Las dos coronas, la de Castilla y la de Aragón, habían quedado unidas por arriba, por lo que la heredera de los reinos era Juana de Trastámara. Pero su perturbado ánimo le impedía recibir la herencia, y languidecía encerrada en Tordesillas como una de esas princesas de los cuentos, abandonada por todos.
Muy lejos de allí, en Bruselas, vivía su hijo Carlos, un crío de 16 años a quien la reina apenas conocía. El niño había crecido en Holanda, y era esa lengua, el holandés, la única que manejaba con soltura. Y no demasiado, porque Carlos inauguró una tara genética que duraría varios siglos en la Monarquía española, llegando a constituir una de sus señas de identidad: el prognatismo. El príncipe no podía, literalmente, cerrar la boca, porque las mandíbulas no le encajaban. Cuando se hizo mayor se dejó barba para disimular el defecto, pero ese gen travieso del prognatismo lo legó a sus sucesores, de ahí que entre los reyes de España haya tanto belfo caído y tanta cara de tonto.
Por derecho, le correspondían los reinos de sus abuelos españoles, pero no para heredarlos de inmediato, sino para cuando su madre muriese, pues era Juana, por muy loca que estuviera, la verdadera propietaria de los mismos. Los cortesanos flamencos no estaban, sin embargo, por la labor de esperar, así que desoyeron las súplicas del regente Cisneros y proclamaron rey al chaval dos meses después de la muerte de Fernando.
Fue un golpe de estado, el primero de la España moderna. Cisneros se tragó el sapo y apremió al joven monarca a venir a España para ceñirse la corona y prestar juramento, ante las Cortes de Castilla, Aragón, Cataluña, Valencia y Navarra; aquí, de juramentos siempre hemos andado muy sobrados, aunque luego no se cumplan.
Un año y medio después, el rey desembarcó en Asturias, en la ría de Villaviciosa, tras un tormentoso viaje que había alejado a la flota del puerto de Santander, al que en un principio se dirigían los bravos marinos vizcaínos que habían ido a recogerle a Flandes. No perdió el tiempo. Fue a ver a su madre a Tordesillas, en una visita relámpago; cumplido el trámite, condujo su numeroso séquito a Valladolid, donde se habían convocado las Cortes en las que habría de jurar como rey.
Aquí comenzó a torcerse todo. Al imberbe Carlos le acompañaba una camarilla de nobles flamencos que no se habían visto en una igual en su vida. El rey, que no sabía ni palabra de castellano, sólo se podía entender con ellos, por lo que les dejó hacer a su antojo.
Eso sentó a cuerno quemado entre los castellanos. En pocos meses, los principales hombres del reino habían sido postergados por el corrillo privado del rey. Un tal Marliano de Chièvres, de inconfundibles reminiscencias francesas, se convirtió en el amo de Castilla. Tenía la cara tan dura este Chièvres que llegó a proponer a su sobrino como arzobispo de Toledo, nada anormal si no fuese porque el sobrino era un niñato de 20 años que ni siquiera sabía dónde estaba Toledo.
El maniobrero Chièvres logró que el presidente de las Cortes fuese otro de los consejeros del rey, Jean de Sauvage, y envió a Fernando, hermano de Carlos, nacido en Alcalá y criado en España, a Bruselas, para alejar la tentación de que los castellanos escogiesen como monarca a otro Habsburgo más casero. Eso fue el colmo. Muchos de los representantes pusieron el grito en el cielo, pero no sirvió de mucho. Carlos sacó 600.000 ducados a las Cortes y puso rumbo a Zaragoza.
En Aragón, más de lo mismo. La camarilla real enredó todo lo que pudo, y los aragoneses aflojaron la bolsa: 200.000 ducados del ala, los justos para que el rey prosiguiese camino a Barcelona. Los catalanes, haciendo honor a su fama de gente sensata que no se deja engatusar por farsantes como Chièvres, alargaron la cuestión del dinero durante un año. Entonces, en pleno tira y afloja en la Ciudad Condal, llegó la noticia que habría de desencadenar todo el lío. Los electores alemanes habían decidido que Carlos era digno de suceder en el trono del Imperio a su abuelo Maximiliano.
Pero la elección no era gratis: los electores eran una recua de príncipes corruptos, y hacían un pingüe negocio con la designación del Emperador. Carlos necesitaba dinero, mucho dinero; más de lo que, a regañadientes, le habían dado las Cortes en España. En Castilla, que era de lejos el reino más rico de cuantos había heredado el afortunado joven, lo vieron venir. Carlos cabalgó hasta Santiago de Compostela, y allí reunió deprisa y corriendo, en marzo de 1520, las Cortes castellanas. Asistido por los valiosos oficios del obispo Mota, obtuvo un servicio (así es como se llamaban este tipo de atracos) de 220 millones de maravedíes. Todo por el Imperio, aunque, la verdad, a los españoles de entonces ni les iba ni les venía; bueno, les venía, pero mal.
El malestar se extendió por toda Castilla. Unos frailes de Salamanca redactaron una carta en la que exponían las razones para oponerse al servicio. Pedían al rey que no viajase a Alemania y que abandonase la costumbre de dárselo todo a los extranjeros que le acompañaban noche y día. Lo decían por Chièvres, no me cabe duda. Fueron estos frailes los que acuñaron el término "Comunidad". Hicieron uso de esa palabra para amenazar veladamente al monarca: si se salía con la suya, obligación de la Comunidad era oponerse y actuar en consecuencia.
El rey, encaramelado con el Imperio, se embarcó en La Coruña y dejó a Adriano de Utrecht a cargo de sus posesiones hispánicas. La mecha de la insurrección prendió con fuerza. La primera ciudad en alzarse fue Toledo. Capitaneados por Juan de Padilla, los toledanos expulsaron al corregidor real y se declararon en rebeldía. Los ecos de la revuelta saltaron las cumbres de Guadarrama y Segovia se levantó en armas unos días después. Aquí corrió la sangre. El corregidor y dos de los representantes de la ciudad en Cortes fueron linchados por la multitud; uno de ellos murió estrangulado en plena calle. La ciudad del Acueducto daría el líder comunero más legendario: Juan Bravo.
Los excesos de Segovia inspiraron al resto de ciudades, o de Comunidades, que ya venían a ser lo mismo. En pocas semanas toda Castilla estaba incendiada: Zamora puso sus procuradores frente a un tribunal, Guadalajara expulsó a sus magistrados municipales y la muchedumbre arrasó sus casas; Burgos depuso al corregidor y se cebó con uno de los cortesanos que se había traído el rey de Bruselas, Jofré de Cotannes, un francés engreído que había llamado "marranos" a los burgaleses: fue apaleado hasta la muerte y colgado por los pies.
En apenas dos meses, Carlos había perdido por las malas casi todo lo que no supo mantener por las buenas. Informado de la rebelión castellana, ordenó a su lugarteniente Adriano de Utrecht que tomase las medidas pertinentes. Adriano pensó que lo mejor sería dar un castigo ejemplar a Segovia, para que el resto de conjurados lo pensasen dos veces antes de seguir incordiando. Ese movimiento habría que combinarlo con el control de Tordesillas, ciudad en la que vivía la reina. La lógica impulsaba a creer que lo primero que harían los comuneros sería ofrecer el trono a Juana, y así fue.
La comunidad de Toledo, comandada por Padilla, sabía que la cosa se iba a terminar de cocer en Castilla la Vieja, así que reclutó una milicia y se dirigió a Tordesillas. La única opción que le quedaba a Adriano era frenar al ejército toledano, que se había reforzado con la milicia de Madrid; sí, de la villa de Madrid, que no era, como dicen ahora algunos, una insignificante aldeúcha, sino una ciudad con voto en Cortes.
El problema es que la artillería se encontraba en Medina del Campo. Envió al general Fonseca a recogerla, pero los medinenses se negaron, lo que ocasionó que los soldados de Fonseca metiesen fuego a la ciudad. La preciada artillería, eso sí, se quedó donde estaba.
El saco de Medina extendió la rebelión por todo el valle del Duero, y sus ecos resonaron a lo largo y ancho de Castilla. A mediados del verano, los insurrectos formaron la Santa Junta de las Comunidades en Ávila, que se erigió como legítima representante de Castilla. La Junta decidió trasladarse a Tordesillas, y una delegación, compuesta por Juan de Padilla, Juan Bravo y el salmantino Francisco de Maldonado, se entrevistó con la reina. Juana, que no había dicho esta boca es mía hasta ese momento, les respondió: "Avisadme de todo y castigad a los malos, que en verdad os tengo mucha obligación". Los malos eran los flamencos, se entiende.
Eso era mucho más de lo que el regente estaba dispuesto a soportar. Adriano, que era extremadamente hábil –por algo llegó a ser Papa–, cambió su estrategia. En lugar de enfrentarse a tumba abierta con todo el reino, guerra que tenía perdida de antemano, optó por dividirlo. Se atrajo a los aristócratas y a ciertos comerciantes de la lana, y procuró arrimar a su causa alguna ciudad. Pero para esto el monarca tenía que hacer concesiones. Aceptó alguna de las demandas comuneras y nombró dos nobles castellanos para ejercer de virreyes, junto a Adriano.
Sirvió de revulsivo inmediato: Burgos, cabeza de Castilla, y la nobleza, que se había mantenido indecisa, se desvincularon de la Junta. Había sido una estratagema perfecta, digna de un cardenal.
La suerte estaba echada. Sólo era necesario reconquistar Tordesillas, para alejar a la reina de los generales comuneros, y garantizarse el apoyo de Andalucía, cuyas ciudades no habían tomado partido ni por unos ni por otros. Lo primero acaeció en diciembre: la deserción de Burgos y una pésima maniobra de las tropas comuneras, capitaneadas por Pedro de Girón, pusieron la ciudad en bandeja a los realistas; lo segundo, dos meses después: las ciudades andaluzas hicieron público su compromiso de lealtad con el rey Carlos. La cosa se iba poniendo muy fea.
Los comuneros que habían salido con vida de Tordesillas escaparon a Valladolid. La causa, sin embargo, iba perdiendo adeptos. En la ciudad del Pisuerga sólo se dieron cita los procuradores de once ciudades: Toledo, León, Salamanca, Madrid, Toro, Segovia, Cuenca, Ávila, Valladolid, Zamora y la lejana Murcia, que se había apuntado a la verbena. En el otro lado las cosas tampoco pintaban muy bien: los vencedores de Tordesillas, que eran señores feudales, no querían provocar demasiado a los comuneros, para evitar que se lanzasen como locos al saqueo de sus feudos.
Durante semanas se dedicaron a observarse y mantener lo ganado. Hasta que volvió Padilla de Toledo. El general no entendía otro lenguaje que el del combate. Rearmó moralmente a los rebeldes y tomó al asalto la imponente fortaleza de Torrelobatón.
Los nobles, por su parte, que habían eludido la lucha, contemplaron atónitos cómo los comuneros se entregaban a una orgía de destrucción de sus propiedades. El movimiento comunero se había mutado en una revuelta antiseñorial, algo bastante habitual en aquella época: revueltas que terminaban siempre como el rosario de la aurora.
Al final, y a pesar de que la guerra tenía en vilo a todo el reino, la suerte de los comuneros se iba a ventilar en el corazón de Castilla, en Villalar. Los realistas reunieron dos ejércitos, el de Burgos y el de Tordesillas, y se lanzaron contra Torrelobatón. Padilla abandonó el castillo para refugiarse en Toro, pero no le dio tiempo a llegar.
El 23 de abril los realistas les alcanzaron junto a Villalar. Fue una derrota sin contemplaciones. A las pocas horas, bajo una inclemente lluvia, el conde de Haro proclamaba la victoria sobre un campo sembrado de miles de cadáveres.
Los cabecillas que habían sobrevivido fueron apresados y ejecutados de manera sumaria, al día siguiente, en la plaza del pueblo. Juan Bravo pidió morir primero para no ver la muerte de su admirado Padilla, que, mirándole a los ojos, le contestó: "Señor Bravo, ayer era día de pelear como caballero. Hoy es día de morir como cristiano".
Muchos creen, o eso les han hecho creer, que la rebelión comunera terminó en Villalar. Nada de eso. Las ciudades del valle del Tajo, especialmente Toledo, Madrid y Alcalá de Henares, siguieron enseñando los dientes una temporada. Adriano, al ver que no sólo no se rendían sino que intensificaban la resistencia, envió un ejército para devolverles el juicio.
Madrid y Alcalá fueron tomadas en mayo, pero Toledo era otro cantar. Encaramada sobre una privilegiada fortaleza natural, valiéndose del río como impenetrable foso, la ciudad arzobispal resistió todo el verano y parte del otoño. A su frente se situó una mujer, la viuda de Padilla, María Pacheco, una de esas españolas de rompe y rasga cuya tenacidad le valió el sobrenombre de Leona de Castilla. La ciudad terminó por rendirse, Pacheco hubo de emigrar a Portugal y Castilla quedó definitivamente pacificada.
A principios de 1522, casi al tiempo en que los canónigos de la catedral de Toledo realizaban una inscripción en el claustro para dar fe del final de la guerra, Adriano de Utrecht era elevado al solio pontificio como Adriano VI. Se lo había ganado a pulso. Ese mismo verano, el rey Carlos volvía a España, belfo en ristre, convertido en el monarca más poderoso del planeta. La España imperial daba sus primeros pasos en la historia. La experiencia nos dejaría baldados.