Tenemos, al parecer, una mente perfecta para ser engañada, manipulada, utilizada en nuestra contra. Eso parece desprenderse de las últimas investigaciones neurológicas y psicológicas sobre nuestra capacidad para realizar asociaciones entre acontecimientos inconexos, una habilidad que nos ha permitido sobrevivir en los pocos millones de años que llevamos como especie sobre este mundo pero que también nos juega malísimas pasadas.
Vayamos por partes. Es sabido que el ser humano es una especie de gran capacidad predictiva. A lo largo de la evolución, hemos aprendido a desarrollar atajos intelectuales que nos permiten anticiparnos a los acontecimientos y elaborar imágenes completas a partir de meros retazos. No es necesario que veamos un depredador abriendo las fauces ante nuestros ojos para saber que estamos en peligro: es suficiente con que olamos su presencia o veamos los restos de sus huellas en las cercanías. No nos hace falta escuchar la regañina de nuestra madre para saber que se ha dado cuenta de que no hemos recogido el cuarto: basta con detectar un modo extraño en la forma en que nos saluda, que presagia tormenta doméstica.
Esta habilidad forma parte de nuestro éxito como especie. Se ha transmitido de generación en generación, y sólo aquellos que la han sabido utilizar para su bien están en disposición de traspasar sus genes a la descendencia. Es un vector evolutivo.
Pero hoy en día nuestra pericia asociativa se puede volver contra nosotros. Tal como nos explicaba la semana pasada Michel Shermer (azote de las pseudociencias desde las páginas de la prestigiosa revista Scientific American), el ser humano es el mayor experto de la naturaleza en establecer asociaciones falsas entre fenómenos inconexos. Y esa es la base de la superstición.
Incapacitados como estamos para dar respuesta a todas las dudas que nos arroja el devenir cotidiano, los humanos echamos mano de nuestra rapidez asociativa en demasiadas ocasiones, incluso cuando no debemos. De ese modo, el torero que viste de amarillo por primera vez y sufre un percance pensará que la culpa de la cornada la tuvo el horrendo color que, como todo el mundo sabe, da mala suerte; el paciente de cáncer cuyos dolores se atenúan repentinamente achaca la buena noticia a bálsamo casero que le dio el día anterior una curandera del pueblo y no al buen hacer de sus médicos durante varios meses, y el lector de periódico que hoy se siente un poco más atractivo entre las compañeras de trabajo no tiene duda de que se debe a la predicción emitida desde las páginas del horóscopo.
Si tal teoría es cierta los humanos estaríamos en buena medida programados neurológicamente para la superchería, la creencia en los ovnis, la parapsicología y la astrología.
Afortunadamente, la cosa tiene vacuna. Frente al pensamiento asociativo torpe y rápido, existe otra herramienta exclusiva del ser humano que da mejores resultados: el raciocinio. En los últimos dos siglos de nuestra existencia hemos diseñado un modo de pensar distinto, cauto, parsimonioso, elegante y útil, que conocemos como método científico. Gracias a él podemos también establecer asociaciones entre fenómenos inconexos, pero de un modo más lento y seguro. Si frotamos una pieza de ámbar, ésta atraerá hacia sí un grupo de pelotillas de papel. Pero no por efecto de ningún sortilegio, sino porque se habrá cargado eléctricamente. Si el griposo consume una dosis de paracetamol, sabemos que remitirá en parte su fiebre, pero no vemos nada misterioso en ello porque conocemos los mecanismos por los que la sustancia funciona.
La ciencia no sólo permite establecer conexiones y elaborar predicciones certeras, además cuenta con dos virtudes de las que carece la superstición: conoce el mecanismo por el que se produce la asociación (no es esotérica) y puede contradecirse en cualquier momento. Si usted tiene una teoría más acertada sobre el modo de acción del paracetamol, por favor, publíquela: a los científicos les encanta que les contradigan.
En su contra, el saber científico cuenta con dos características que a los modernos habitantes del siglo XXI les parecen dos terribles "defectos": exige esfuerzo y no funciona por consenso. Llegar a una conclusión científica no es un acto democrático: las teorías no pueden negociarse, no cabe el talante en física cuántica. La naturaleza dicta sus normas y nosotros las desciframos, y una vez descifradas forman parte de un modelo que se impone a la comunidad hasta que alguien encuentre otro más acertado.
No hay puerta abierta para el trapicheo, no se puede coger un poquito de la teoría de la relatividad de Einstein y unos fragmentos de las profecías de Nostradamus para contentar a todos. Simplemente Einstein tiene razón y Nostradamus no, aunque haya más gente que crea a los brujos que a los sabios.
Esta virtud innata es, sin embargo, un obstáculo para que la ciencia se popularice en un entorno como el que nos ha tocado vivir, tan proclive al sincretismo, al relativismo, a la mixtificación. Sería muy popular que Mariano Barbacid se esforzara en curar cánceres vestido de mago Merlín, invocando algún rito de la Nueva Era y predicando la paz de las ballenas. Pero, sencillamente, es muy probable que no curara ni uno.
La ciencia sigue su lento proceso de autoconstrucción, y así debe seguir siendo. Mientras, los periódicos se llenan de horóscopos, las cadenas de televisión hacen su agosto con programas nocturnos de tarot, autores como J. J. Benítez se hinchan a vender libros sobre esoterismos varios y a nuestros hijos se les hurta el placer de ver en televisión y en horario infantil programas como el mítico Cosmos de Carl Sagan pero se les invita a que busquen extraterrestres y lean el pensamiento de sus vecinos.
Entre tanto, la educación de retoños prescinde cada vez más del esfuerzo y de la autoridad académica y favorece la trivialidad y el "todo vale". Es decir, se especializa en formar mentes cada vez menos preparadas para el método científico y más expuestas a la natural tendencia del homo sapiens a dejarse engañar por las apariencias. Eso sí, con "buen rollito".