado de buenos hombres, civiles y militares, en torno a un presidente, George W. Bush, empecinado en lograr una victoria en Irak. Contra viento y marea, jugándosela políticamente en las elecciones, promovieron una nueva estrategia, el Surge, en pie desde junio de 2007, que ha cambiado radicalmente el panorama en Irak. Sieff escribió demasiado pronto para poder ver con claridad sus logros y, como he dicho, prisionero del momento de pesimismo que embargaba a los conservadores americanos, eligió ridiculizar los esfuerzos de Bush y anticipar para ellos un sonoro fracaso.
Hoy sabemos que Martin Sieff, como tantísimos otros, se equivocaba; que, se tome el parámetro que se tome, la violencia en Irak ha caído drásticamente; que Al Qaeda en Irak está en las últimas; que los líderes suníes han cambiado su posición y están dispuestos a participar en el nuevo régimen, y que la guerra civil entre facciones religiosas nunca llegó a estallar. ¿Quiere decir todo esto que está garantizado el futuro democrático para Irak? Sin duda, no. Sobre todo, si el nuevo inquilino de la Casa Blanca, Barack Obama, decide retirar sus tropas de manera acelerada, tirando todo cuanto se ha conseguido alcanzar en estos últimos meses.
Pero es que hay más. Martin Sieff –y muchos otros como él, aunque casi siempre desde la izquierda– piensa que es imposible introducir la democracia por las bayonetas. Máxime en una sociedad, como la árabe, donde nunca antes ha habido de manera clara y estable algo remotamente parecido al sistema democrático liberal, tan natural para nosotros. El autor viene a mofarse, sin tapujos, de los liberales intervencionistas y de los neoconservadores. Pero su caricatura es tan superficial que pierde todo crédito.
Cierto, si se introdujeran elecciones libres y democráticas de la noche a la mañana en los países árabes, los máximos beneficiarios de las mismas serían los radicales. No es necesario ser un lince para afirmarlo. Lo sabemos, además, por la práctica en Gaza, por ejemplo, donde el pueblo de esa franja palestina votó en masa por los terroristas de Hamás. Pero es que nadie, al menos en el campo de los neoconservadores, cree que se pueda equiparar democracia a elecciones libres únicamente. Es más, muchos, como yo, pensamos que el desarrollo social e institucional debe preceder idealmente a cualquier convocatoria electoral. No hay que correr en pos de unas elecciones para avanzar en un proceso democratizador.
En cualquier caso, el dilema que se le plantea a Martin Sieff, y a quien piense como él, es que no le gusta el experimento democratizador, en el que ve numerosos peligros, pero sabe perfectamente que su propuesta de favorecer a nuestros dictadores en la zona, mientras sean capaces de poner freno a las fuerzas más oscuras del islamismo, es lo que se ha intentando hacer desde los años sesenta y setenta, y que no ha servido para mucho. De hecho, Al Qaeda y el 11-S son hijos directos de esa política antirreformista. Se intentó y ha sido un estrepitoso fracaso.
Por tanto, yo pediría al lector algo de distancia respecto al autor en este terreno. Espinoso, sin duda, pero mucho más abierto de lo que esta obra tiende a sugerir. Los cambios son posibles y no es necesaria una intervención militar o una revolución para empezar a aplicarlos. Antes he mencionado de pasada el papel de la educación, pues ahí hay mucho que se puede hacer para alimentar una cultura más abierta y tolerante.
Por último, un desacuerdo más y una ausencia que podría corregirse.
El desacuerdo tiene que ver con el trato benigno que el autor da a la Casa Saud, los dirigentes de Arabia Saudí. Lógico, por su realismo, puesto que ellos son el freno a una revolución islamista que daría todos sus pozos de petróleo a Bin Laden o a alguien peor que él todavía. Y es de recibo reconocer todo lo que han hecho para eliminar –literalmente– a sus enemigos de Al Qaeda. Pero en su suelo, no lo olvidemos tampoco.
Lo que han hecho los déspotas que rigen el destino de Arabia Saudí no es, como se deja entrever en el libro, un favor a Occidente, sino afianzar su supervivencia frente a sus peores enemigos, los radicales y extremistas del islam militante, frente al terror islamista que les tiene en el punto de mira por corruptos y herejes. Que a nosotros nos venga eso mejor que su actitud anterior de albergar a distinguidos dirigentes de la red de Bin Laden es otra cosa.
Y hay que decirlo alto y claro, Arabia Saudí sigue siendo la principal incitadora del odio a Occidente, odio que inculca a sus niños y a los de medio mundo a través de sus generosas aportaciones a escuelas coránicas, regidas por la interpretación ultrafundamentalista de sus clérigos, fieles seguidores del wahabbismo. Basta un vistazo rápido a los libros de texto con los que se enseña en sus escuelas para darse cuenta del mal con el que este país está emponzoñando a la juventud árabe e islámica. Lo que para Martin Sieff es un consuelo a corto plazo, es un verdadero suicidio a la larga.
La ausencia se refiere, en fin, a todo lo que está cambiando en la zona y que puede permitir hablar de un nuevo Oriente Medio. Hasta cierto punto –con la excepción del capítulo dedicado a Al Qaeda–, este libro se aproxima a la región como lo hubiera hecho cualquier otro autor hace tres décadas. Pero es posible que los actores estén cambiando. Por ejemplo, es más que dudoso que, salvo la excepción de Irán, la seguridad de Israel se encuentre amenazada por sus regímenes vecinos. Pero la seguridad de Israel sí está amenazada, sólo que por otras fuerzas, no estatales, de reciente aparición. Desde Hezbolá en el norte a Hamás en el sur, y la yihad islámica por todas partes. ¿Hasta qué punto bajo los Estados nacionales se están desarrollando otras fuerzas, pan-nacionales o transnacionales, tan importantes, si no más, que aquéllos? ¿Cuáles pueden ser las implicaciones para la estabilidad y la seguridad en la zona?
Decíamos antes que ninguna visita rápida puede aspirar a ser exhaustiva. Y esta obra es una excelente introducción al Oriente Medio desde una perspectiva que quiere romper con los moldes tan nefastos con los que solemos acercarnos a la región. Su problema esencial es que se nos hace corta. Hoy ya hay un problema geográfico para delimitar qué cabe y qué no cabe en la definición de Oriente Medio. No en vano en los últimos años se ha venido hablando del Gran Oriente Medio como una zona amplia que va desde Marruecos hasta Afganistán. Bin Laden plantea aún una región mayor, en su lucha por reconstituir el califato desde Al Ándalus a las Filipinas. No me cabe la menor duda de que, desde una óptica clásica, el Oriente Medio es de lo que se trata en este ensayo, básicamente el mundo árabe en torno al Golfo. Pero si tenemos en cuenta todas esas otras fuerzas que trascienden las fronteras nacionales, el Oriente Próximo se vuelve cada vez más próximo, hasta estar pegado o incluso dentro de nosotros.
Hay algo que sí que echo en falta en esta guía para ser de verdad políticamente incorrecta: abordar cómo lo que sucede en Oriente Próximo tiene una repercusión directa en las comunidades musulmanas que se han afincado entre nosotros como emigrantes. Internet ha permitido la constitución de una red virtual de radicales a quienes les separa del salto al terrorismo activo una delgada línea, y no de color rojo, precisamente.
Ahí es donde el realismo fracasa: tendremos eso que se llama homegrown terrorism, esto es, la existencia de terroristas islamistas nacidos o residentes en suelo europeo y radicalizados aquí, entre nosotros, mientras se benefician del sistema de bienestar que tanto nos cuesta, durante tanto tiempo como persistan los problemas del radicalismo en el Oriente Próximo. Y como Martin Sieff declara, esos problemas (...) no se van a resolver porque israelíes y palestinos firmen un acuerdo de paz finalmente. Porque, sencillamente, ese conflicto no es el origen de todos los otros males.
Cuando lean este apasionante ensayo se darán plenamente cuenta de ello, y de cuáles y cuántos son los problemas que hay que intentar resolver. Antes de que sea demasiado tarde y se vuelvan completamente contra nosotros. Ya nos han estallado varios en nuestras manos, y no necesitamos más explosiones. Al menos por aquí.