– Yo, Pedro, confieso al Todopoderoso, a la Virgen María...
A pesar de hallarse separados por la pared del confesionario, el Padre Juan tenía una idea tan clara de su penitente como si estuviesen frente a frente. En su imaginación veía el cabello de Pedro, color bronce, corto y rizado; los ojos de un azul verdoso, bien separados; el rostro, quemado por el sol, la boca pronunciada y las mejillas abultadas, con una marcada depresión en la base. Las manos juntas de Pedro, robustas y morenas, aunque bien formadas, sostenían una lista de pecados, hecha con una caligrafía bastante pobre.
– Me acuso de haber olvidado mis rezos la noche que llegó Campeador.
– ¿Quién es Campeador, hijo?
– Mi caballo nuevo, Padre, hijo de...
– No debes olvidar a la Virgen bendita por un caballo, hijo mío.
– No, Padre.
– ¿Qué más?
– Me acuso de haberme dormido el día de San Juan durante el sermón del obispo.
– ¡Hum!.. –dijo el Padre, dominando su sonrisa.
– De haber desobedecido a mi padre al frecuentar la taberna del Rosario en las montañas.
– Mal lugar. No lo hay peor en toda la provincia de Jaén. Es una guarida de bandidos y rufianes.
– Sí, he pecado. Además besé a una chica de allí. Una bailaora.
– ¿Amorosamente?
– Sí –dijo Pedro, tragando saliva.
– ¿Y luego?
– Nada, ¡por Dios!
– No jures.
– Me arrepiento... No, no pasó nada, Padre.
– Prosigue.
– Me acuso de haber desenvainado un cuchillo mientras jugaba a los naipes.
– ¿No lo usaste?
– No, Padre.
– ¿Qué más?
– Me mofé de mi hermana Mercedes porque leía leyendas de los Santos y le dije que no tenían el valor de El Amadís de Gaula.
El sacerdote murmuró: "Condenados sean aquéllos por cuyo intermedio se infiere una ofensa. Mejor sería para ellos que una piedra le colgase del cuello".
– Sí, Padre. Estoy arrepentido. También estuve impertinente con mi madre.
– ¡Oh, hijo mío! ¿Qué más?
Cuando Pedro hubo terminado, el Padre Juan, que hacía grandes esfuerzos para no bostezar, lo absolvió, no sin fijarle una penitencia que consistió en leer cinco leyendas de Santos esa misma noche, por una parte, y en prohibirle El Amadís durante un mes.
A la mañana siguiente, 29 de junio y día consagrado a su santo patrón, San Pedro, nuestro joven se hallaba espiritualmente tan limpio como el colmillo de un sabueso y subió las callejas estrechas y empinadas junto con sus familiares para tomar la comunión en la catedral de Jaén, situada debajo del castillo.
El Padre Juan no tenía que oficiar en esa misa y desde un ala de la nave central observó la llegada de la procesión de los Vargas por el centro de la misma. Primero el paje, llevando los almohadones para el rezo; luego don Francisco, que daba el brazo a doña María, y, cerrando la marcha, Pedro con su hermana Mercedes, una jovencita de doce años.
Como padre confesor, los conocía bien a todos ellos. Era una familia honorable, un crédito para Jaén. Los siguió con una mirada afectuosa. Don Francisco era alto y erguido, delgado como cuero de fusta, la nariz encorvada, demasiado grande para su rostro, y el labio inferior proyectado hacia afuera. Aunque sesentón y ya en retiro, conservaba ese porte que le había dado reputación como uno de los caballeros más destacados de España; soldado del marqués de Cádiz en las guerras contra los moros, armado caballero por el rey Fernando en Granada, compañero de armas del Gran Capitán, Gonzalo de Córdoba, en Italia, y sobreviviente de más escaramuzas y batallas campales que nadie en la provincia. Era muy conocido de la gente de armas de Europa. Hasta un campeón de la talla del caballero francés Bayard llamábalo su amigo. La cabeza casi calva a consecuencia del casco, una rodilla dura, aplastada durante la batalla de Ravena, y casi todos sus rasgos, eran trofeos de guerra. Inclusive su esposa, doña María, podía ser considerada como tal. Florentina de nacimiento y perteneciente a la ilustre familia de los Strozzi, había contraído matrimonio con don Francisco veinte años atrás, durante un período de calma entre dos campañas. Desde entonces habíase vuelto corpulenta, maternal y cuarentona; pero su esposo la trataba con escrupulosa galantería. Caminaba a su lado como una paloma buchona muy digna al lado de un halcón.
El Padre Juan meneó la cabeza al contemplar a Mercedes de Vargas, demasiado delgada y frágil y cuya salud era la preocupación de la familia. Gustábanle los modales de Pedro para con ella, sonriente y protector, mientras recorrían el pasillo.
Pero fue el mismo Pedro, con su cabellera rojiza y su traje escarlata que se vislumbraba en la penumbra, lo que atrajo más la atención del cura. Hombre de mundo antes de tomar los hábitos, Juan Méndez no podía dejar de admirar la figura erguida, las caderas estrechas y los hombros anchos. Se percató de repente de que ya no se hallaba delante de él el chico que conociera, sino un joven en el umbral de su carrera de soldado. Las confesiones sencillas de la tarde anterior causaban extraño contraste con la impresión que daba ahora.
Dio comienzo la ceremonia religiosa, y el sacerdote se entregó a su devoción.
Arrodillado entre sus padres, el joven Pedro de Vargas trató de rezar con toda su voluntad. Sus ojos se posaron sobre el enorme crucifijo negro, de imponente aspecto, traído recientemente de Sevilla. Pero su pensamiento derivó hacia las Cruzadas. Aun quedaban infieles... en Tánger, en las Indias. Algunos amigos de su padre se habían embarcado con el Almirante, Cristóbal Colón...
Volvió a sus plegarias, pero muy pronto se halló contemplando las banderas votivas que colgaban en lo alto de la nave. Trató de reconocerlas. Allí estaba la de León, más allá la de Mendoza; ésta era la que dejara la reina Isabel cuando mantuvo su corte en Jaén. Estaba demasiado absorto mirando boquiabierto hacia arriba, cuando recibió un golpe en las costillas, dado con el puño de oro del bastón de su padre, mientras del otro lado doña María fruncía el ceño y le acercaba el libro de misa.
Subió el obispo a su sitial; los celebrantes inclináronse frente al altar, arrodillándose los ayudantes, y las volutas de incienso se elevaron del incensario.
– Kyrie eleison, kyrie eleison...
Desde ese momento, Pedro trató lo mejor que pudo de mantener su atención fija en el oficio. Otras veces pudo permitirse cierto distraimiento, pero después de haber confesado iba a recibir el santo sacramento –para su eterna pérdida, si no lo merecía– y que fortalecería su alma si era digno de él. Y ahí estaba, habiendo perdido varios precisos minutos, que deberían haber sido empleados en su preparación.
Atentamente siguió el índice de la madre a lo largo del misal, mientras acompañaba el canto del sacerdote.
En su omoplato se dejó sentir un picotazo sutil. Una pulga, con la astucia de su especie, lo atacaba en el punto más inaccesible, sin que el joven pudiese hacer nada. Un caballero no debe rascarse en público. Su única posibilidad consistía en mover los hombros, lo que parecía provocar al enemigo. Pero fue asaltado por una duda repentina. ¿Sería una pulga vulgar? ¿No se trataría del mismo Belcebú, el amo de las pulgas? ¿No sería que el Enemigo enviaba a uno de sus familiares para atacar el alma de Pedro de Vargas por intermedio de la carne? ¡Vaya, desafiaba al demonio! Y por eso no se perdió ni una palabra de la Epístola, con lo que la tentación desapareció, prueba de que había valuado bien la situación.
Algunos feligreses retrasados llegaron para ocupar su lugar entre la congregación arrodillada. Pero mantuvo sus ojos sobre el libro. Si el diablo trataba de destrozarlo esa mañana, no era cosa de dejarlo entrar. Solamente al llegar al munda cor meum, ac labia mea, se decidió Pedro a levantar la vista.
¡Por Dios! Esa moza que acababa de pasar por uno de los pasillos, ¿no sería...? Miró detenidamente. ¡Sí, en realidad! Satanás seguía rondando. Era la misma Catana Pérez, la bailaora del Rosario. ¡La moza más salvaje de las montañas! Era capaz de bailar la zarabanda de manera que hiciera hervir la sangre, de tirar el cuchillo como una morisca y de jurar como un carretero. La iglesia parecía difícilmente lugar adecuado para ella.
Observó el balanceo de sus caderas a lo largo del pasillo, y luego inclinó en seguida la cabeza, observando furtivamente a su hermana Mercedes, arrodillada al otro lado de doña María, para ver si se había percatado de su caída. Y, como de costumbre, lo había visto.
– Pedro eres, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia –entonó el sacerdote. Pedro experimentaba dificultad en creer que a él le quedara bien el nombre del inflexible apóstol.
Luego sus ojos, que de nuevo se apartaban de las páginas, se dilataron de repente. Hasta ese momento no había visto a la señorita situada a su izquierda, cerca de la columna. Desde donde se hallaba arrodillado, no le era dado ver sino la perla en forma de pera que colgaba de su oreja y la curva de su mejilla. ¡Virgen Santa! Que Luisa de Carvajal se hiciera presente en misa, el día de su santo y a hora tan temprana, era, sin duda, un acontecimiento.
Un año antes había vuelto del convento de Sevilla, porque su padre, el marqués de Carvajal, sentíase muy solo y quería que regresara a su casa después de la muerte de su esposa. Durante cierto tiempo, Pedro de Vargas la había admirado desde cierta distancia, como reclamaban su rango y su nobleza. Una vez se había encontrado con ella en el palacio del Obispo, con motivo de un acontecimiento ceremonioso, habiendo cambiado algunas palabras. Otra había pasado a su lado en las gradas de la iglesia, y ella había bajado la vista, después de sonreír.
Pero esta mañana parecía más próxima, menos prohibida. Al mirar cómo rezaba le invadió una deliciosa ternura. Parecía lleno de significado que estuviese allí el día de su santo. No podía quitarle los ojos de encima. Si antes la había mirado, ahora sabía que la adoraba.
Y en ese instante se produjo el milagro.
Para su imaginación radiante no podía llamarse de otra manera. Un rayo de sol, descendiendo de uno de los ventanales, fue a posar-se sobre su rostro, iluminándolo, para luego desaparecer, interceptado por una nube.
Contuvo el aliento. Era manifiesta la revelación de que allí se hallaba su dama entre las damas, la preferida de su corazón. Por un acto especial del cielo, le había sido revelada en el día de su santo.
– San-ta-Ma-rí-a –siseó su padre entre dientes–. ¿Quieres prestar atención al servicio divino? Parece mentira que te quedes embobado delante de cualquier pollera.
Pedro volvió a su libro, invadido de un sentimiento de injusticia. Jamás se había sentido tan religiosamente transportado. Vibraba con renovado celo. En el espíritu de su héroe, el Amadís de Gaula, se decidió a rezar:
– Bendito San Pedro, mi bienaventurado patrón. Te quedo agradecido, ya que, por tu intercesión, doña Luisa de Carvajal ha sido designada como la dama que me pertenecerá de hoy en adelante y a la que serviré y honraré como caballero cristiano. Sea todo para tu gloria y para el progreso de la caballerosidad. Y en este mismo acto juro llevar a cabo tres proezas para ella, si tienes a bien procurarme la ocasión de hacerlo. Lo juro por la bendita cruz del altar. Amén.
Eran palabras del misal, pero él las recitó sinceramente: Sanguis domini nostri Jesu Christi custodiat animan meam in vitan aeternam.
Cuando llegó el momento de aproximarse al altar tembló de emoción, y volvió a su sitio convertido en un nuevo ser. O, por lo menos, así le pareció.
– Dominus vobiscum.
– Et cum spiritu tuo.
Lo mismo que el atleta que está a punto de intervenir en una carrera, tenía Pedro un pie preparado. Al terminar el Deo gratias y no sin sentirse preocupado por su familia, se incorporó de un salto y salió apresuradamente, si bien se detuvo para esperar frente a la pila del agua bendita, situada a la entrada de la iglesia.
Luisa de Carvajal había seguido, con su dueña, por un costado de la nave, y fue de las primeras en salir. Pedro de Vargas quedose embobado de admiración al verla llegar. No era alta, pero sí bellamente proporcionada. Su pequeña persona demostraba ser una perfección hasta en los menores detalles; en el arreglo de sus cabellos y de su mantilla, en la elegancia de sus vestidos. Su porte era exquisito. La curva de sus cejas, el arco de los labios, la tez con su blancura de perla, eran perfectos. Había estudiado y recibido todos los cuidados necesarios para llegar a ser un buen modelo de corrección, tal como la gente lo espera de la hija de un noble.
Solamente sus ojos dejaban de ser completamente disciplinados, aunque en Andalucía se necesitan más de diecisiete años para ello. Eran oscuros, límpidos, inocentes y angelicales. A Pedro lo llenaban de confusión, y conservó a duras penas la suficiente presencia de espíritu para mojar los dedos en el agua bendita y presentárselos con una inclinación. Su rostro estaba como una remolacha y se sentía torpe como un chico. El saludo se le quedó en la garganta.
– Gracias, señor.
Tocó los dedos del joven e hizo la señal de la cruz. Una vez más sus ojos causaron estragos en él, que tenía el privilegio de leer en ellos lo que le gustase más. Después se alejó, dejando tras su persona una fragancia de agua de rosas. Mareado por la dicha, Pedro se quedó entusiasmado viéndola desaparecer.
– ¿No tiene usted nada para mí? –dijo una voz junto a su codo.
Se había olvidado de Catana Pérez, que ahora lo enfrentaba con el mentón alto, provocativos los ojos. Deseó que se lo tragara la tierra, sobre todo en ese momento en que su familia surgía de la nave principal de la iglesia.
Vaciló un instante. ¿Pretendería no conocerla? ¡Por Dios! No podía hacer semejante desaire a una amiga como Catana, no importa lo que la gente pensara. Necesitábase valentía, aunque él no lo calificaba así, para sonreírle bajo la mirada de la familia, devolverle el saludo y mojar los dedos en la pila de agua bendita, ofreciéndoselos después galantemente.
– Para ti hay tanto como para cualquiera otra, querida.
Le sorprendió el repentino cambio de la joven. El diablo había desaparecido de su mirada; su cara, deliciosa y atrevida, se dulcificó y sus labios se contrajeron. Bajando la vista, hizo rápidamente la señal de la cruz, después de lo cual, y ante el asombro de Pedro, lo abandonó para salir al sol esplendoroso de la plaza.
"¿Qué diablos pasa?", pensó.
– ¿Quién es esa aprovechada? –inquirió su madre en voz baja.
– Una campesina –tartamudeó. No era necesario ser demasiado explícito.
– Creo que conoces a todas las mozas de la provincia –dijo doña María, indignada–. ¡No tienes ni pizca de vergüenza! Y sobre todo, después de haber recibido el Santísimo. Por lo menos creí que podrías saludar a doña Luisa; pero no, a la vista de toda la ciudad tienes que enlodar a tu familia con una suripanta.
– No es una suripanta, mamaíta.
– ¿Qué otra cosa puede ser?
Con la cabeza bien erguida, doña María se dirigió hacia la acera, seguida de Mercedes.
Don Francisco dejó colgar su labio inferior, lo que era un mal síntoma. Pero al punto de hablar se contuvo. Que lo ahorcaran si reprimía a su hijo delante de todos los charlatanes del lugar. Él también había sido joven, ¡cómo no! Con gran alivio de Pedro contrajo el labio, se enderezó y sonrió.
– ¡Hombre, vaya una yegüita llena de vida! ¿Cómo se llama? –dijo tomando a Pedro del brazo y hablando en forma que todos lo oyeran.
– Catana Pérez, señor.
– ¿Conque Catana? –El antiguo caballero se arrastró tieso hacia la puerta y se ajustó el sombrero de terciopelo con pluma corta, reservado para asistir a la iglesia.Una oleada de afecto hacia su padre invadió a Pedro. Le habría gustado apretar el brazo nervioso que se apoyaba en él. ¡Por Dios, que era hermoso ser un Vargas!
NOTA: Éstas son las primeras páginas de la novela histórica CAPITÁN DE CASTILLA, de SAMUEL SHELLABARGER, que acaba de publicar la editorial Akrón.