La alcachofa es, en Occidente, un invento árabe; quiero decir que fueron los árabes quienes las trajeron de Oriente a España y Sicilia. Es un pariente cercano del cardo, con el que comparte el nombre genérico –Cynara–. Como sin duda no ignoran ustedes, lo que nos comemos es la flor, o la inflorescencia, junto con un trocito del tallo; hay quien lo tira, y hay recetas que requieren su eliminación total, pero la verdad es que está bueno.
El problema de las alcachofas, en cuanto dejan de ser niñas, es que se van protegiendo del exterior a base de desarrollar unas hojas coriáceas; cuanto más vieja y más grande sea, más duras serán esas hojas, y no sólo las externas.
Lógicamente, hay que eliminarlas. Lo que hay que tener en cuenta, sobre todo para preparaciones como las romanísimas alcachofas alla giudia, es que la parte dura va reduciéndose conforme nos adentramos en el corazón de la planta; es decir, que cuanto más interna sea la hoja, menos parte dura tiene, y esa parte dura es la superior.
Por eso si se preparan las alcachofas para la receta mencionada adquieren una forma particular, porque se va eliminando lo duro hoja a hoja y las interiores van surgiendo del interior, más altas cuanto más dentro.
Antes, hace tiempo, cuando la gente era de lo más exigente en las normas de urbanidad y en el comportamiento en la mesa, se daba, sin embargo, el contrasentido de que esos mismos ciudadanos quisquillosos con cualquier fallo de etiqueta comían las alcachofas de una manera que, vista desde la perspectiva de hoy, nos parecería repugnante.
Supongo que por aprovechar al máximo la verdura, apenas eliminaban hojas duras... e iban arrancándolas una a una, sometiendo la alcachofa a una especie de strip-tease. Con la mano, se llevaban cada hoja a la boca, la chupaban bien para extraer su esencia... y abandonaban el resto inservible a un lado del plato. En mis recuerdos infantiles, algo tan desagradable como el espectáculo de chupar y desechar los cabos duros de los espárragos. Y luego iban de finos...
El mismísimo Picadillo, a principios del XX, bromea sobre estas hojas. "Aquellas hojas duras y filamentosas que se meten entre los dientes y hay que estar tirando de ellas o introduciendo trozos de papel grueso o de una tarjeta de algún amigo para que la dentadura vuelva a su primitivo estado. Esto, que dicen que no es fino y no sé por qué, resulta lo práctico en tales casos". Ya ven ustedes.
No sean mezquinos, y eliminen todo lo incomestible. Vayan echando las alcachofas limpias en un cacharro con agua... pero sin limón, salvo que les gusten a ustedes las alcachofas con limón. Si no quieren que se pongan negras, manténganlas bajo el agua por el sencillo sistema de ajustar un colador a la boca del recipiente donde van cayendo las alcachofas: si no tocan aire, no se oxidan.
Antes las alcachofas se comían casi exclusivamente cocidas, pero también rellenas, rebozadas... Permiten muy interesantes juegos de texturas, y están geniales pasadas por la sartén, sea enteras, en cuartos o laminadas.
Hablábamos de las carciofi alla giudia. Aquí las tienen. Es mejor que usen alcachofas jóvenes... o, sencillamente, de Tudela. Límpienlas normalmente, dejándolas enteras y eliminando el tallo. Después, con un cuchillo afilado, procedan a la operación que comentábamos antes: vayan girando la alcachofa y eliminando sólo la parte dura de cada hoja, una por una, de fuera adentro, como es lógico, y dejándolas con esa forma peculiar.
Pongan aceite de oliva en una sartén de hierro, en cantidad suficiente para llegar a media altura de las alcachofas, y caliéntenlo mucho, pero sin que llegue a hervir. Aplasten ligeramente las alcachofas, con la punta hacia abajo, con la palma de la mano, para que la corona se abra un poco. Échenlas a la sartén cuando el aceite esté caliente y háganlas a fuego igual, de modo que el interior quede tierno y el exterior no se queme.
Cuando juzguen que estén –unos diez minutos–, denles la vuelta, suban el fuego y háganlas otro tanto, de modo que queden doradas y crujientes. Espolvoreen sal, y sírvanlas bien calientes. Es receta de los judíos de Roma, y antigua.
El problema de las alcachofas, en cuanto dejan de ser niñas, es que se van protegiendo del exterior a base de desarrollar unas hojas coriáceas; cuanto más vieja y más grande sea, más duras serán esas hojas, y no sólo las externas.
Lógicamente, hay que eliminarlas. Lo que hay que tener en cuenta, sobre todo para preparaciones como las romanísimas alcachofas alla giudia, es que la parte dura va reduciéndose conforme nos adentramos en el corazón de la planta; es decir, que cuanto más interna sea la hoja, menos parte dura tiene, y esa parte dura es la superior.
Por eso si se preparan las alcachofas para la receta mencionada adquieren una forma particular, porque se va eliminando lo duro hoja a hoja y las interiores van surgiendo del interior, más altas cuanto más dentro.
Antes, hace tiempo, cuando la gente era de lo más exigente en las normas de urbanidad y en el comportamiento en la mesa, se daba, sin embargo, el contrasentido de que esos mismos ciudadanos quisquillosos con cualquier fallo de etiqueta comían las alcachofas de una manera que, vista desde la perspectiva de hoy, nos parecería repugnante.
Supongo que por aprovechar al máximo la verdura, apenas eliminaban hojas duras... e iban arrancándolas una a una, sometiendo la alcachofa a una especie de strip-tease. Con la mano, se llevaban cada hoja a la boca, la chupaban bien para extraer su esencia... y abandonaban el resto inservible a un lado del plato. En mis recuerdos infantiles, algo tan desagradable como el espectáculo de chupar y desechar los cabos duros de los espárragos. Y luego iban de finos...
El mismísimo Picadillo, a principios del XX, bromea sobre estas hojas. "Aquellas hojas duras y filamentosas que se meten entre los dientes y hay que estar tirando de ellas o introduciendo trozos de papel grueso o de una tarjeta de algún amigo para que la dentadura vuelva a su primitivo estado. Esto, que dicen que no es fino y no sé por qué, resulta lo práctico en tales casos". Ya ven ustedes.
No sean mezquinos, y eliminen todo lo incomestible. Vayan echando las alcachofas limpias en un cacharro con agua... pero sin limón, salvo que les gusten a ustedes las alcachofas con limón. Si no quieren que se pongan negras, manténganlas bajo el agua por el sencillo sistema de ajustar un colador a la boca del recipiente donde van cayendo las alcachofas: si no tocan aire, no se oxidan.
Antes las alcachofas se comían casi exclusivamente cocidas, pero también rellenas, rebozadas... Permiten muy interesantes juegos de texturas, y están geniales pasadas por la sartén, sea enteras, en cuartos o laminadas.
Hablábamos de las carciofi alla giudia. Aquí las tienen. Es mejor que usen alcachofas jóvenes... o, sencillamente, de Tudela. Límpienlas normalmente, dejándolas enteras y eliminando el tallo. Después, con un cuchillo afilado, procedan a la operación que comentábamos antes: vayan girando la alcachofa y eliminando sólo la parte dura de cada hoja, una por una, de fuera adentro, como es lógico, y dejándolas con esa forma peculiar.
Pongan aceite de oliva en una sartén de hierro, en cantidad suficiente para llegar a media altura de las alcachofas, y caliéntenlo mucho, pero sin que llegue a hervir. Aplasten ligeramente las alcachofas, con la punta hacia abajo, con la palma de la mano, para que la corona se abra un poco. Échenlas a la sartén cuando el aceite esté caliente y háganlas a fuego igual, de modo que el interior quede tierno y el exterior no se queme.
Cuando juzguen que estén –unos diez minutos–, denles la vuelta, suban el fuego y háganlas otro tanto, de modo que queden doradas y crujientes. Espolvoreen sal, y sírvanlas bien calientes. Es receta de los judíos de Roma, y antigua.
Ah: donde digo "aceite" lean ustedes "aceite virgen de oliva de Navarra", de cuya cofradía acaban de hacerme, en Tudela, miembro de honor; un honor, disculpen la redundancia, pero que no hace cambiar ni un ápice mi opinión sobre esos aceites navarros: extraordinarios. Búsquenlos, y ya verán qué bien.
© EFE