Vivos o, al menos, enteros son de imposible confusión: él, con su coraza de un tono oscuro, azul casi negruzco, está armado con dos enormes (y sabrosas) pinzas, de las que ella, de tonalidades pardo-rojizas, carece; en cambio, posee dos larguísimas antenas. Y, pese a todo, se les ha confundido mucho tiempo.
Sucede que las grandes recetas para estos crustáceos suelen provenir de Francia (¿de dónde, si no?) y se refieren normalmente al homard, que es el término francés para designar al bogavante, no a la langosta, que se llama langouste.
Otro tanto ocurre con la voz inglesa lobster, que equivale a bogavante, no a langosta; pero los traductores clásicos de recetas, como la de homard à l'americaine, tradujeron langosta a la americana, y ahí nació la confusión.
La gran cocina ha sido pródiga en recetas complejas para ellos, hoy casi todas periclitadas; langosta y bogavante agradecen tratamientos más sencillos, más respetuosos con sus cualidades. La parrilla les va de maravilla.
Cocidos, pueden protagonizar excelentes ensaladas y salpicones. Hay quienes estiman que el bogavante es superior a la langosta y quienes prefieren a la dama. La textura de sus colas es, en ambos casos, gloriosa; en sabor, el bogavante es quizá más rotundo, la langosta más fina... Cuestión de gustos.
Eso sí, es un género de aguas españolas: cantábricas o galaicas para el bogavante, gallegas o mediterráneas para la langosta.
Hay dos preparaciones que se han convertido en clásicas: el arroz y la caldereta.
Lo curioso es que el protagonista normal de ese arroz, que puede ser seco o caldoso, es el bogavante: se hace arroz con bogavante, no con langosta; en cambio, las calderetas se hacen, en general, con langosta, no con bogavante. Lógicamente, nadie les impide a ustedes usar una langosta para un arroz ni un bogavante para una caldereta, pero lo habitual es lo otro.
Una caldereta es un plato popular, cuyo nombre deriva, obviamente, de caldero. Era, en origen, comida de pastores, caso de la extremeña de cordero o de los calderetes navarros, o de marineros, como la caldeirada gallega o las mediterráneas; en cambio, la caldereta asturiana de pescado y marisco tiene autor conocido, y no era, precisamente, un humilde pescador.
Las calderetas se hacían al aire libre con lo que había, con género barato.
Y la langosta, uno de los símbolos gastronómicos de la belle époque, ¿era barata? Seguramente no, pero de alguna manera sí. Pensemos en platos como el mar i muntanya ampurdanés, en origen pollo con langosta, o en el bacalao al ajoarriero con langosta de los navarros.
Platos que nacen en tiempos en los que las cámaras frigoríficas son desconocidas, y las langostas tienen una vida breve fuera del agua. ¿Por qué no alargar un guiso de pollo, animal cuya cría requería más dedicación que la pesca de la langosta, con alguna pieza que no esté ya en su mejor momento? ¿Cómo no caer en la tentación de alargar, también, un guiso de bacalao para aprovechar esas langostas...?
La langosta ennoblece todo lo que toca, desde una bouillabaisse marsellesa a la citada caldereta asturiana, pasando por la famosísima caldereta de langosta menorquina o las alicantinas de la Marina Alta, ambas basadas en una materia prima excepcional.
Si quieren intentarlo, procedan así: hechos con dos langostas de alrededor de un kilo cada una, decapítenlas. Corten las cabezas en dos, a lo largo, y la cola en rodajas, con el caparazón.
En una cazuela amplia, con aceite de oliva, doren los medallones de langosta; retírenlos cuando estén y echen en ese aceite una cebolla y dos ajos, todo muy picado. Salen. Añadan un chorrito de coñac y dejen reducir. Incorporen ahora una pizca de pimentón y dos tomates, pelados, sin semillas y cortados en daditos. Dejen que se hagan bien, de ocho a diez minutos.
Añadan las cabezas y caldo de pescado o marisco, como un litro; a los pocos minutos, incorporen los medallones de langosta y cuézanlos diez minutos. Comprueben el punto de sal, añadan seis almendras tostadas y majadas en el mortero, un poco de perejil (o cebollino, si lo prefieren) y dejen reposar unos minutos. Sírvanla en platos soperos, en cuyo fondo habrán colocado láminas de pan seco en el horno.
Cabe la posibilidad de alargar el plato incorporando, con los tomates, unas patatitas nuevas, poniendo la langosta a mitad de la cocción de las patatas. Queda muy bien; recuerden la importancia de dar a la langosta la cocción justa, no pasarse. Y ahí tienen un estupendo plato que, como todas las recetas populares de langosta, guarda un alma aristocrática en un rústico envoltorio.
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