Comentarios que me reservaba al principio de nuestra correspondencia para mis adentros, que es como decir para el archivo personal de agravios, decepciones múltiples, recuerdos desagradables a más no poder y arrepentimientos diversos de los que se compone la memoria a mis cuarenta y pocos, el cual es más que nada un estado de ánimo resultante de esa digamos que agitada mocedad que compartí, si bien hasta cierto punto, maticemos, con mi primo del alma.
Del alma, sí, no me conviene olvidar que hubo una época en que ese hoy más que presunto delincuente, acaso todavía reclamado por la justicia de mi país, del mío por lo menos, éramos lo que se dice uña y carne (...) Claro que lo de que en un tiempo fuimos (...) uña y carne ya lo tenía olvidado, mucho antes de lo que tú aduces en tus cartas, esas cartas en las que fuiste levantando acta de todo tu periplo americano, no más que un recurso para apelar, así como el que no quiere la cosa, a un vínculo que puede ir más allá de esa cosa tan manida, tan horrible, tan de drama shakespeareano o de apartado de sucesos del periódico, que dicen de la sangre. Al fin de cuentas llevas haciendo lo mismo toda la vida, aprovecharte de los demás para tus propios intereses, en eso no te diferencias demasiado del tipo de gente que decías combatir, el poder con mayúscula, el Estado Español para no andarnos por las ramas, ni fuerzas represivas ni democracia pactista ni nada que se le parezca, el gran capital, así, a lo bestia. Lo tuyo siempre fue un izquierdismo de tremendidades varias que derivó en lo que derivó, y más que nada, por un problema de ambiente, vamos a dar por bueno lo de que el entorno imprime carácter, y también distorsiona el coco, así de claro, de simple, sobre todo porque me conviene que así lo sea para no entrar en honduras que me obligarían a replantearme el sentido del viaje que emprendí hace ya nueve horas.
Te aprovechaste de mí, y mucho, ahí me duele, sobre todo cuando necesitabas de lo que no me importa denominar pusilanimidad, mi pusilanimidad, política para ser exactos, con el fin de epatar al personal con una vehemencia que pasaba, no sólo por revolucionaria, sino también por consecuente, de tipo que sabe lo que dice y no se sale de su propio guión (...) Te aprovechabas de lo que en mí era un continuo titubeo, un jamás acabar de verlo todo claro, no al menos tanto como lo veías tú y los tuyos, para mostrarse como el individuo animoso y carente de dudas, de esas vergüenzas que él calificaba, muy alegremente porque el nivel no daba para más, de lastres de un discernimiento pequeño-burgués, de una manera de ver la vida al son que marcaban los poderosos, el establishment que dicen los enterados al uso y al que entre nosotros siempre nos hemos referido como los poderes fácticos a batir y otras grandilocuencias del manual del perfecto revolucionario. Entonces pensaba que lo hacías porque no encontrabas otra manera de llamar la atención de las chicas de la cuadrilla si no era poniéndome como contraste de todo aquello que querías aparentar. Más tarde pude comprobar que no sólo era eso, que la cosa trascendía con creces la mera afectación, que el uso que hacías de nuestra disparidad de criterios y caracteres era un medio como cualquier otro para anotarte tantos a los ojos de los que estaban llamados a formar parte de tu tribu.
De modo que cuando tu madre me hizo llegar una carta tuya (...) Lo primero que pensé, nada más posar mi vista sobre las primeras líneas y comprobar que, en efecto, era tu letra, fue que te habías tomado la molestia de escribirla a mano para que yo la recociera como tuya dado que era la misma con la que años atrás intentaste explicarme las razones que te habían llevado a tomar las armas, como decías tú, tan original para otras cosas menos para todo lo que tenía que ver con tu causa y la periferia de dogmas y sigilos por la que te movías. Aquello ocurrió a los tres años de tu huida, del cambio radical que habían dado nuestras vidas. Algo tenía que haberte comentado tu madre sobre mi matrimonio y mi dedicación, tan poco vocacional, pero ya ves, a partir de los treinta la praxis sobre todas las cosas, a la abogacía, y de ahí substancialmente, porque me costaba encontrar otro, el motivo de la carta. El caradura que siempre habías sido todavía pretendía sacar provecho del pusilánime de su primo. No era para menos, qué otra cosa debía pensar cuando habían pasado cinco años, cinco años, se dice pronto, sin recibir noticias suyas, al menos no de su puño y letra como ahora, sino más bien de los silencios de mi tía, que no de las contadas ocasiones en las que la pobre mujer bajaba la guardia y dejaba escapar alguna información sobre el ausente, el innombrable las más de las veces, nadie se había atrevido nunca a preguntarle a la cara sobre el paradero del hijo pródigo, a ver en qué berenjenales andaba metido el tarambana de Diego al otro lado del charco, a miles de kilómetros de los suyos, de la brega diaria para cambiar una sociedad que no le gustaba, de lo que para la mayoría de los que te conocieron era un porvenir con corbata en algún despacho oficial o desde la tarima de un encerado desde el que intentar adoctrinar en vano a las nuevas y todavía más aborregadas generaciones.
Sin embargo, ahí estabas tú de tinta presente, pidiéndome por escrito un último favor, a mí, precisamente a mí, decías que era tu último recurso, la única persona en la que podías confiar, tan mal estaban las cosas, tan al límite de todo, a punto de cometer una locura si no te echaba una mano con lo tuyo. Así de claro, de descarado, de abusivo, como haciéndome, a la postre, responsable de lo que te pudiera pasar, yo que llevaba cinco años, cinco años, se dice pronto, para muchos un suspiro, para nosotros que estuvimos tan unidos, que pese a todo nos queríamos tanto, como en el bolero, un amago de eternidad, (...) sin saber nada de ti (...) Tu vida había tomado otros derroteros, los de la acción, que decían los que hasta hace muy poco te justificaban, los que aún sin haberte conocido de cerca empezaban a hacer un héroe de ti, más que nada por inercia, porque estaban programados para eso, para hacer héroes de la nada, de charlatanes de barra, de los más voceras de la manada, de simples delincuentes y hasta de algún que otro pirado que pasaba por allí. O quizás no tanto, porque a ésos, a los tuyos, ni siquiera se les puede entender que lo hicieran por necesidad, que sus circunstancias personales y las neuronas no les dieran para más, por mucho que digan que la patria, oh, la patria, maldita patria en miniatura, así se lo exigía. Por los iluminados no siento simpatía alguna, sino un enorme fastidio más bien, cuando no un odio del que procuro abstenerme cuando se me presenta la ocasión de manifestarlo en toda su crudeza, porque si no lo hiciera así sé que acabaría poniéndome a la misma altura de sus destinatarios. Y sin embargo me fue imposible substraerme a la llamada de socorro que rebosaba aquella carta muy por encima de las excusas de rigor, un mea culpa más que interesada y las apelaciones, ay de las apelaciones con vínculos sanguíneos de por medio, a una amistad que, recalcabas, iba más allá del parentesco.
– Porque en algún momento de la vida tomamos caminos opuestos y sólo ahora me doy cuenta de que uno de los dos se equivocó de lleno.
Por supuesto, no lo dudes, sólo que entonces decías, más bien me reprochabas según tu costumbre de portador de la única verdad revelada, que el que se equivocaba era yo, porque fui el primero en apresurarse a darle un giro a su vida, el primero en alejarme del Amildegi y su entorno, que te había confesado que no quería saber más de la política, aunque en mi caso supusiera una disidencia de matices estratégicos y los, así llamados con todo el desdén del que sólo los fanáticos sois capaces, melindres éticos a los planteamientos de los tuyos, a vuestra política del no de entrada a todo, de un apego desmedido por querer cortar las cosas de raíz, por buscar el medio más simple y despiadado de imponer vuestro maximalismo de aldea.
Todavía por aquella época seguía declarándome abertzale, si bien que con evidentes problemas de sordera, esto es, de la tribu pero con reservas, eso que tildabas de cobardía, inocencia intelectual y por el estilo. Porque había decidido dedicarme de lleno a mi carrera profesional, a pesar de que ello supusiera cambiar de residencia, irme a vivir a Madrid antes de volver a casa para abrir mi propio bufete, ése había sido mi sueño, oh, sacrilegio, pequeño burgués, o quizás precisamente por eso, porque ardía en deseos de alejarme de aquel mundo tan cerrado, tan pequeño, por lo menos durante una temporada, de aquella tierra de convicciones de piedra, como las de Oteiza y demás pandilla, vaciar el espacio, rodearlo de piedra, menuda manera más intuitiva, certera, de definir la metafísica de todo un pueblo, tierra de odios gratuitos (...)
Solías llamarme de todo, rajado las más... porque en aquella época estaba en boga la retórica de la Plaza de la Revolución en La Habana, traidor porque tenías la desfachatez de afirmar que pese a mis errores de apreciación de la realidad, a mi tibieza revolucionaria (...) te habías jugado tu crédito como militante al defender mis posturas, también llamadas pejigueras (...), ante nuestros amigos comunes, los que creíamos que lo eran porque eran parte de nuestro paisaje más cercano y nosotros del suyo. Ni siquiera nos habíamos preguntado por qué, a qué se debía esa amistad de zurito y porrito, discusiones y berridos a pie de barra y alguna que otra algarada callejera de fin de semana, sólo que estaban ahí, siempre habían estado, en el barrio o en la escuela, aquí o allá, los considerábamos afines porque en aquel entonces todavía confiábamos a ciegas, queríamos hacerlo, en la siempre relativa afinidad a la que nos condenaba nuestra edad y origen.
Cómo no íbamos a tener en cuenta lo que pensara de nosotros la peña del Amildegi, a ti te iba el crédito como cabecilla que creías ser y a mí el riesgo de quedarme solo, de dar definitivamente en raro y hasta en sospechoso, por eso, y porque me apreciabas, supongo, te empeñabas en justificarme por bisoño al cuadrado, en enmendarme la plana delante de ellos, haciéndome pasar por más afecto a vuestra ideas de lo que he sido nunca de verdad, sólo que a veces, muchas, callaba porque no quería malos rollos, colgarme un sambenito porque sí, para qué, si ya sabía de qué iba el asunto, de asentir más que nada a lo que decían los más bocazas del grupo, los exabruptos de nuestros colegas de farra y algarada callejera, y, en un plano más comedido pero igual de drástico, tus soflamas desde la esquina de la barra, menuda labia la del único de aquella tropa que solía frecuentar, de vez en cuando y prácticamente a escondidas, por si las moscas, los libros. No lo olvides ahora que reniegas, no tanto de un ideario como de los medios para aplicarlo.
Perdonavidas lo has sido siempre en grado extremo, sobre todo desde que te erigiste en la voz cantante de la manada que en aquella época formábamos tu cuadrilla de supuestos amigos, colegas de tasca y poco más, hasta prácticamente no hace mucho, cuando todavía me llegaban noticias tuyas a través de tu madre en las que ésta me decía que seguías vanagloriándote por lo que habías hecho, pretendiendo hacer de la contumacia en el error, no sólo una virtud, sino incluso motivo de sobra para una estatua en mitad de la plaza de tu pueblo. De eso no hace mucho, cuatro años los más, seguías siendo uno de ellos, fiel a la posibilidad, cada vez más remota, más condenada a serlo, de una victoria póstuma, inútil, cuando ya no quede nadie de vosotros para celebrarlo y todos los que antes os jaleaban os hayan dado definitivamente la espalda.
(...) A los que no eran tan propensos a semejante ceguera les tildabais de tibios, como me tildabas a mí cuando aún no había acabado de alejarme de ti y tus secuaces, que me creía en deuda de la opinión que podíais tener de mí por el hecho de que yo, al igual que vosotros, todavía era sensible al mensaje de las voces ancestrales, ésas que sólo ahora sé que sólo existen en la imaginación del que las quiere oír, a riesgo de quedarse sordo como os habéis quedado vosotros, que no os llegan esas otras voces que o bien os gritan basta ya, parad de una vez, todavía las menos, las más vehementes por sensibles y sesudas en la mayoría de los casos, y esas otras, muchas incluso de las que en su tiempo fueron vuestros más fieles acólitos, que os ruegan, todavía son pocos los que atreven a exigir lo que el resto clama al cielo, al vacío, que paréis, ya sea a cambio de un contubernio entre vosotros mismos para llevar a cabo la quimera por la que matáis con cuentagotas, más o menos, o de un más que improbable pacto con el enemigo.
(...) Pecábamos, pecaba, de sordo y tibio, de no querer entender las cosas como las entendíais vosotros, de una manera tan clara que precisamente por eso daba miedo, la clarividencia, la cual deriva inevitablemente en la ausencia de la más mínima duda, en especial a la hora de apretar o más bien de mandar apretar un gatillo, y que a la postre viene a ser lo que hace de los hombres monstruos. Sin embargo no me lo tenías en cuenta, este Iker, qué cosas tiene, si no fuera uno de los nuestros, me decías, si no te conociese desde chico, que prácticamente te hemos acogido en el Amildegi como a uno más de la manada, que no nos importa la tibieza de tus argumentos, tu aparente sordera, cosas de niño bien, esto es, del otro extremo de la ciudad, ya cambiarás, estamos en ello, como mucho un par de semanas. Se podría afirmar, sin miedo a que te lleves las manos a la cabeza, a que pongas el grito en el cielo, que estás con el enemigo, que eres un infiltrado, que les comprendes y hasta apoyas, que no es sólo que estés sordo, es que además estás ciego.
Cómo llevarte la contraria, no es que no me lo propusiera, es que allá donde nos movíamos (...) no se oía otra voz que la tuya y algún que otro aserto de los que formaban la primera cuadrilla de amigos en la que, como quien dice, hicimos nuestros primeros pinitos. Me refiero a la insurgencia de pacotilla, por la senda de aquellos que admirábamos porque, decían, luchaban por nuestro pueblo, (....) casi siempre más tarados que idealistas, Iñaki Pelopaja, Javi Molotov, Aguirre la Cólera de Dios es Cristo, el Txirlas, nombres de casa, podían ser cualquiera de nuestros hermanos mayores, incluso nos hubiera gustado, había una revolución en marcha y esperábamos que los mayores que teníamos al lado dieran ejemplo, y sobre todo que nos permitieran recoger el testigo.
No dudábamos de sus motivos, no porque eran demasiado básicos y atractivos, la libertad de todo un pueblo, y de paso también la igualdad social y otras cosas en boga, cuando todavía lo estaban, porque la Transición, que trajo mucha ingenuidad política, mucha coctelera ideológica, sobre todo de las que explotan, estaba ahí a la vuelta de la esquina, y no había duda de que debíamos estar con los que habíamos oído decir a nuestros mayores que eran los únicos que les echaban los cojones de rigor a la cosa, sobre todo porque gracias a ellos se había conseguido esto o aquello, y aún y todo todavía simples migajas, que ya era hora que empezaran a recibir de su propia medicina aquellos que les habían mantenido durante cuarenta años con un bozal en la boca. Ahora con éste definitivamente quitado ya se podía decir de todo, cualquier barbaridad porque a lo más que se llega cuando se ha vivido con miedo y sin esperanzas, o ganas de que cambien de verdad las cosas, es al resentimiento, que hay algo de mala conciencia que le impele a uno a sumarse al primer extremismo que aparente poner las cosas en su sitio, así, por las bravas, como parecía que lo estaban haciendo ellos, los chicos de la ETA, esos que le echaban el famoso y omnipotente par de huevos a todo, gudaris y mártires de pacotilla (...)
NOTA: Este texto es un fragmento del primer capítulo de ANOCHECER EN LISBOA, de TXEMA ARINAS, que acaba de publicar la editorial Akrón.