Para facilitarse el tránsito, él llevaba siempre algo de "regalo"; algo que le gustaría al jefe del puesto cuando lo viera y que él le daría en un alarde de amistad: ¡Quédeselo, no se hable más, mon ami!
Había en el puesto un cuartucho lleno de regalos: neumáticos, piezas de repuesto, latas de aceite, latas de comestibles, linternas y cuantos tributos iban dejando los viajeros. Lo vimos, o mejor, lo entrevimos, pero no quisimos colaborar. Teníamos nuestro orgullo y, para ayudarnos a mantenerlo, nos habíamos quedado sin posibles obsequios. Todo lo prescindible había desaparecido en Argelia.
Así que acampamos. Alguna vez tenían que dejarnos pasar. Era cuestión de tiempo y aguante. En esa partida no había, sin embargo, necesidad de ser grosero. Los guardafronteras de Níger tenían un espíritu más afectivo que los argelinos y parecían bonachones, aunque no lo fueran. Al jefe, que se había herido en una mano, Jan le hizo curas con un buen antiséptico alemán. Sólo una vez perdí la paciencia y contesté mal a un soldado que me preguntó qué estaba comiendo. "Arena", le espeté. Pero le hizo gracia al hombre.
La arena nos rodeaba. El Sáhara se extendía por buena parte del territorio de Níger, aunque se iría dulcificando en el camino hacia el sur. Cuando al cabo de unos días se hartaron de nosotros en la frontera, salimos pitando. Queríamos entrar de una vez en el África Negra. En el primer poblado que encontramos, paramos y fuimos a una especie de bar. Era todo un cambio: había allí mujeres, sin velos ni burkas, hablando con los hombres.
Volvíamos a pisar una carretera. Benditas carreteras sin cráteres. Era recomendable seguir la que pasaba por Agades, pese a que fuera la ruta más larga. Se había celebrado en esa población, una vez, un evento internacional y aún quedaban restos. Mástiles para banderas, banderitas ajadas y un camping. En él nos encontramos a nuestros viejos amigos, los británicos del windsurf. William era feliz. Ya tenía sus cocacolas frías.
Hasta televisores había por allí. Una noche vimos en la calle a un grupo de hombres, vestidos a la manera tuareg, alrededor de una tele que algún buen samaritano había sacado fuera. Estaban dando un partido del Mundial de fútbol, el que se celebraba en España. Lo seguían con interés.
Los kilómetros hasta Niamey no eran pocos, pero se hicieron cortos. Por aquellas llanuras no abundaba el agua, pero había algo más de vegetación. En los poblados, a las puertas de las chozas, las mujeres molían a mano el cereal. La gente iba vestida con túnicas de colores vivos, un cambio bienvenido tras el dominio del blanco y el negro.
Vehículos del ejército transitaban por la carretera, y cuando no quedaba mucho para la capital topamos con varios controles. Había que parar y enseñar los papeles. Níger estaba gobernado por los militares. Por un teniente coronel que había dado el golpe en 1974.
Y, al fin, la capital, Niamey, a orillas del Níger. Aunque uno podía preguntarse si aquello era una capital, incluso si era una ciudad. Los edificios de los ministerios hacían pensar que sí, pero fuera de la zona céntrica la estructura urbana se deshacía. Era, en realidad, un gran poblado.
La más clara señal de modernidad que había en el centro de la urbe era el alto edificio gris de un hotel de una cadena internacional. En su lobby podía uno comprar el Herald Tribune, y aunque la edición no fuera la del día daba una impresión cosmopolita. Otro signo de modernidad eran los paneles publicitarios en que se recomendaba a la población el uso de algún método de control de natalidad. Aquí y allá, algunas grandes villas con jardín, de aspecto abandonado, testimoniaban que Niamey había vivido tiempos mejores.
No nos podíamos permitir el hotel de lujo y fuimos al camping, que estaba en las afueras y era el refugio de cuantos extranjeros llegaban a la ciudad por medios y caminos parecidos a los nuestros. No eran muchos, ni abundaban los vendedores de coches de segunda mano. Esos iban más directos al objetivo, y Niamey no era el mejor mercado. Nosotros queríamos intentarlo, pero los expertos y veteranos recomendaban Togo o Benin y no solían pararse en Níger.
Mientras preparábamos nuestro plan de ventas conocimos a Mark. Era un americano del Peace Corps, una organización que se había montado en tiempos de Kennedy para lo que luego se llamaría "cooperación internacional".
Daba la impresión de que Mark se había apuntado al invento a falta de mejor ocupación. Lo que hacía en Niamey tenía que ver con la agricultura, pero no se extendía en dar detalles. No era, el hombre, muy hablador. Pero nos ofreció el jardín de su casa para acampar. Sonaba bien la cosa, y además nos ahorrábamos el camping, y allí fuimos.
El jardín no era tal, sino una pequeña extensión de tierra en la que crecían malamente algunas plantas y se apilaban trastos y cajas. Era además un terreno irregular, visto lo cual, y que en la casa, pequeña y de una planta, había una habitación vacía, decidimos acampar en el interior. No había camas, pero estábamos hechos al suelo. El río estaba cerca y abundaban los mosquitos, que entraban a sus anchas por las rejillas rotas de las ventanas. Adquirimos unos mosquiteros, que no servirían de mucho.
De momento, y antes de entrar en harina, teníamos, cómo no, que reparar los coches, que habían quedado algo descalabrados de las últimas etapas. Se imponía que estuvieran presentables, cuando menos. Y había que encontrar a los posibles compradores. Por el camino, alguien nos había dicho que en Niamey el mercado de coches de segunda mano pasaba por un bar llamado Rivoli. Había llegado la hora de los negocios.
MEMORIAS ERRÁTICAS: La escapada – De París a Moscú – Una noche en el Metropole – Entrada en Siberia – Trueque en el Transiberiano – De un imperio a otro – Por palacios y pensiones – De extra en Hong Kong – Curry no, pato tampoco – La Española y Sabang Beach – Lo siento, el carabao... – La isla y sus Robinsones – Últimos vagabundeos por Manila – Un invierno berlinés – Cita en Argel – La ruta de los talleres – Un preso y dos surfistas en el Sáhara – Por el "cementerio", entre las dunas.