Recuerdo que allá por el 82 los niños mayores contaban que había gente que iba a Marruecos a comprar droga, se la metía en el cuerpo y luego regresaba a España para venderla. Por el aspecto de aquellas bolitas de costo que nos enseñaban, y que los pequeños contemplábamos con una mezcla de asco y terror, no cabía duda del lugar donde habían estado antes de llegar a las manos del consumidor final.
Como tantos, yo me tomé aquello como una leyenda urbana, aunque después descubrí que era cierta. Pusieron en la televisión algunos reportajes en los que se explicaba cómo era eso de bajarse al moro y se hablaba de los peligros de la operación. Algunos terminaban en las cárceles de Marruecos, que como me contó mi madre eran terribles porque allí violaban a los hombres. Años después nos enteramos de que en Barajas habían detenido a varias colombianas haciendo lo mismo pero con cocaína, que era aún peor. Los policías ofrecían a las sospechosas un zumo de naranja o les pedían que dieran unos saltitos. La que lo hacía perdía la vida; la que no, iba directa al trullo tras la correspondiente radiografía ("Nena, ¿tú te comes las guayabas enteras o qué?").
No tengan miedo, no es una obra de terror. Resulta que Elena, una chica pija que de vez en cuando se escapa de casa para hacer rabiar a su madre, es acogida por Chusa, que comparte piso con dos hombres, uno feo en escena pero guapo en realidad (luego les cuento) y otro que no parece lo que es, o es lo que parece pero no se le nota. Lo que deben saber por ahora es que Elena es virgen, un obstáculo insuperable para el cumplimiento de la misión.
En torno al proceso de maduración de la niña se producen algunos de los gags más desternillantes de la obra, sólo superados por los numeritos de Doña Antonia (la Reina), una alcohólica aficionada a las reuniones de los neocatecumenados de Kiko Argüello –¿ven?, nada ha cambiado desde entonces–. La escena de la borrachera que agarra a base de ginebra de garrafón mientras plancha es lo mejor que he visto en mucho tiempo.
Sin embargo, las carcajadas no ocultan el fondo trágico de una historia de ganadores y perdedores, de lobos y ovejas, de delincuentes en uniforme de la Policía Nacional y ropas de diseño y de víctimas que, a pesar de los golpes, no renuncian a practicar esa caridad aparentemente mal entendida, la de quien sabe que un poco más o menos no le sacará de pobre, así que por qué negarse a ayudar incluso al que no lo necesita. No sé si el autor, José Luis Alonso de Santos, será ateo o creyente, partidario del anarco-capitalismo de los pobres o ex franciscano, pero lo borda cuando, al final de la obra, Chusa, lamiéndose las heridas provocadas por la que no será la última traición, parece preguntarse, como hacíamos nosotros en clase de Religión: "¿Haz el bien y no mires a quién?". Respondan a la salida.
Como dicen Enrique y Alain Cornejo en el programa de mano, Bajarse al moro trata del "choque entre la vida real y los sueños, palabras y teorías frente a las viejas y eternas verdades del corazón...". No puedo estar más de acuerdo.
Después de la actuación, Nacho Montes, a quien remito a todos los interesados en conocer quién fue la mejor y la peor vestida del estreno (a mí me bastó ver a Juan Carlos Naya, ídolo desde mi infancia, cuando le vi interpretando a Adán en las páginas de la revista Party, que compraba mi asistenta), me llevó a conocer a los artistas. Charo Reina, a quien vi por primera vez en Café de Chinitas, un musical de coplas con diálogos de los hermanos Álvarez Quintero, luce incluso mejor que entonces. No teman los habitantes de Cool Iberia: la señora no viste bata de cola ni se adorna con una peineta: ni falta que hacen. Por no ejercer, no ejerce ni de sevillana, que ya es decir.
Bien al contrario, Reina hizo de reluctante reina madre en el círculo animadísimo que se formó a su alrededor en un bonito local semichic de Chueca. No hace falta que les diga que el encuentro con el artista después de la función puede ser una experiencia altamente traumatizante, sobre todo si no usa desodorante, pero gracias a Dios no fue el caso. Como les adelanté, resulta que Mariano Alameda, el que hace de feo y tonto en la obra, está como un tren (no fue al garito, pero le espié mientras salía del teatro). Cristina Urgel, la pija, es, como todas las grandes cómicas, un tanto tímida; prefiere dedicarse a las confidencias con el maquillador, auténtico rey del glam para el que los 70 aún no han terminado. También estaba Diego Pizarro, uno de los drogadictos: rubio, bajito y simpático, qué más quieren. Creo que se me notó un poco, porque a la tercera pregunta, y sin que viniera a cuento, me contó que tenía una niña. A buen entendedor... Así que decidí ceñirme a lo estrictamente profesional.
Diego debutó en aquel mítico montaje de Luces de Bohemia en el María Guerrero de antes de los tiempos de Aznar. Como en esos años vi tantas cosas del maestro (Las Comedias bárbaras, con Toni Cantó en el papel de su vida, Martes de Carnaval, El Hechizado, El retablo...), el chico me pareció aún más interesante. Este invierno, él, Fele Delgado y otros estarán de gira por toda España representando el esperpento Los cuernos de Don Friolera. Digan que van de mi parte.
Carlos Ochando, representante de Charo Reina y a punto de contraer matrimonio con una beldad de la Madre Rusia, me prometió compartir algunas historias del underground madrileño de los noventa, como por ejemplo la leyenda de las Panteras Rosas, un grupo anarquista gay de acción directa que realizó algunos atentados en el metro de Madrid a base de jabón Maja de Myrurgia, un producto que conocí en los EEUU, donde siempre ha sido muy apreciado. También estaban Rocío y Miguel, los acomodadores, y Javier Huarte, responsable de la magnífica iluminación de la obra y hombre muy sexy y elegante (otra vez será). Más tarde coincidimos con José Manuel Parada, que junto a Rupert, Luis Alberto de Cuenca, Massiel (pantalones de lamé morados con elástico, blusa estampada a la seda natural... no comments) y una Silvia Tortosa absolutamente rutilante –de ciencia ficción– fueron las estrellas del estreno.
Parada me contó que desde que TVE decidiera poner Cine de Barrio en los distintos horarios de prime-time del globo terráqueo no ha podido disfrutar de unas vacaciones tranquilas. Donde quiera que va, allí se encuentra con alguien que le conoce. Doy fe de ello.
A pesar de las habladurías, Parada es una auténtica estrella internacional. Recuerdo que allá por el 2000 resultaba imposible salir a la calle en Buenos Aires sin que te dijeran eso de: "Hablás como Parada". Años antes había sido: "Mirá, si es como el del Juego de la Oca". Pero como soy desconfiando, decidí comprobar la popularidad del divo con mis propios ojos, en un cruce de la Gran Vía a las cuatro de la mañana. Al pasar por delante de un grupo de mexicanos le dije: "Parada, creo que esa gente quiere saludarte". Cinco minutos y 10 fotos después, alguien del grupo decidió arrebatar a José Manuel de los brazos de sus fans, porque aquello amenazaba transformarse en una manifestación improvisada. Constatado: Parada es una super-star pese a quien pese. Mariano, ya sabes lo que tienes que hacer cuando llegues a La Moncloa.
El resto de la noche lo guardo para mis memorias. Dicen que la madurez llega cuando uno comienza a releer los libros de la adolescencia. Ni Vargas Llosas, que tiene 73, ni yo, que podría ser su nieto, hemos vuelto a Dumas y Julio Verne, a pesar de que los conservamos en nuestros anaqueles. Tal vez haya llegado el momento de recordara a pesar de la bisoñez. Después de todo, siempre fui un niño muy precoz.
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