Pero algo tenían en común: ambos despreciaban al italiano Antonioni. "Según los jóvenes críticos norteamericanos, uno de los grandes descubrimientos de nuestra época es el valor del aburrimiento como tema artístico. Si esto es cierto, entonces Antonioni merece figurar entre los pioneros de esa tendencia; con el título de padre fundador". Puede ser. Salvo por una de sus películas: Blow Up.
Corría que se las pisaba el año 1966, la nouvelle vague estaba en su apogeo y los grandes dinosaurios –como John Ford o David Lean– filmaban elegiacos y potentes cantos del cine. En esto llegó el cineasta italiano y arrasó en el Festival de Cannes con esta película asombrosa, elegante, tramposa.
En un hermosísimo Londres, gris y rojo, capital de la estética pop, Thomas es un fotógrafo de moda egocéntrico y manipulador que trata a las personas como objetos y a los objetos como personas. Sólo quiere a su cámara fotográfica (más tarde se enamorará de una hélice). Caprichoso esteta, busca la belleza a cualquier precio, ya sea en las anoréxicas modelos adolescentes que se le entregan o en los tiznados obreros con que se confunde en la noche.
Una mañana de primavera, ventosa y nublada, va a un parque a fotografiar paisajes. Descubre a una pareja, él bastante mayor que ella, que se come a besos entre los claros del bosque. Comienza a fotografiarlos hasta que los protagonistas involuntarios de la sesión se dan cuenta de que son espiados. Ella le persigue y ruega que le devuelva los negativos, pero él responde negativamente. El tira y afloja se prolongará hasta la casa de él, donde ella hará todo lo necesario para que le entregue las fotografías. Finalmente accederá, aunque previamente las revelará. Entonces verá en sucesivas ampliaciones (blow up, en inglés) que sin darse cuenta había fotografiado un presunto asesinato.
Entonces comienza la historia detectivesca, no sobre quién cometió un crimen sino sobre si se cometió un asesinato. Porque lo que le importa a Antonioni no es la vulgaridad de descubrir al asesino (él no se parecía a Agatha Christie, decía, estúpidamente satisfecho), sino la mucho más respetable cuestión epistémica sobre si podemos llegar a conocer la realidad.
La respuesta apriorística de Antonioni es que no, que nuestra teoría sobre la realidad está infradeterminada por los datos; o, por decirlo de otro modo, que nuestro conocimiento es relativo.
Para sostener este pesimismo epistemológico, tan querido para la postmodernidad anti-ilustrada que entonces empezaba a florecer y que explotaría poco después en mayo del 68, Antonioni comete dos delitos de lesa cinematografía. En primer lugar, retuerce el guión para que se amolde a sus intereses. Su tesis es que la mímesis es imposible, por lo que cuanto más ampliamos la realidad (fotográfica), más se difumina y se hace ambigua ésta, llegando a parecerse a la abstracción. Hasta aquí, de acuerdo. Pero nadie ha dicho que la aproximación a la realidad tenga que ser fácil. Así cuando Thomas vuelve (vale, aceptamos que no llame a la poli porque es un tipo contracultural y alternativo y no, como usted y yo, un burgués que no llama "maderos" a los agentes del orden público) a comprobar si efectivamente la sombra fotográfica del presunto asesinado se corresponde con un asesinado de carne y hueso... ¡no lleva la cámara! Unas cuantas fotografías, a ser posible con flash, primeros y primerísimos planos, y el misterio se habría resuelto. Pero entonces la película se habría terminado antes y habría dado lugar a menos debates en los seminarios de Semiología.
La segunda trampa conceptual tiene que ver con el final: ¿se puede jugar un partido de tenis sin pelota de tenis? La respuesta relativista de Antonioni, y con la que guía inteligente aunque torticeramente la mente del espectador, es que la realidad no es más que una construcción social, abriendo las puertas de par en par a la confusión entre el ser y el parecer. Hitchcok, un moderno vinculado a una epistemogogía realista, hacía de protagonista de La ventana indiscreta a otro fotógrafo, en esa ocasión de deportes en los que la realidad, a diferencia de la manipulada en una revista de modas, sí que es importante. Dicho de otro modo: mientras que Antonioni se desentiende del asesinado, obcecado por sus dogmas epistemológicos, Hitchcock finalmente atrapa al asesino. Por cierto, la influencia del director inglés también se aprecia en el deambular en coche del protagonista por las calles de Londres, de forma parecida a como James Stewart recorría las calles de San Francisco en Vértigo.
Hay dos tipos de directores. A los que les gustan un montón las mujeres y a los que no tanto. Godard, Hawks, Truffaut y Hitchcock parecen que hacen cine para poder hacerles el amor con la cámara a Anna Karenina, Angie Dickinson, Jeanne Moreau o Tippi Hedren. Antonioni aprovecha la película para rodar la violación más sofisticada de la historia del cine, nada que ver con las salvajadas que se les ocurrían a Sam Peckimpah o a Sergio Leone. Cámara en ristre, el fotógrafo Thomas se abalanza sobre una de las modelos que desprecia, y a las que trata como a ganado estabular, y la azota, escupe, saca el alma del cuerpo... fotográficamente.
Pero la protagonista femenina absoluta es Vanessa Redgrave. Es Antonioni el que habla por boca de su protagonista cuando le piropea su elegancia natural o le enseña a bailar música pop: "Contra el ritmo". En ese detalle reside la grandeza de Antonioni: haber sabido captar el ritmo de su época sin haber sucumbido a él, haber transitado entre cadencias ajenas sin perder nunca su propio trazo, su propia melodía. Eso es lo que hace que, mientras el movimiento mod que retrató está muerto y enterrado, Blow Up sigue estando viva, es ya un clásico, eterno.
BLOW UP (Italia-Gran Bretaña, 1966, 111 min.). Director: Michelangelo Antonioni. Guión: Michalangelo Antonioni y Tonino Guerra. Música: Herbie Hancock. Intérpretes: Vanessa Redgrave, Sarah Miles, David Hemmings. Palma de Oro (merecida) en Cannes en 1967.
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Corría que se las pisaba el año 1966, la nouvelle vague estaba en su apogeo y los grandes dinosaurios –como John Ford o David Lean– filmaban elegiacos y potentes cantos del cine. En esto llegó el cineasta italiano y arrasó en el Festival de Cannes con esta película asombrosa, elegante, tramposa.
En un hermosísimo Londres, gris y rojo, capital de la estética pop, Thomas es un fotógrafo de moda egocéntrico y manipulador que trata a las personas como objetos y a los objetos como personas. Sólo quiere a su cámara fotográfica (más tarde se enamorará de una hélice). Caprichoso esteta, busca la belleza a cualquier precio, ya sea en las anoréxicas modelos adolescentes que se le entregan o en los tiznados obreros con que se confunde en la noche.
Una mañana de primavera, ventosa y nublada, va a un parque a fotografiar paisajes. Descubre a una pareja, él bastante mayor que ella, que se come a besos entre los claros del bosque. Comienza a fotografiarlos hasta que los protagonistas involuntarios de la sesión se dan cuenta de que son espiados. Ella le persigue y ruega que le devuelva los negativos, pero él responde negativamente. El tira y afloja se prolongará hasta la casa de él, donde ella hará todo lo necesario para que le entregue las fotografías. Finalmente accederá, aunque previamente las revelará. Entonces verá en sucesivas ampliaciones (blow up, en inglés) que sin darse cuenta había fotografiado un presunto asesinato.
Entonces comienza la historia detectivesca, no sobre quién cometió un crimen sino sobre si se cometió un asesinato. Porque lo que le importa a Antonioni no es la vulgaridad de descubrir al asesino (él no se parecía a Agatha Christie, decía, estúpidamente satisfecho), sino la mucho más respetable cuestión epistémica sobre si podemos llegar a conocer la realidad.
La respuesta apriorística de Antonioni es que no, que nuestra teoría sobre la realidad está infradeterminada por los datos; o, por decirlo de otro modo, que nuestro conocimiento es relativo.
Para sostener este pesimismo epistemológico, tan querido para la postmodernidad anti-ilustrada que entonces empezaba a florecer y que explotaría poco después en mayo del 68, Antonioni comete dos delitos de lesa cinematografía. En primer lugar, retuerce el guión para que se amolde a sus intereses. Su tesis es que la mímesis es imposible, por lo que cuanto más ampliamos la realidad (fotográfica), más se difumina y se hace ambigua ésta, llegando a parecerse a la abstracción. Hasta aquí, de acuerdo. Pero nadie ha dicho que la aproximación a la realidad tenga que ser fácil. Así cuando Thomas vuelve (vale, aceptamos que no llame a la poli porque es un tipo contracultural y alternativo y no, como usted y yo, un burgués que no llama "maderos" a los agentes del orden público) a comprobar si efectivamente la sombra fotográfica del presunto asesinado se corresponde con un asesinado de carne y hueso... ¡no lleva la cámara! Unas cuantas fotografías, a ser posible con flash, primeros y primerísimos planos, y el misterio se habría resuelto. Pero entonces la película se habría terminado antes y habría dado lugar a menos debates en los seminarios de Semiología.
La segunda trampa conceptual tiene que ver con el final: ¿se puede jugar un partido de tenis sin pelota de tenis? La respuesta relativista de Antonioni, y con la que guía inteligente aunque torticeramente la mente del espectador, es que la realidad no es más que una construcción social, abriendo las puertas de par en par a la confusión entre el ser y el parecer. Hitchcok, un moderno vinculado a una epistemogogía realista, hacía de protagonista de La ventana indiscreta a otro fotógrafo, en esa ocasión de deportes en los que la realidad, a diferencia de la manipulada en una revista de modas, sí que es importante. Dicho de otro modo: mientras que Antonioni se desentiende del asesinado, obcecado por sus dogmas epistemológicos, Hitchcock finalmente atrapa al asesino. Por cierto, la influencia del director inglés también se aprecia en el deambular en coche del protagonista por las calles de Londres, de forma parecida a como James Stewart recorría las calles de San Francisco en Vértigo.
Hay dos tipos de directores. A los que les gustan un montón las mujeres y a los que no tanto. Godard, Hawks, Truffaut y Hitchcock parecen que hacen cine para poder hacerles el amor con la cámara a Anna Karenina, Angie Dickinson, Jeanne Moreau o Tippi Hedren. Antonioni aprovecha la película para rodar la violación más sofisticada de la historia del cine, nada que ver con las salvajadas que se les ocurrían a Sam Peckimpah o a Sergio Leone. Cámara en ristre, el fotógrafo Thomas se abalanza sobre una de las modelos que desprecia, y a las que trata como a ganado estabular, y la azota, escupe, saca el alma del cuerpo... fotográficamente.
Pero la protagonista femenina absoluta es Vanessa Redgrave. Es Antonioni el que habla por boca de su protagonista cuando le piropea su elegancia natural o le enseña a bailar música pop: "Contra el ritmo". En ese detalle reside la grandeza de Antonioni: haber sabido captar el ritmo de su época sin haber sucumbido a él, haber transitado entre cadencias ajenas sin perder nunca su propio trazo, su propia melodía. Eso es lo que hace que, mientras el movimiento mod que retrató está muerto y enterrado, Blow Up sigue estando viva, es ya un clásico, eterno.
BLOW UP (Italia-Gran Bretaña, 1966, 111 min.). Director: Michelangelo Antonioni. Guión: Michalangelo Antonioni y Tonino Guerra. Música: Herbie Hancock. Intérpretes: Vanessa Redgrave, Sarah Miles, David Hemmings. Palma de Oro (merecida) en Cannes en 1967.
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