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MEMORIAS ERRÁTICAS

Cita en Argel

El 504 blanco puso rumbo al Sáhara, desde Berlín, un día de abril de 1982, y no por el camino más corto. Dos amigas alemanas querían pasar sus vacaciones en España y yo debía arreglar algunas cosas, como mi despedida del periódico, antes de internarme en África. Así que el Peugeot salió con las tres a bordo y parte del cargamento para el viaje posterior.

El 504 blanco puso rumbo al Sáhara, desde Berlín, un día de abril de 1982, y no por el camino más corto. Dos amigas alemanas querían pasar sus vacaciones en España y yo debía arreglar algunas cosas, como mi despedida del periódico, antes de internarme en África. Así que el Peugeot salió con las tres a bordo y parte del cargamento para el viaje posterior.
Un Peugeot 504. Ciertamente, no el de Cristina Losada.
Las alemanas eran conductoras resistentes, no en vano solían trabajar en el taxi, y por entonces yo tampoco me quedaba atrás en lo de hacer kilómetros. Era la primera gran prueba para el coche, y la pasó sin problemas mientras circuló por Alemania y Suiza.
 
En Barcelona ocurrió el primer percance. En un rato que dejamos aparcado el coche nos birlaron el equipaje que no habíamos metido en el maletero. Con él se fue una de las Nikon de Jan; la que me había prestado. La estancia en Alemania me había hecho perder reflejos para la picaresca nacional. Había olvidado que entraba en tierra de chorizos. Y de polis desmotivados, que decían que no había nada que hacer y dejaban claro que ellos no iban a hacerlo.
 
Entre Madrid y Vigo el motor empezó a recalentarse. En un taller vigués le revisaron los intestinos al coche, limpiaron el radiador, cambiaron este y aquel filtro y confiaron en que se corrigiera el mal. Pero no estaban seguros. Claro que había un remedio para contrarrestar el recalentamiento: poner la calefacción. Eso hacía funcionar no sé qué y refrigeraba no sé cuántos. Por si no hacía suficiente calor en el Sáhara, ¡me aconsejaban que fuera con la calefacción puesta! Los mecánicos se reían con recochineo.
 
El coche adquirió una baca especial para llevar los bidones de gasolina, diseñada para la ocasión. Traté de aprender qué era qué en el motor y cómo funcionaba. La parte más difícil, y entretenida, era diagnosticar las averías. Saber qué demonios le pasaba al coche según qué síntomas presentara. Mi padre, aficionado a los coches y las motos, me reunió una colección de herramientas.
 
Tras atravesar España de este a oeste la cruzamos de oeste a este. El rodaje del coche, pobre viejo, fue despiadado. Volvimos a Madrid, y de ahí enfilamos a Almería, donde mis amigas pensaban quedarse y yo cogería el ferry a Melilla. La cita con Jan era en Argel. La ruta que él iba a hacer con el 504 azul era más directa: de Berlín a Italia y de allí, en ferry, a la capital argelina.
 
Con aprensión me despedí de mis amigas una noche en el puerto almeriense. No las tenía todas conmigo ni respecto a la cita en Argel ni a circular en solitario hasta allí, aunque no eran muchos los kilómetros que debía recorrer por suelo marroquí y argelino. Pero las fronteras de ese tipo de países son siempre impredecibles. En Melilla compré un radiocassette. Era una de las mercancías que habíamos pensado vender en Argelia, durante el viaje, y sabía que podía dar problemas a la entrada.
 
El puesto fronterizo al que llegué estaba desierto, a no ser por los guardias. Tenía pinta de no haber pasado nadie por él en mucho tiempo. Y así debía de ser, pues los guardias, como si llevaran meses mortalmente aburridos en aquellas garitas bajo el sol, se lanzaron entusiasmados hacia mi coche y mi equipaje. Había que ejercitar la paciencia y la diplomacia para evitar que me impidieran la entrada o me quitaran alguna cosa.
 
Por cosas que no fuera. Tuve que sacar todas las que llevaba y desplegarlas para que las vieran bien. Hube de explicarles para qué servía aquello que no conocían. Pronto, el puesto parecía un mercadillo. Les atrajo en seguida el radiocassette, pero no consiguieron encontrar una buena excusa para quedárselo. La revisión fue parsimoniosa pero amable. Al cabo de varias horas decidieron dejarme pasar. Eso sí, me pidieron que llevara hasta Orán a uno de los del puesto, cuyo turno terminaba.
 
Vista del puerto de Argel.Con la demora de la frontera, era ya de noche cuando en la autopista empezaron a verse los letreros que anunciaban la salida para Argel. Tomé la salida indicada, pero tras dar unas vueltas me vi otra vez en la carretera. Volví a intentarlo, y de nuevo falló el invento. Repetidas veces traté de entrar en Argel, sin conseguirlo. Creí que no podría salir jamás de la autopista. Al fin, por no sé qué vericuetos, entré en una barriada, aparqué el coche e intenté dormir.
 
La siguiente operación era llamar a la embajada alemana, donde Jan iba a dejar recado. En una gasolinera, un empleado me facilitó una guía y llamé. Llamé una y otra vez, sin resultado. No contestaba nadie. El chico de la gasolinera se dio cuenta de mi desesperación. Le conté la historia y se ofreció a ayudarme.
 
Y fue así como acabé pasando unos días con la familia del empleado de la gasolinera. Vivían en un barrio popular, y a quienes primero conocí fue a sus hermanos. Me llevaron a la embajada, y allí descubrimos que estaba cerrada por fiesta y que los días siguientes también lo estaría. Me presentaron a sus amigos. Estaban encantados de pasearme por ahí y de hablar conmigo.
 
Cuando apareció la madre me sacó de entre los hombres y me llevó a la parte de la casa que estaba reservada a las mujeres. Era una musulmana tradicional. Los hijos, en cambio, miraban hacia Occidente Y la hija mayor también. Tan moderna era que, como me dijeron con orgullo, hasta estaba divorciada. El padre no pintaba mucho en aquel guirigay.
 
La buena señora trató de incorporarme a las tareas femeninas e hizo lo posible por enseñarme a cocinar algún plato típico, pero había dado con una mala aprendiz. Al fin, al tercer día, la embajada reabrió y dimos con Jan, que se había alojado en unas habitaciones de las que disponía para huéspedes la propia legación.
 
Jan estaba furioso. En la aduana argelina le habían practicado una expropiación. Había tenido peor suerte que yo. Conservaba, no obstante, algunas de las mercancías que esperábamos vender por el camino. Las más llamativas eran unas botellas de licores alemanes dulces con formas y colores frutales. Pensé que sólo un desesperado querría beber aquello. Nos encontraríamos a más de uno.
 
 
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