La memoria histórica no debiera dejarse en manos del Estado, interesado en tapar sus propias miserias, ni es cuestión que puedan resolver los historiadores, cuyas preocupaciones deberían orientarse hacia la verdad objetiva e imparcial. Por el contrario, el arte sí que tiene la capacidad y el potencial de construir una ficción simbólica que sirva de bálsamo, delirio, reconciliación o catarsis colectiva.
Todo dependerá de la calidad de las aportaciones que los artistas, desde su subjetividad, sean capaces de crear. Mientras que en España la visión cinematográfica de la memoria está frecuentemente empañada por la vulgaridad y la mediocridad (salvo excepciones, como las obras completas pero escasas de Víctor Erice), Alemania está asistiendo a una recuperación más o menos afortunada pero siempre digna de su pasado, aún más tormentoso que el nuestro. Ahí están El hundimiento (Hirschbiegel), sobre los últimos días de Hitler, Sophie Scholl (Marc Rothemund), sobre los plomizos años nazis, o Good Bye Lenin (Wolfgang Becker), sobre la acerada época comunista, que parecía inacabable.
La vida de los otros es, en cierta forma, una respuesta al amable relato en clave de comedia de la película de Becker sobre el colapso del sistema totalitario en la República Democrática Alemana. Que las nuevas generaciones crean que la respetuosa con los derechos humanos era la RDA, en lugar de la RFA, es un índice de la necesidad pedagógica de estos filmes.
Uno de los aspirantes a hacerse con la candidatura del Partido Demócrata a la Casa Blanca, Barack Obama, se ha reunido esta semana con la plana mayor de Hollywood y les ha dicho: "El poder conlleva responsabilidad. Sois los contadores de historias de nuestra era". Donnersmarck, como antes Abel Gance, David Lean o Jean Renoir, se ha enfundado la camisa de once varas de la memoria histórica, del imaginario colectivo, para contarnos el sueño y la pesadilla de Europa. Y en su primer intento ha resistido la comparación con los más grandes.
Donnersmarck relata una historia de espionaje en nombre de "la seguridad del Estado". Un agente de la policía secreta, la Stasi, se encarga de instalar micrófonos y escuchar todo lo que sucede en casa de dos personas (un dramaturgo de prestigio y su novia, de profesión actriz) de las que en principio no cabe sospechar hostilidad alguna al régimen comunista. La lealtad del esbirro de Honecker y compañía se va resquebrajando a medida que va descubriendo las miserias morales de sus superiores, que se dedican a minar la dignidad moral del dramaturgo, la actriz y sus amigos guiados únicamente por su propio beneficio. Finalmente, el chivato acabará siendo un rebelde de los que gustaban a Albert Camus, es decir, un hombre que dice no.
La película está hábilmente construida. Se centra en 1984, con el objeto de rememorar el ambiente claustrofóbico y represivo de la distopía planteada por Orwell. Y no es un abstracto análisis de la pulsión paranoica y voyeur de la naturaleza humana, como los que hicieron Hitchcock en La ventana indiscreta y Vértigo y Coppola en La conversación. Los tonos fríos y grises de la ciudad otoñal transmiten la sensación de opresión política y depravación moral del comunismo, ese fascismo al que la Historia todavía juzga benévolamente porque lleva prendida la etiqueta intocable de "izquierda".
Las interpretaciones de Martina Gedeck, Ulrich Mühe, Sebastian Koch y Ulrich Tukur son exactas y contenidas. El guión está preñado de detalles que van dotando de sentido a una trama por otro lado excesivamente previsible y sentimental: el niño que acusa inocentemente al delator de trabajar para la Stasi (y éste se reprime en el último momento de preguntar el nombre del padre), el comisario cultural de turno al que no se le ocurre otra cosa que piropear al dramaturgo citando a Stalin y a los "poetas como ingenieros de almas"; las máquinas de vapor con que abrían en Correos la correspondencia privada, para no dejar huella; el robo en casa del dramaturgo, por parte del agente de la Stasi, de un libro de Bertolt Brecht, cuya lectura transforma al ladrón como a San Pablo la caída camino de Damasco...
En Alemania se ha criticado la película porque busca deliberada y descaradamente un consenso mixtificador. Algo de lo que el director no reniega, sino de lo que se reconoce orgulloso. Efectivamente, hay en La vida de los otros una sutil estrategia, quizás no consciente, de aminorar la culpa del sistema comunista para descargarla en el comportamiento corrupto pero puntual de unos individuos que habrían echado a perder el auténtico socialismo, al que de ninguna forma se le podría culpar del socialismo real. Algo parecido decía en una entrevista el escritor cubano Senel Paz: "Pienso que el enemigo del socialismo en Europa no fue el imperialismo, sino los propios socialistas (...) El guión del socialismo está muy bien, pero el problema es la puesta en escena".
Tanto los detractores del sistema comunista como sus defensores se emocionan ante la película y, paradójicamente, salen de la sala ideológicamente satisfechos. Los primeros han visto una denuncia en aguafuerte de las intromisiones totalitarias de los regímenes fascistas de izquierda en la vida de los ciudadanos; los segundos, los delicados grises pastel del Berlín Oriental, y pueden seguir alimentando la utopía del paraíso igualitario: la degeneración del sistema sólo es achacable a una tropa sólo pendiente de su tripa.
Detengámonos, en este punto, en la referencia emblemática a Brecht. Para los no iniciados, esta cita puede pasar de largo, pero es crucial. Brecht fue el emblema cultural del régimen comunista. Su nombre se asocia a un tipo de teatro épico, pedagógico, político hasta las cachas, con una puesta en escena de representación antiburguesa: el célebre distanciamiento.
La película de Donnersmarck es metodológicametne antibrechtiana, ya que es emocionalmente empática, pero recoge el símbolo de un Brecht que, según cuenta cierta leyenda –ignoro si hay pruebas fehacientes–, fue asesinado por la Stasi. En cambio, para Paul Johnson fue, quizás, el intelectual más repugnantemente falaz del siglo XX: rojo por fuera, podrido por dentro, un caso paradigmático de la doble moral del intelectual que encuentra en el compromiso político y social una forma de ascenso en la jerarquía cultural. Günter Grass se ha revelado como el último de los falsarios, y no será el último.
Que Donnersmarck emplee la figura de Brecht como coartada y espejo para el dramaturgo protagonista, un personaje pretendidamente angelical en lo más duro de la represión, es un índice de que la asimetría moral y política que denunciaba Martin Amis en su antiestalinista Koba el Temible, entre la extrema derecha y la extrema izquierda, sigue vigente, al menos en Europa Occidental.
Espada describe Berlín como "una ciudad inverosímil"; "y las huellas de la política son su principal atractivo turístico". Gracias al cine, a Donnersmarck y a La vida de los otros, puede uno darse un paseo por el Berlín "democrático" (acepción comunista) en la cómoda butaca de su multicine favorito.
Este fin de semana, en la ceremonia de los Óscar, La vida de los otros parece la única con posibilidades de aguarle la fiesta al Laberinto del fauno, como ya se la aguó en parte a Volver en los Premios Europeos, celebrados en Varsovia.
LA VIDA DE LOS OTROS (Alemania, 2006; 137 minutos). Dirección y guión: Florian Henckel-Donnersmarck. Intérpretes: Martina Gedeck, Ulrich Mühe, Sebastian Koch y Ulrich Tukur. Música: Gabriel Yared, Stéphane Moucha. Fotografía: Hagen Bogdanski. Calificación: Intensa (7/10).