Si usted organiza con cierta frecuencia fiestas temáticas para sus amigos y amigas, es un fan de Mujeres desesperadas y de Madonna. También tiene un gato persa de pelaje moteado llamado Mariñas (bueno, esto último sólo será así si usted forma parte de los casos más extremos).
Las fiestas temáticas van desde las célebres ibicencas, con todo el mundo vestido blanco y los más moñas con un pareo en lugar de pantalones, a los guateques basados en la estética y la música de una determinada época, con los setenta en la cúspide de la horterada, a mucha distancia de la fiesta Años Ochenta, la segunda clasificada en este dudoso ranking. Ambas décadas dejaron como legado el consumo masivo de estupefacientes, una moda cochambrosa y una música realmente lamentable, pero treinta años después los nostálgicos y los jóvenes bizarros recuperan la herencia para hacer el chorra en ambientes reducidos. Como dijo Julio César mientras se desangraba en las escalinatas del Senado romano, tras ser cosido a puñaladas por el más Bruto: "Hay gente pa to".
Los especialistas en antropología no se ponen de acuerdo en los orígenes de este fenómeno, que obliga al anfitrión a montar un entorno de estética abracadabrante y a los invitados a vestirse de mamarrachos, pero tal vez tenga que ver con el hecho de que la gente ha dejado de encontrar placer en compartir, simplemente, un rato de ocio y una mesa bien surtida con unos cuantos amigos.
Una buena cena, con unas botellas de excelente vino y los amigos de siempre son argumentos suficientes para aventurar una velada muy gratificante. Un gorro de mexicano, tequila peleón y música de rancheras son, por el contrario, el argumento definitivo para acabar todos avergonzados, con el estómago destrozado por el picante y, al día siguiente, una resaca de dimensiones colosales.
Con el rechazo a la fiesta temática se corre el riesgo de pasar por el más aburrido del grupo de amigos de toda la vida, pero a cambio sus vecinos de la playa no se reirán a sus espaldas cuando coincidan en el chiringuito ni le harán preguntas tales como: "¿Y esta noche qué, príncipe? ¿Fiesta pirata? Si necesitas un garfio te presto la bola del remolque, que pesa sólo ocho kilos".
Lo peor es que cuando se organiza una fiesta temática no sólo acuden los amigos, sino que ahí se presenta hasta el Tato, la prima del Tato y una pareja de guiris que ha oído el jaleo y que, como no hablan español, no hay manera de hacerles entender que se trata de una reunión privada.
Ya es duro tener que hacer el imbécil aparentando que se está disfrutando como un enano, pagar la pitanza y financiar la borrachera de gente disfrazada de drag queen a la que sólo has visto una vez en tu vida, como para encima dar de beber a jetas a los que ni has conocido ni, en condiciones normales, tendrías jamás el menor interés por conocer.
Las fiestas temáticas son una vergüenza nacional, un despropósito estético y un motivo para perder el escaso respeto que uno siente por sí mismo. De hecho, hasta dudo seriamente de que no sean también pecado. Si es usted creyente, piénselo.