Ida y vuelta, unos 2.400 kilómetros. ¿Vale la pena cruzar la península en plan Blitzkrieg para visitar un restaurante? Si París bien vale una misa, les aseguro que San Sebastián vale una cena, porque es posiblemente la ciudad del mundo con más talento gastronómico por kilómetro cuadrado. Y no sólo porque está iluminada por las estrelllas Michelín, también porque es algo que se vive desde la lonja del puerto hasta los bares más tradicionales o vanguardistas (no se pierdan los pinchos postmodernos de A Fuego Negro), pasando por una repostería que te hace estar orgulloso de ser (no estar) gordo. Por lo que a mí respecta, más amigo de lo profano que de lo religioso, es más fácil encontrarme entre fogones que entre confesionarios. Y Arzak es un templo gastronómico para todos aquellos que consideran que Dioniso es su Dios y Epicuro su profeta.
Cada año hay una pequeña revuelta entre los críticos gastronómicos patrios cuando se publica la Guía Michelín, porque presuntamente los franceses nos tienen casi tanta manía como los argentinos y expropian a nuestros restaurantes unas estrellas que merecidísimamente nos tendrían que dar si no fueran tan chauvinistas. No estoy tan seguro de que haya una campaña organizada contra España, sino que más bien creo que aún no se entiende que el galardón máximo de la Guía Michelín recompensa una experiencia gastronómica completa, en la que se tiene en consideración desde el momento en que entras por la puerta del establecimiento, hambriento, y te vas del mismo con el estómago lleno, la cartera vacía y una sensación de plenitud sensorial, que abarca desde las simas biológicas de las tripas hasta las alturas conceptuales del córtex prefrontal, pasando por el cosquilleo de la empatía de las sonrisas de la complicidad con tu pareja, el resto de comensales y los seis mil millones de habitantes del planeta. Es decir, que te sientes feliz.
No es por casualidad que la casa Arzak haya mantenido durante lustros sus tres estrellas, contra el desgaste del tiempo, la modorra de la rutina, el desafío de la competencia y las envidias cainitas. La noche, ya inolvidable, ya inmortal, en la que me presenté en el restaurante no estaba el Gran Patriarca de la cocina vasca y española, sino que ejercía de anfitriona su hija Elena. Tenía los apuntes que tomé después, ya que había pensado escribir sobre dicha cena, apartados por otros compromisos de escritura, pero me ha puesto las pilas el recientísimo galardón que ha ganado la Arzak: mejor cocinera del mundo. De este modo, las estrellas Michelín y un lugar en el top ten de los mejores restaurantes del mundo se encuentran garantizados.
La cocina contemporánea, ya saben, se caracteriza por pequeñas porciones, nombres largos y numerosos platos. Por ejemplo, empezamos con "Puding de kabrarroka con kataifi", "Humo de jamón con tomate", "Maíz, morcilla e higos", "Arroz amarillo crujiente con hongos" y "Nube con pimiento". No intentaré describírselos. ¿Cómo le explicaría usted el color rojo a un ciego? Del mismo modo que no hay mayor pena que ser ciego en Granada, en Arzak no sólo se tiene que tener el paladar limpio, sino que hay que tener la mente abierta y el corazón salvaje. Cobardes y perezosos, abstenerse.
Sigamos: "Cromlech y cebolla con té y café", "Menhir de ostras", "Bolas de fufú y pescado del momento", "Bogavante coralino", "Ensalada de tapioca y cítricos", "Huevo marino de roca". Es muy importante, además de ser decisivo para esa experiencia total a la que me refería antes y que es donde un restaurante con aspiraciones a tres estrellas se la juega, como un hombre en las distancias cortas que decía el anucio de Brummel; es muy importante, decía, que el servicio de sala sea profesional al tiempo que cercano, en un delicado equilbrio entre la campechanía de hacerte sentir como en casa de cómodo sin que en ningún momento se pierda el sentido de la distancia propia de la cortesía. En ese aspecto el equipo de Arzak se merece un sobresaliente rotundo. El sumiller, por ejemplo, nos recomendó con precisión para estos entrantes un vino de Quintaluna, al que luego siguieron sendas copas de Arzak 2004 y Moscatel M. R.
El tercer movimiento, veloce intenso, estaba compuesto de "Uchuvas, espelta y rape", "Tocino y physalis", "Lenguado de mar y montaña", "Pan de vino con verduras", "Foie en salsa verde" y "Paloma torcaz". En la mesa de al lado un par de ejecutivos varones con pinta de trabajar en la City londinense ya habían perdido cualquier atisbo de timidez y se entrelazaban los dedos amorosamente. Al fondo, unos rusos departían ruidosamente, celebrando con risas cada nuevo plato. Estaban a punto, pensé, de comenzar a arrojar los platos por encima del hombro siguiendo la tradición de su país. Un poco más allá otra pareja, un tipo mayor y bien trajeado con una chica que debía de ser su hija o una escort, comían en silencio, como si estuviesen en el refectorio de un monasterio cisterciense. Entonces fue cuando Elena Arzak se presentó y amablemente comentó con todos los comensales la cena y se interesó por cómo lo estaban pasando. Es una mujer que irradia profesionalidad, inteligencia y esa alegría que da el dedicarse en cuerpo y alma a algo que además te gusta, y hace que tu máximo interés y beneficio se combine con algo que te apasiona. La vida y el arte, fusionados. Además, sin pedantería ni artificiosidad sino con esa naturalidad innata que tienen los grandes maestros. En un tiempo en el que los artistas ya no saben trabajar con sus propias manos, porque tienen obreros que realizan sus conceptos, es un privilegio que alguien como Elena Arzak te enseñe las cocinas, ya limpias pero aún calientes, donde se han preparado los platos que antes has devorado con la voracidad no exenta de sutileza de un Hannibal Lecter cenándose a su peor enemigo, otro psiquiatra o un agente del FBI. Porque percibes lo que quería decir aquella otra gran cocinera que fue Santa Teresa de Jesús cuando afirmó que Dios estaba en los fogones: que el trabajo bien hecho, la atención a los detalles y la creatividad es lo que nos hace ser a imagen y semejanza de la divinidad. aya, había dicho que prefería lo profano y finalmente me estoy poniendo místico.
Hablando de mística, los postres: "Jugando a las canicas de chocolate", "Sopa y chocolate entre viñedos", "Hidromiel y fractal fluido", "Piedra de pistacho y remolacha", "Helados". Uno de los mitos que circulan entre los escépticos de la cocina creativa es que te quedas con hambre, del mismo modo que en el cine los palomiteros desconfían de las películas de autor porque creen que todas son aburridas. Comer en Arzak es como ver una película de Renoir o Max Ophuls, en la que la elegancia se combina con la sofisticación de una forma invisible y tan natural que incluso parece fácil, aunque, como te explica la propia Elena sobre cómo han conseguido el efecto fractal en uno de los postres, tras tanta contundencia e imaginación se adivina un ímprobo trabajo intelectual y artesanal.
Del mismo modo que mientras escribo las críticas de cine o literarias estoy repasando las películas y los libros en cuestión, en esta ocasión he sacado el menú de entonces y la botella de etiqueta Arzak que hace las veces de vino de la casa, y me han venido a la cabeza aquella cena –sabores, olores, colores– para la que si tuviera que elegir un título usaría el de una película de Ang Lee: Comer, beber, amar.
Restaurante Arzak (Avenida Alcalde Elósegui, 273, Donostia-San Sebastián). Menú de degustación: 170 euros.