A finales del siglo XIX y a principios del XX, los criminales presuntamente anarquistas trataron de cambiar radicalmente la política española por la vía del magnicidio. Angiolillo dio muerte a Cánovas en el balneario de Santa Águeda; Pardiñas, a Canalejas en la Puerta del Sol; Matheu, a Dato en la Puerta de Alcalá. Naturalmente, esto que digo lo digo a propósito de la gran exposición que se acaba de abrir en Zaragoza sobre el movimiento libertario.
Se dice que los pistoleros anarquistas tienen injusta fama de terroristas, y se reconoce que se entregaban con la pistola humeante pensando que habían hecho un gran servicio a la humanidad. Así, por lo menos, se entregó el asesino de Cánovas, bajo una lluvia de insultos de Joaquina de Osma, la esposa de aquél, aunque al final le perdonaría sobre el mismo féretro de don Antonio.
En la gran exposición de Zaragoza pueden verse piezas relevantes, originales, como una bandera de la CNT capturada por los italianos en la Guerra Civil, una bomba Orsini y el supuesto uniforme de Buenaventura Durruti, elevado a leyenda tras morir en Madrid en 1936, poco después de que el Gobierno republicano le diera la espalda.
La muestra de Zaragoza, a la que se declara capital –junto con Barcelona– del pasado anarquista, está bajo el cuidado del catedrático Julián Casanova y se llama "Tierra y Libertad, 100 años de anarquismo". No cabe duda de que este movimiento ideológico inflamó a las masas y convenció a miles de españoles, que lucharon y sufrieron por sus principios. Algunos fueron torturados y muchos, encarcelados y muertos. Pero, dentro de todo esto, se desarrolló una escuela de asesinos, un grupo de criminales activos, eficaces, implacables, que no pueden quedar cubiertos por ideología alguna: además de los magnicidas ya mencionados tenemos al brutal asesino de masas Santiago Salvador, que en 1893 arrojó dos bombas Orsini al patio de butacas del Liceo de Barcelona, mientras se representaba el Guillermo Tell de Rossini.
La primera la tiró desde el gallinero y cayó entre las filas 13 y 14; eran las 22,15 y la soprano italiana Virginia Dameri estaba finalizando el segundo acto. Produjo 22 muertos y 35 heridos. Dijo Santiago que quería matar a la burguesía catalana, pero hirió, mutiló y mató a una serie de personas desconocidas, de las que ignoraba todo: su pensamiento, sus sentimientos, su trabajo, sus familias y su situación económica. Fue una matanza terrible, sin posible explicación ni perdón. El acto loco de un sicario de una secta de asesinos. La segunda bomba cayó sobre la falda de una mujer y rodó al suelo sin explotar.
Ojo con la evocación romántica de los anarquistas, de los hombres y mujeres que defendieron sus ideas con su sangre y sus frases de gran efecto ("La propiedad es un robo"), y no debemos olvidar los excesos a los que lleva creerse en posesión de la verdad. ¿Qué clase de análisis manejó el presunto anarquista Santiago Salvador para determinar que sus víctimas eran merecedoras de esa muerte?
En su España negra, José Gutiérrez Solana describe la escena del patio de butacas del Liceo, que sirve como reclamo en una feria. La cabeza de una dama reposa sobre el cuerpo decapitado de un caballero; hay brazos y piernas cercenadas, gente sin ojos, muslos reventados. Las mejores galas, galas de difunto, hechas trizas por la Orsini, con su belleza siniestra. Qué peligrosas, las ideas que dan alas a los asesinos.