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CRÓNICA NEGRA

Chinos en la leyenda de San Martín

En San Martin de Valdeiglesias hay un castillo misterioso en el que habitaba un gran señor. Tenía fieras domesticadas, y daba grandes fiestas. Pero nadie sabía lo que en verdad ocurría allí; hasta que el señor apareció muerto. El castillo sigue enhiesto, atrayente, creador de leyendas. Pero ahora se habla de ese lugar por otros muertos fuera del castillo. En el comedor de una vivienda unifamiliar. Chinos muertos de Taiwán.

En San Martin de Valdeiglesias hay un castillo misterioso en el que habitaba un gran señor. Tenía fieras domesticadas, y daba grandes fiestas. Pero nadie sabía lo que en verdad ocurría allí; hasta que el señor apareció muerto. El castillo sigue enhiesto, atrayente, creador de leyendas. Pero ahora se habla de ese lugar por otros muertos fuera del castillo. En el comedor de una vivienda unifamiliar. Chinos muertos de Taiwán.
San Martín de Valdeiglesias.
Eran tres, y lo que sorprende no es que estuvieran muertos, sino su coexistencia con los vivos. La familia se negaba a desprenderse de los miembros fallecidos. Era un matrimonio con cinco hijos, la mayoría menores.

Sin que todavía se sepa por qué, dos de los chicos murieron, y también el padre. La madre y el resto de la prole permanecieron durante muchos días en el salón. Mientras los muertos se ocupaban de los muertos como mandan las Coéforas, los vivos dejaban de alimentarse, de arreglarse, de salir, de relacionarse. Aislados, desnutridos, abandonados a sus propias fuerzas, parecían destinados a convertir definitivamente el salón en un camposanto.

Sin embargo, he aquí que, por una vez, los servicios sociales llegaron a tiempo. Preocupados por que los niños no asistían al colegio, se presentaron en la casa de los taiwaneses. La cosa presentaba mal aspecto. Los de dentro no querían abrir; el ambiente estaba cargado, era insalubre y fétido. Al final, una de las chicas, la mayorcita, se atrevió a abrir la puerta, y se vio claro que había que pedir una orden judicial: eran unos chinos taiwaneses atrincherados en el salón contra el mundo, como el que se subió al armario y juró no bajar hasta que el mundo se parase.

Los policías locales entraron sin miedo a que se tratase de una epidemia. Ya se veía claro que esa gente estaba enferma de aislamiento, en su idioma incomprensible, presos de sus costumbres retraídas. Del miedo y la superstición. Hay quien dice que mal aconsejados por un brujo. La gente es muy dada a fabular.

Me preguntan, en mi condición de criminólogo, si existe una explicación a esta casa de los vivos y los muertos, este corral de muerte y vida; y respondo a los periodistas que claro que no. Eso de que los vivos y los muertos estuvieran juntos en el salón es tan noticia en Taiwán como aquí. Entonces, por favor, me exigen que me explique. Les extraña que la gente muera y se quede sin enterrar, sentada y tiesa en un rincón, con el post mortem a cuestas mientras los chicos vivos dejan de ir al cole. Pues bien, todavía es pronto. Hay que esperar a las autopsias. Pero todo lo demás es fácil de comprender.

Los niños y el padre enfermaron, entraron en agonía, murieron y desmembraron la familia, dejando a la pobre mujer taiwanesa incapaz de relacionarse con su entorno. Podrían estar pasando un ciclo difícil, con privaciones y racionamiento. El padre apenas trabajaba. Tal vez enfermaron porque no se alimentaban bien, porque tenían la casa sin calefacción y llena de frío, porque sus defensas estaban bajas y a merced del invierno. O quizá por otro motivo: depresión, locura, enfermedades de la civilización. El caso es que ella no encontró otro medio que enrocarse en su desgracia; y arrastrar a sus hijos en la caída.

Se ve que solo cuando empezó perder fuerzas y a sentirse débil, tal vez desnutrida y deshidratada, la hija se atrevió a abrir la puerta a los extranjeros dueños del país que le hablan en un idioma solo a medias comprensible. Su aspecto puso en alerta a los servicios asistenciales. La policía española está acostumbrada a encontrar cadáveres frente al televisor o envueltos en una manta sobre la cama. Gente que se muere en su territorio, aterrada por la vida de ahí fuera, abandonada por sus congéneres. Esta familia china llena de tribulaciones es posible que tenga algún tipo de creencia espiritista que le haga compartir la idea de que no deben dejar solos a los muertos para que nada les separe de ellos. O incluso que cuando se ponen mal las cosas es mejor marcharse con los muertos que quedarse con los extraños vivos.

Resulta aleccionador que esto ocurra en un pueblo de la comunidad de Madrid, rodeado de increíbles leyendas, entre las que reinan el diablo, el número de la bestia y el juego interminable de una partida de ajedrez en el infierno. Taiwán era San Martín de Valdeiglesias cuando estos emigrantes chinos se vinieron y, en vez de la paz, encontraron el paro y la muerte. Cosa de la que no se puede culpar al pueblo, hijo de su historia, ni a sus habitantes.

Puede decirse que los chinos fueron de un engaño a otro. Además de estar engañados desde siempre por ellos mismos. Gente aventurera, los chinos. Muy trabajadores. Gente limpia, cumplidora, esforzada e inteligente. Pero también gente aplastada por la persecución política o la exigencia económica, incapaces de enfrentarse a una crisis aislada y agradecida.

Dicen los vecinos que para compensar los favores solían regalar galletas chinas. Digo yo que quizá hasta se las quitaban de la boca para quedar bien y hacer un regalo que habría estado mejor en sus propios estómagos. Así son los emigrantes desesperados que recorren el mundo en busca del paraíso perdido. La lección de San Martín de Valdeiglesias con los señores de su castillo cabalgando por los campos, las armas cruzadas y las fieras que comen en la mano del dueño son un ejemplo para el mundo: la alerta por el control de asistencia a clase de los más pequeños permitió atender a la familia. Tres estaban muertos, enroscados en el salón con el grito de las Coéforas, pero cuatro se han salvado. Aprenderán a relacionarse con los chicos españoles y a vivir alejados de la superstición y del olvido. Porque es posible que de ésta hayan salido bien librados.
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