Ahora, las fotos de su obituario lo muestran calvo como un huevo de dinosaurio, y sin electricidad y fulgor en la mirada. La mirada, sí, había perdido fuerza diabólica. Ese Gore era un anciano de 58 años esperando cada día la fecha de su muerte.
Fue en febrero que el gobernador, Rick Scott, firmó la orden de ejecución. El día de su muerte se cubrió de rojo en el calendario. La decisión venía precipitada por unas declaraciones, hechas por carta, para un libro, en las que afirmaba que disfrutaba con su "trabajo". "Honestamente –añadía–, creo que una mujer sintió placer con lo que le estaba haciendo".
El libro se titula Serial Killer Whisperer, y su autor es Peter Earley. El gobernador dice que no, pero lo publicado en esas páginas es lo que decidió que se terminara de golpe el tiempo de Alan Gore.
Como en ese momento no se sentía amenazado y creía que todo le estaba permitido, se concedió el lujo de redondear el comentario: "Te sorprenderías con lo que solían decirme, pensando que si se dejaban hacer todo estaría bien y las dejaría vivir... Por supuesto, nunca lo hice".
Si eres gobernador de Florida y le echas un ojo a un libro como ése, no es extraño que te entren unas ganas irreprimibles de adelantar el trabajo atrasado.
Alan Gore venía escapando de su destino 28 años. Sus últimas víctimas fueron un par de muchachas, de 17 y 14 años; el lugar de los hechos, Vero Beach. Gore violó a la más joven de las chicas delante de la otra, hasta tres veces. Malherida, una de ellas intentó huir, pero Gore, que acababa de salir de prisión, la alcanzó y la mató de dos tiros en la cabeza.
El cuerpo de Elliott fue hallado en el maletero del coche de Gore, que fue condenado a la pena de muerte (en 1984) por este asesinato y a cinco perpetuas por otros crímenes.
La muerte del asesino apenas ha sido llorada, y lo peor es que apenas han protestado, como si simplemente lo dejaran pasar.