Jacqueline es una chica desigual, a la que la ley de igualdad le resbala por el punto de abajo, y los mamelucos que quieren dejarla de eterna víctima se le quedan a trasmano mientras busca su propio papel de amante despechada o mujer herida, lejos de la victimología y la política de baja intensidad.
Estefanía, de origen ecuatoriano pero española de nacimiento, intentó atracar dos bancos con una pistola falsa, de plástico negro. Tiene veinte años, y cuando fue bautizada con ese nombre que rinde homenaje a la princesa de Mónaco se decidió su destino de famosa en ciernes. Es desparejada, desmadejada, desaliñada. Capaz de capturar un rehén en su primer intento de atraco. Se desgañita en el barrio de Salamanca con la pistola de fogueo y un cuchillo de cocina. "Dame 15.000 euros o te vuelo la cabeza".
Pobre palomita, amenazando al director de la entidad bancaria que cambia el pálido por el morado y lentamente se va poniendo rojo a medida que entiende que aquello no tiene solución. Una chica de veinte años con la carne dura como la piedra empuñando un arma punzante y una simulada, y el rehén no tiene otra que rendirse entregándole el móvil, el DNI y el carné de conducir. Ella le pone los grilletes y se lo lleva como un ama dura, lista para el placer.
El director comprende que la chica no es igual ni muy diferente a los atracadores que hay por allí. En O'Donnell, 37 ella le dice que entre y saque el dinero mientras le espera. Además, le dice que sabe dónde vive –lo retorcidas que son estas chicas rebeldes–, "tenemos tu carnet de identidad", añade.
La joven no tiene experiencia ni en secuestros ni en homicidios, quizá en todo caso ha aprendido a robar, pero con una chapuza de atraco. Cuando las dotaciones del 091 llegaron, había huido pero dejando pistas. Esta no es igual que una ministra, pero tiene desparpajo; a lo peor no ha aprendido a hablar, pero se hace oír. El último grito lo dio en Vicálvaro, su barrio, y se dirigió al Santander de las Alpujarras e intentó probar suerte con un bote de spray, como los que se utilizan contra los violadores. Logró un botín de un millón de las antiguas pesetas, más o menos.
La Policía Judicial la capturó días después, cuando se montaba en su vehículo.
Brazos de melocotón, nuez de piña, muslos de aloe vera, el rostro mohíno y orgulloso, la atracadora de veinte años lleva el sostén tenso como una bandera, los tacones de doce centímetros que hieren como puñales, la falda corta y la media de malla, marcando muslos de pulpa de tamarindo. Los labios como un rubí, partidos por gala en dos. Cada labio habla distinto con Christian Dior.
Dos más rebeldes fueron detenidas en Torremolinos, Málaga, por haber estafado a más de quinientos hombres en toda España. Son cosas que pasan al margen de la Violencia de Género o por encima de ella. Las traficantes de gigolós pedían un dinero de matrícula y que el farruco creído fuera vestido de noche. Se dejaron toda la pasta, corroídos por la noticia de que las chicas no iban detrás de su pequeña diferencia, entre el ombligo y el suelo, sino por su dinero, que daban en cantidades entre los 189 euros y los 600.
Las mujeres también son seres equivocados dando vueltas en la oscuridad a la bombilla de la luz. Jóvenes que no se dejan meter en el rebaño, ni iguales, ni antes, ni después.
Ellas son libres como mariposas lejos de la política montaraz.