Los menos jóvenes recordarán aquellos tiempos duros del felipismo, cuando Felipe Mellizo disfrazaba la ruina socialdemócrata contándonos en su telediario, con la gracia y la energía que siempre le caracterizaron, que en España no se habían disparado las cifras del paro; era simplemente que el empleo había experimentado "un crecimiento negativo acusado". Pues con los datos del déficit en que presumiblemente va a incurrir la administración pública española al final del presente ejercicio está pasando algo parecido, o al menos esa es la impresión que da el constante cambio de cifras que las instituciones europeas, el gobierno de España y los gabinetes de estudios más acreditados ofrecen cada dos o tres días.
La contradicción entre las diversas fuentes que aventuran un futurible como el déficit anual contribuye notablemente a la confusión, hasta que al final la magnitud real del problema se diluye en una catarata de previsiones, muchas de ellas contradictorias.
En España, además, el problema se agudiza por la existencia de diecisiete minigobiernos que han hecho del déficit su afición principal. El "sagrado temor al déficit" de escolásticos e ilustrados liberales se ha convertido en la actualidad en el "laico apego al despilfarro", que todas las comunidades autónomas, sea cual sea el color político del partido en el poder, comparten de forma entusiasta. El cálculo previo del déficit público de un gobierno siempre resulta complicado, pero si son dieciocho los ejecutivos con capacidad de gasto, la misión resulta directamente imposible.
Es natural que Mariano Rajoy ande azacanado intentando comprar un poco de tiempo ante las instituciones comunitarias, porque aunque él pueda responder de la gestión económica de su gobierno, resulta complicado vaticinar con cierto rigor hasta qué punto van a derrochar las autonomías durante el ejercicio que ahora comienza. Se sabe que el desfase va a existir, pero no cuál será su alcance.
La incertidumbre sobre el estado real de nuestras cuentas públicas explica –que no justifica– la inacción del gobierno en lo relacionado con las reformas de hondo calado que necesita nuestra economía. A las puertas de unas elecciones andaluzas que por primera vez pueden caer del lado popular, no es rentable políticamente llevar a cabo unos recortes y unas modificaciones legales en el terreno laboral que pueden cercenar las aspiraciones del PP andaluz, sin que su efecto en el déficit comprometido tenga un impacto apreciable este primer año, dado el desbarajuste de nuestro estado autonómico.
Toca hacer malabarismos verbales y confundir a la audiencia con un baile de cifras mejor cuanto más abigarrado. Se nos habla de magnitudes porcentuales sin que se descienda al terreno de las cifras reales que se están barajando, y eso que cada décima porcentual equivale nada menos que a diez mil millones de euros, casi el doble de lo que Rajoy pretende recaudar con el rejonazo del IRPF que generosamente nos recetó tras su primer consejo de ministros.
Lo peor de todo este asunto es que las instituciones europeas y los inversores internacionales exigen conocer con un alto grado de fiabilidad cuánto se van a desfasar al alza las cuentas públicas españolas, sin cuya concreción resultará cada vez más complicado encontrar la financiación que nuestras dieciocho administraciones necesitan para sobrevivir.
Como el dato es una incógnita, porque ni las comunidades autónomas van a refrenar como es debido su tendencia al despilfarro ni el gobierno de España tiene capacidad ejecutiva para exigírselo, mejor será que nos vayamos preparando para un ejercicio cada vez más virtuoso de ingeniería semántica en el tratamiento de la recesión que nos aqueja. A poco que se esfuercen nuestros políticos, cualquier desviación al alza de la ruina prevista acabará siendo presentada en los telediarios oficiales como un aséptico superávit del déficit previsto.
Ha hecho bien Rajoy preservando en sus puestos del ente público a los cargos nombrados por los socialistas. En cuestiones de semiótica política y mediática no tienen rival.