"Si algo tiene de científico el marxismo es su subordinación al criterio de la práctica –añadía–. Y la práctica marxista, más allá de cualquier condicionamiento especulativo, consiste en el stalinismo, insuperado e insuperable, salvo matices o intentonas frustradas, en los países del socialismo real. Insuperado en Occidente por bibliotecas enteras de lucubraciones que no anuncian revolución alguna. Considerar el stalinismo como la práctica del marxismo es sin duda una hipótesis, pero no una más, sino la única desde la que es posible ahondar. Ni la controversia chino-soviética ni los discursos jruschofianos ni los tochos occidentales han resuelto la cuestión. Ni siquiera la han planteado consecuentemente. Al contrario, la han rehuido por sistema (…) Comprendí el sinsentido de la reconstrucción de inciertos partidos proletarios auténticos. Era la crisis del marxismo el problema que había que considerar".
En otras palabras, ¿por qué la teoría marxista derivaba, cuando quería realizarse, hacia stalinismos variados, pero reconocibles? ¿Y cómo se podía construir una sociedad mejor por medio de tanto evidente crimen?
(Por cierto, que Cristina Losada me ha comentado que ella también frecuentaba el hoy desaparecido café Kühper, no sé si por las mismas fechas –debía de ser sobre el 79 o el 80–. No llegamos a conocernos entonces, desde luego).
Pese a aquella conclusión sobre el stalinismo, no le di luego demasiadas vueltas. Entre tres que quedábamos (los hermanos Luis Miguel y Francisco Úbeda y yo), sacamos en abril de 1979 una revista, Contracorriente, para fundamentar la reconstrucción del partido comunista sobre bases sólidas y examinar la crisis del marxismo, cada día más indisimulable. En ella fuimos examinando diversos problemas que nos parecían cruciales: la teoría de los Tres Mundos, base de la estrategia mundial china de entonces, derivación revisionista de la concepción de las "cuatro concepciones fundamentales" maoístas; también la doctrina de Lenin y Stalin sobre las nacionalidades, y otras, como la teoría del descenso tendencial de la tasa de ganancia capitalista según Marx.
Tirábamos la revista en un tabuco alquilado, en el interior de un mugriento patio de una casa vetusta, en el número 3 de la calle del Amparo, próxima a la plaza de Tirso de Molina. Al estrecho patio se accedía por un oscuro pasillo, y a nuestro cuarto de trabajo por unos escalones de madera. Cubrimos la puerta con carteles de árboles y paisajes, para dar la impresión de que nos dedicábamos a la ecología, y organizamos la habitación con mesillas de noche, sillas cojas y otros muebles rescatados de la basura. Utilizábamos una multicopista manual de segunda mano comprada con 25.000 pesetas que nos había facilitado Eliseo Bayo, a la sazón directivo de la revista Interviú. También nos proporcionó la basura algunas planchas de corcho normal y blanco para aislar el sonido de la máquina, poco ruidosa de todas formas, que disimulábamos asimismo con música de una pequeña radio.
Pagábamos el pequeño alquiler (5.000 pesetas mensuales o algo así) entre todos, aunque mis ingresos correspondían en realidad a los de mi abnegada y valiente compañera, P., ya ajena a todas aquellas cosas sin necesidad de disquisiciones teóricas, y que daba clases en un colegio de secundaria. Mi familia me hacía llegar a su vez algunas ayudas, y vivíamos espartanamente.
Otro habitáculo, al lado del nuestro, lo había alquilado gente del PCE (m-l), el partido que había organizado el grupo terrorista FRAP unos años antes. No recuerdo bien cómo lo descubrimos, me parece que porque una vez vi llegar a él, sin que él me viera, a mi viejo compañero de la Escuela Oficial de Periodismo Manuel Blanco Chivite, uno de los indultados en las últimas ejecuciones del franquismo, de 1975. Me parece que el PCE (m-l) estaba ya legalizado, pero posiblemente sometido a vigilancia policial, por lo que redoblamos las precauciones. Los del "m-l" dejaron el local al cabo de un tiempo y más tarde lo ocupó un grupo pro nazi.
El lugar rezumaba ese estilo entre sórdido y romántico que tanto atraía a Pío Baroja y recordaba algunas descripciones de su serie Memorias de un hombre de acción. Ahora que lo pienso, ¡quién sabe si aquellos cuchitriles no habrían albergado otros antiguos trabajos conspirativos!
Normalmente íbamos al sitio al atardecer, uno o dos días a la semana, para discutir los textos e imprimirlos, un trabajo pesado porque la máquina, harto primitiva, funcionaba bastante mal. Aunque mantuvimos el local durante dos años, a la memoria sólo me vienen los dos inviernos, con sus anocheceres fríos y a veces lluviosos. Al terminar parábamos a tomar unas cañas de cerveza en un bar gallego de la inmediata calle de la Espada, A Lareira, que aún existe, cosa rara en una zona donde los pequeños negocios han cambiado tanto. "Vamos a ver si nos dan algo de perro", decía alguno de nosotros, refiriéndose a los trocillos de jamón que nos servían de aperitivo; bromeaba, claro, el jamón estaba bueno.
Mis compañeros no estaban fichados por la policía, que a aquellas alturas tenía seguramente tareas más urgentes que darme caza como en otros tiempos. La foto mía publicada en la prensa nunca le había servido de mucho, por lo que yo me sentía bastante seguro con mi carné falso y mantenía unas precauciones simples: asegurarme de no ser seguido al salir de casa y al volver de cualquier reunión. Hacía mucha vida de bares, donde iba a leer y escribir a base de algún café o algunos vinos. También por entonces tomé afición a los viajes a pie. Pero al mismo tiempo que sacábamos la revista manteníamos una agitación endiablada, con pintadas, repartos de hojas, en las estaciones de metro que daban al Rastro y otros lugares de concentración "de masas". Rara vez tan pocos habrán realizado una agitación tan intensa y sostenida, la cual, pese a nuestra experiencia y precauciones, estuvo un día a punto de ocasionar mi detención, como he contado en el libro.
Tirábamos cosa de un centenar de ejemplares de Contracorriente y los dejábamos en varias librerías izquierdistas. Pocos se vendían: abordábamos la evidente crisis del movimiento comunista, pero, para nuestra sorpresa, tal labor no despertaba apenas atención entre la muchísima gente que hasta hacía poco había creído en Marx. Ya años antes de la caída del Muro de Berlín el marxismo hacía agua en España, aunque siempre de esa forma oscura tan característica, sin estudio ni debate. Intelectuales y no intelectuales cambiaban de convicciones llevados por las modas, sin que ello restara peligro a doctrinas y creyentes.
Organizamos unas charlas sobre estos problemas en el colegio San Juan Evangelista, de tradición progre, y asistieron dos o tres estudiantes y alguna persona algo mayor. Ya me había percatado del cambio de ambiente cuando distribuíamos propaganda en la Complutense: carteles ecologistas, anuncios de tarot, de pronósticos astrales y similares, un tono general de blandenguería y simpleza impensable en los últimos tiempos del franquismo, aún tan recientes, cuando los comunistas de un grupo u otro, siendo pocos, parecíamos dominar la universidad.
Nuestro esfuerzo terminó en abril de 1981, duró dos años justos y sacamos 19 números de la revista, y al final el grupo, grupúsculo do los haya, se disolvió: las dudas impedían seguir como hasta entonces, el trato con otros grupillos parecidos se hacía más y más decepcionante, y la pretensión reconstructora de un "auténtico" partido comunista perdía sentido.
Durante esos dos años escribí asimismo De un tiempo y de un país, y en 1982 intenté publicarlo. Lo conseguí finalmente gracias a la generosidad del editor José María Gutiérrez (Ediciones De la Torre), antiguo militante comunista. Poco antes, en octubre, yo había concertado con Rafael Cid una amplia entrevista y la publicación de un capítulo para Cambio 16, revista muy leída entonces. Cid era un periodista próximo a los círculos ácratas, que por entonces también se iban descomponiendo entre querellas internas, después de haber resurgido en la Transición con aparente impulso.
La distribución del libro la hice yo mismo, pero aun teniendo en cuenta esa limitación despertó muy poco interés. Me sorprendía de que, tras pasarse años hablando del "oscuro Grapo" tantos periodistas y políticos, casi ninguno mostrase curiosidad por aclarar el enigma a partir de un testimonio tan directo. En fin, como dije antes, la época y el ambiente cambiaban con rapidez.
Empecé a interesarme entonces por los programas de reinserción que había puesto en marcha el anterior Gobierno de UCD y mantenía el PSOE, llegado al poder en el 82.
De todas formas, gracias al libro pude hablar en 1983 con Antonio Alférez, de Diario 16, quien me admitió artículos para su periódico. Más tarde telefoneé a Luis María Ansón, que había sido subdirector de la Escuela Oficial de Periodismo (el director era Emilio Romero) cuando le organicé una huelga, creo que la primera de la historia de la Escuela, allá por 1970. Ansón, siempre generoso con los discrepantes, acogió a su vez artículos míos ocasionales, pese a que en ellos rara vez seguí la línea del ABC. Con ello ganaba algún dinero, no llegaba a las 20.000 pesetas al mes de promedio, pero algo era. Vivía aún en la ilegalidad, de hecho tolerada.
Hablé con Juan María Bandrés, célebre abogado que gestionaba la autodisolución del sector polimili de la ETA, parte del cual ingresaría en el PSOE. Me incluyó en la lista, pero el proceso se alargaba, y finalmente mi padre habló no sé si con el Defensor del Pueblo o con un juez que le aconsejó me presentase solo, y así lo hice, por intermedio de una abogada, Pilar Luna Jiménez de Parga. Y en diciembre de 1983, catorce años después de haber ingresado en el PCE, mi vida comunista y clandestina concluyó con una libertad condicional por dos años.
En la entrevista de Cambio 16 me declaraba "marxista con serias dudas", pero me he alargado un tanto y necesitaré otro artículo para concluir el asunto.
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