
Con la eclosión del intelectual postmoderno, adicto al pensamiento débil y a la fragmentación como método, la inanidad de la profesión intelectual ha tenido como efecto positivo, precisamente, ese silencio del intelectual que le molesta a Vargas Llosa respecto a una gran causa como la democracia liberal. Por lo menos no la denigran abiertamente. Aunque, como en el caso del silencio de las sirenas, según la interpretación de Kafka, dicho silencio puede ser la calma que precede a la tempestad.
Sin embargo, sí que ronda por televisión e internet un extraño intelectual comprometido. Adam Curtis es un documentalista de la BBC que desafía aquel dictamen de Truffaut acerca de que la expresión cine inglés es una contradicción en los términos. Bueno, al menos en el sentido de que el cine e Inglaterra estén peleados. No si lo que queremos expresar es que hay una forma inglesa de hacer cine (como la podría haber francesa, alemana, estadounidense, pero no española o japonesa). Porque Curtis es un gran documentalista, pero desde una perspectiva globalizada, cosmopolita y universalista. Y de izquierda radical (en el sentido de ir-a-la-raíz).
Aquí nos referiremos a los tres documentales que se pueden ver en Youtube y Google Video con subtítulos en español: El siglo del individualismo (2002), El poder de las pesadillas (2004) y La trampa. ¿Qué sucedió con nuestros sueños de libertad? (2007). A diferencia del famosísimo Michael Moore, Curtis utiliza las imágenes no como un encubrimiento chabacano de la realidad sino como un contrapunto visual al discurso que le acompaña, usando un doble montaje, en paralelo y en continuo, con las imágenes y las palabras, ofreciendo un espectáculo total cinematográfico: diversión y reflexión al tiempo. Y aunque comparte, como indicábamos, con Moore una perspectiva política de izquierdas, nunca cae en el sermón, sino que plantea con lucidez las dificultades teóricas y prácticas del discurso que podríamos calificar, grosso modo, de neoliberal y neoconservador. Por hacernos una idea: si fueran comediantes, el documentalista estadounidense sería como el británico Benny Hill, mientras que el inglés sería el americano Groucho Marx.

Lo más atractivo del planteamiento de Curtis es su creencia en el poder de las ideas para transformar el mundo. Que la acción es posterior a la reflexión. Y que si Che Guevara o Pol Pot asesinaron en Cuba o Camboya es debido a que previamente Jean Paul Sartre había enseñado en una cafetería parisina que la libertad occidental es una ilusión de la que sólo es posible liberarse, valga la paradoja, ejerciendo la violencia. O que si Reagan y Thatcher pudieron hacer su revolución liberal fue porque Hayek había luchado durante decenios contra el mainstream keynesiano.
Con su flemático y analítico estilo, Curtis está realizando la puesta en imágenes del programa de racionalidad crítica de la Escuela de Frankfurt. Desde distintos puntos de vista, los tres documentales mencionados cuestionan la racionalidad instrumental, que según Adorno y Horkheimer es la única forma de racionalidad que finalmente se había defendido como lógica dentro de la cosmovisión ilustrada. Y del mismo modo que la Dialéctica de la Ilustración, la obra maestra de los filósofos frankfurtianos, Curtis apuesta por una imbricación entre la libertad negativa, defendida por el liberalismo, y la libertad positiva, favorita del socialismo. O, dicho de otro modo, por una ampliación del concepto de racionalidad que no sólo tenga en cuenta los medios (racionalidad instrumental) sino los fines (racionalidad comunicativa).
Guiados por la hipnótica voz del propio Curtis, sorprendidos por un mosaico acústico en el que se combinan Brahms con Brian Eno, Morricone con Shostakovich, lo cierto es que los documentales políticos de Curtis constituyen una fenomenal piedra de toque del pensamiento liberal, al haber sabido identificar el documentalista sus puntos flacos. Pero aunque Curtis es muy bueno en modo crítica ("documentalismo negativo", podríamos denominarlo), resulta escuálido y simplón en modo propuesta. Lo que, conociendo el final de sus maestros –Horkheimer volviéndose a la religión y Adorno refugiándose en una elitista y estéril torre de marfil–, no resulta sorprendente.
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