El cine español no ha sabido plantear la miseria moral y política de la extrema izquierda nacionalista vasca. O no ha querido. Dado el sesgo izquierdista de la mayor parte del entramado cultural español, sobre todo en el entorno cinematográfico, enfrentarse a resolver el enigma vasco hubiese significado preguntarse sobre la íntima relación de la izquierda con la violencia. O dicho de otro modo, ¿cómo dentro de una sociedad aparentemente culta y civilizada como la vasca puede aparecer un movimiento de una violencia tan brutal, del mismo modo que en la Alemania de mitad del siglo XX pudo eclosionar la barbarie nazi?
Por el contrario, en la última famosa película de tema etarra, Tiro en la cabeza, Jaime Rosales pretendía practicar una equidistancia entre aquellos que consideramos a los etarras unos asesinos de la peor especie y los que los ven como unos luchadores en el marco de un movimiento de liberación nacional. Como si Aristóteles hubiese defendido la existencia de un término medio entre los nazis y los judíos. Porque, en fin –parece predicar Rosales–, no hay que ser tan extremista, to er mundo e güeno, que diría el gran Manuel Summers, y "hablando se entiende la gente", que dice nuestro actual monarca (mientras Moody's no diga lo contrario). En Gara la película de Rosales fue muy aplaudida porque era una
metáfora sobre lo poco que aportan ya las agotadas discusiones y tertulias sobre el conflicto, a sabiendas de que una imagen potente vale más que mil palabras inútiles.
Discusiones y tertulias, diálogos, hablar... ¡qué perdida de tiempo para Eta, Gara y Rosales! ¿Hay una imagen más potente que un coche estallando o una cabeza reventando? Pues eso. Y es que, parafraseando a Wittgenstein, de lo que no se quiere hablar, mejor tirotear. El silencio que defiende Rosales y que le aplaude Gara no es una elección sino el síntoma de una impotencia artística y política. Y termina siendo el silencio de los cementerios.
De las más de cuarenta películas en las que Eta tenía un papel más o menos fundamental han sido las de Imanol Uribe las que de forma más interesante cinematográficamente, aunque siempre de perfil, han mostrado la idiocia terrorista. De El proceso de Burgos (1973) a Días contados (1994) pasando por La fuga de Segovia (1981) o La muerte de Mikel (1983).
Seguramente porque, partidario de una aproximación oblicua a través del cine de género, las películas de Uribe son capaces de situar a Eta ante un trasfondo de tramas turbadoramente sexuales que también se pueden leer como una metáfora de cómo, bajo esa apariencia campechana y cordial del vasco habitual, se esconde una profunda represión moral que actúa como una olla a presión y que termina por estallar en forma de coche lapa. Nunca se terminará de subrayar el papel de la Iglesia vasca en el surgimiento de Eta, así como en la justificación que un sector considerable del clero vasco ha prestado siempre al terror como paraguas moral. Y la intersección entre la voluntad genocida del marxismo-leninismo con la xenofobia del nacionalismo de Sabino Arana.
Manuel Gutierrez Aragón con Todos estamos invitados e Iñaki Arteta con Trece entre mil, con diferente suerte, sí que utilizaron el cine como testimonio de análisis lúcido, valiente y certero. Gutiérrez Aragón elegía sabiamente como escenario de la tragedia vasca uno de esos artificiales oasis vascos de convivencia: sus celebérrimas sociedades gastronómicas, en las que jamás se ha permitido que la ética de la resistencia estropease la estética de unas cocochas de bacalao (¿o las prefiere usted, estimado lector, de merluza?) al pilpil. Se quejaba Fernado Savater del poco compromiso cívico de los cocineros a la hora de defender las libertades en el País Vasco; en mala hora: todavía estará comiendo de lata.
Lo de Iñaki Arteta, sin embargo, sí que era una lección de ciudadanía. En El infierno vasco daba voz a los que habían sido despojados de ella por la fuerza de las armas o de la conjura de los necios que al humanizar a los verdugos trataban de deshumanizar a las víctimas. Antígona tuvo a Sófocles pero los Buesa, Múgica, Pagazaurtundua o Villa..., ¿quién hara suya su voz, ahora que resulta tan incómoda en aras del resultadismo de corto alcance que piensa, como Paolo Vasile de la televisión, que la reputación está en la cuenta de resultados, a despecho de cualquier consideración ética o política de altos vuelos? ¿Quién será su Pete Travis, el ejemplar director de Omagh, la película en la que se retrata la vergonzosa sumisión política británica a las exigencias terroristas del Ira cuando dejó en la intemperie moral y política a las familias víctimas de un brutal atentando terrorista? Lamentablemente, es más fácil que sumemos humillación cinematográfica a ignominia política y que algún émulo de Ken Loach y su justificación del terrorismo irlandés en El viento que agita la cebada pronto tendrá su eco entre nosotros.
De El delator de John Ford a Hunger de Steve Mcqueen, pasando por la serie televisiva 24, Munich de Spielberg, Carlos de Assayas o V de Vendetta, lo cierto es que cierto cinematógrafo sí que ha conseguido hacer luz sobre las oscuridades terroristas, con su pervertida lógica de la violencia que pretende escribir derecho con renglones torcidos y siniestros.
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