Para muchísimos de estos aficionados no hay más que una forma satisfactoria de comer almejas: hacerlo al natural. Y tan al natural: crudas y, preferiblemente, vivas. No exigen más manipulación que abrirlas con cuidado de no cortarse, labor que se suele dejar que haga otro, y luego, literalmente, sorberlas, con o sin las clásicas gotas de limón.
Los puristas rechazan el limón, porque entienden que de alguna manera enmascara el sabor yodado, marino, del molusco; sin embargo, son muchos quienes juzgan que el limón aporta un toque cítrico que refuerza la sensación de frescor que produce en la boca la propia almeja. Otros justifican el limón, en lugar de con el sencillo "porque me gusta", en la necesidad de comprobar que las almejas están, efectivamente, vivas y no nos van a crear problemas.
Pero, además de al natural, la cocina ha inventado muy diversas fórmulas, y muy satisfactorias, para saborear estos ricos bivalvos. Se han ligado con un montón de cosas: con espinacas, con grelos, con alcachofas, con fabes, con spaguetti, con arroz... Dan mucho juego, la verdad. De todos modos, tal vez el guiso de almejas más popular sea el bautizado como a la marinera, del que hay tantas recetas como cocineros.
Si repasan el amplio recetario de las almejas, encontrarán algún ingrediente casi fijo. El limón, en el caso de las almejas al natural; el ajo, en casi todos los demás. Le van, dejando a un lado la querella sobre el uso del limón con las almejas vivas. Tal vez por eso una gran cocinera coruñesa, Ana Gago, ha ideado una receta en la que ajo y limón prestan su aroma a unas buenas almejas.
No los usa directamente: se limita a aromatizar con esos elementos dos buenos y distintos aceites vírgenes. Luego condimenta las almejas con ellos. La cosa viene siendo, más o menos, como sigue.
Hay que pelar un par de dientes de ajo de calibre medio y luego cortarlos en láminas finas. Se ponen en un cuenco de vidrio con un cuarto de litro de aceite virgen elaborado con la variedad de oliva picual, que da un perceptible toque amargo. Así se dejan las cosas durante 24 horas, para que el ajo aromatice el aceite.
Mientras, hay que purgar las almejas, para que se deshagan amablemente de la arena que puedan contener. Basta con dejarlas toda la noche en agua salada o, como alternativa, extenderlas en una bandeja y cubrirlas con un paño humedecido con agua no menos salada.
Listo el aceite de ajos y limpias las almejas, se pone ese aceite, sin los ajos, en una sartén, en la que pasarán a hacerles compañía las almejas; pongamos que un kilo, pesadas con todo, claro. Se lleva esa sartén al fuego, que debe ser suave, con la sartén cubierta por una tapadera, y se deja que vaya tomando la temperatura necesaria para que las almejas comprendan que no les queda más remedio que abrir sus valvas.
Mientras llega ese momento, se emulsiona un decilitro de aceite virgen, esta vez de la variedad arbequina, que da unos aceites dulces, con aromas de frutos secos, con el zumo de un limón, batiendo bien. Se sirven las almejas, escurridas de la mayor parte de su aceite, y se rocían con el aceite al limón, aún calientes. Imprescindible suministrar a los comensales un buen pan, para mojarlo en la salsita: los platos suelen quedar perfectamente secos, sin más huellas de lo comido que, claro, las conchas, ya vacías, de las almejas.
Ciertamente, esta receta se merece un vino blanco de categoría. Yo las suelo acompañar con un albariño, normalmente monovariental, que suelo elegir no de la última vendimia, sino de la anterior, para que haya tenido tiempo de redondearse y perfeccionarse en la botella; pero nada les impide poner en las copas un buen blanco de godello, variedad típica de Valdeorras y de una elegancia enorme.
Y ahí tienen unas almejas brevemente cocinadas, impecables de sabor y de textura, a las que hemos añadido dos perfumes que, de una u otra manera, suelen acompañarlas en muchas recetas: limón y ajo, pero no en estado puro, sino impregnando de sus virtudes aromáticas a la mejor grasa comestible elaborada por el hombre: el aceite virgen de oliva.
Los puristas rechazan el limón, porque entienden que de alguna manera enmascara el sabor yodado, marino, del molusco; sin embargo, son muchos quienes juzgan que el limón aporta un toque cítrico que refuerza la sensación de frescor que produce en la boca la propia almeja. Otros justifican el limón, en lugar de con el sencillo "porque me gusta", en la necesidad de comprobar que las almejas están, efectivamente, vivas y no nos van a crear problemas.
Pero, además de al natural, la cocina ha inventado muy diversas fórmulas, y muy satisfactorias, para saborear estos ricos bivalvos. Se han ligado con un montón de cosas: con espinacas, con grelos, con alcachofas, con fabes, con spaguetti, con arroz... Dan mucho juego, la verdad. De todos modos, tal vez el guiso de almejas más popular sea el bautizado como a la marinera, del que hay tantas recetas como cocineros.
Si repasan el amplio recetario de las almejas, encontrarán algún ingrediente casi fijo. El limón, en el caso de las almejas al natural; el ajo, en casi todos los demás. Le van, dejando a un lado la querella sobre el uso del limón con las almejas vivas. Tal vez por eso una gran cocinera coruñesa, Ana Gago, ha ideado una receta en la que ajo y limón prestan su aroma a unas buenas almejas.
No los usa directamente: se limita a aromatizar con esos elementos dos buenos y distintos aceites vírgenes. Luego condimenta las almejas con ellos. La cosa viene siendo, más o menos, como sigue.
Hay que pelar un par de dientes de ajo de calibre medio y luego cortarlos en láminas finas. Se ponen en un cuenco de vidrio con un cuarto de litro de aceite virgen elaborado con la variedad de oliva picual, que da un perceptible toque amargo. Así se dejan las cosas durante 24 horas, para que el ajo aromatice el aceite.
Mientras, hay que purgar las almejas, para que se deshagan amablemente de la arena que puedan contener. Basta con dejarlas toda la noche en agua salada o, como alternativa, extenderlas en una bandeja y cubrirlas con un paño humedecido con agua no menos salada.
Listo el aceite de ajos y limpias las almejas, se pone ese aceite, sin los ajos, en una sartén, en la que pasarán a hacerles compañía las almejas; pongamos que un kilo, pesadas con todo, claro. Se lleva esa sartén al fuego, que debe ser suave, con la sartén cubierta por una tapadera, y se deja que vaya tomando la temperatura necesaria para que las almejas comprendan que no les queda más remedio que abrir sus valvas.
Mientras llega ese momento, se emulsiona un decilitro de aceite virgen, esta vez de la variedad arbequina, que da unos aceites dulces, con aromas de frutos secos, con el zumo de un limón, batiendo bien. Se sirven las almejas, escurridas de la mayor parte de su aceite, y se rocían con el aceite al limón, aún calientes. Imprescindible suministrar a los comensales un buen pan, para mojarlo en la salsita: los platos suelen quedar perfectamente secos, sin más huellas de lo comido que, claro, las conchas, ya vacías, de las almejas.
Ciertamente, esta receta se merece un vino blanco de categoría. Yo las suelo acompañar con un albariño, normalmente monovariental, que suelo elegir no de la última vendimia, sino de la anterior, para que haya tenido tiempo de redondearse y perfeccionarse en la botella; pero nada les impide poner en las copas un buen blanco de godello, variedad típica de Valdeorras y de una elegancia enorme.
Y ahí tienen unas almejas brevemente cocinadas, impecables de sabor y de textura, a las que hemos añadido dos perfumes que, de una u otra manera, suelen acompañarlas en muchas recetas: limón y ajo, pero no en estado puro, sino impregnando de sus virtudes aromáticas a la mejor grasa comestible elaborada por el hombre: el aceite virgen de oliva.
Como ven, la receta es bastante minimalista en lo que a número de ingredientes se refiere... pero no, aunque eso depende de ustedes mismos y del precio de las almejas, en cuanto a la generosidad de la ración.
© EFE