Nada, si lo comparamos con las protestas organizadas contra Aznar que amenizaron sus postreras apariciones. Parecía como si, en el fondo, estos jóvenes profesores o estudiantes de Filología no quisieran molestar, como si lo hicieran para cubrir el expediente, cruzando los dedos para que nadie se fijara demasiado en ellos. Y lo consiguieron.
Aquellos, que enterados por los periódicos de tales incidentes, piensen que no se les ha dado el suficiente realce no vean en ello un complot para no ensombrecer la fama de ZP, sino la simple constatación de un hecho: el de que, en efecto, esos contestatarios pasaron completamente desapercibidos, bien por ser pocos y timoratos, bien por la escasez de medios para manifestarse.
Tampoco me referí con la contundencia necesaria al rotundo fracaso de la convocatoria del premio. Y no fue fruto de la inoperancia esperable en un equipo dirigido por Carmen Calvo, pues en definitiva quienes lo hacen posible son los funcionarios de toda la vida, sino, como ya sugerí en su momento, de esa contraprogramación que hacen los catalanes en Barcelona. A ella se debe, sin duda, la ausencia masiva de escritores y editores que hasta ahora habían preferido lucir su palmito en la entrega de los premios Cervantes antes que pasearse desangeladamente por las Ramblas con una flor en la mano (ellas) y un libro (ellos), como testimonio de la inefable cursilería catalana.
A este propósito, recuerdo que hace tiempo, cuando yo frecuentaba todavía la tertulia de Ferlosio, allá por los 80, éste se subía por las paredes con los anuncios navideños de cava catalán, por esa misma cursilería mostrenca. Pero, volviendo al Día del Libro o San Jordi, hace ya un par de años que los catalanes decidieron reventar la ceremonia del Cervantes organizando una serie de actos, tan coincidentes como solemnes, en los que implicaban a esas mismas personalidades del mundo literario que formaban el núcleo principal del público invitado al Cervantes, a quienes ahora interesa mucho más complacer a los nuevos amos antes que a una Administración suicidaria y central, por añadidura.
Me atrevo a vaticinarles algo, y es que si estos siguen en el poder el año que viene –como por desgracia ocurrirá– la próxima entrega del Cervantes se celebrará en Barcelona, y hasta allí se desplazarán los Reyes y el claustro y una servidora, en comisión de servicios. ¡Si se llevan el Archivo de Salamanca, no veo por qué no se van a llevar también la Universidad de Alcalá! Y el Museo del Prado y la Biblioteca Nacional, si lo piden. Puede parecer muy descabellado, pero ya verán…
Tampoco me extendí lo suficiente en mi citada crónica sobre la estrella del día, que no fue Ferlosio, ni Rodríguez ZP, ni la Reina o el Rey, sino la ministra de Cultura, la más citada en los corrillos, entre canapé y canapé. Muchos se hacían lenguas de lo comedida que estuvo en su discurso, tan protocolario y previsible como es de rigor en estos casos, hasta que alguien destacó la inoportunidad de Calvo al hacer hincapié en El Jarama, la obra menos estimada por el propio Ferlosio, aunque sea a la que debe su reputación, pues es lectura obligatoria en los programas de enseñanza secundaria, dicho sea de paso.
Entonces se inició en el grupo donde esto se decía una especie de recuento de las meteduras de pata calvianas, que tan generosamente ha ido sembrando aquí y allá en tan sólo un año. Desde que el español está lleno de "anglicanismos", contado por un testigo directo, hasta el discurso que pronunció un día antes, en el que dijo que la Universidad de Alcalá había "cometido dos aciertos", pasando por el plato fuerte de la semana, que es la confusión del "Calvo dixit" con que finalizaba las citas que iba haciendo Van Halen en una reciente interpelación en el Senado a la atribulada señora, la cual, en su ignorancia supina, creía que ese dixit era un insulto y que el senador la estaba degradando con el nombre de un ratón de dibujos animados.