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PANORÁMICAS

200 capítulos de South Park

¿Qué se puede esperar de un espacio que advierte en cada una de sus aperturas: "Este programa es irreal y grosero, las voces célebres son pobres imitaciones y debido a su contenido nadie lo debe ver"?

¿Qué se puede esperar de un espacio que advierte en cada una de sus aperturas: "Este programa es irreal y grosero, las voces célebres son pobres imitaciones y debido a su contenido nadie lo debe ver"?
¿Por qué alguien debería ver una serie con unos contenidos que irritarían tanto a Rouco Varela como a Bibiana Aído? ¿Cómo es posible un humor que hace burla de lo más sagrado, de Mahoma (antes y después del episodio de las viñetas), de la Virgen, de la Iglesia de la Cienciología, de los judíos, de los mormones...? ¿Dónde está el límite de la tolerancia con el sarcasmo, la sátira, la ironía como forma de hacer crítica? ¿Cómo y a quién puede producir hilaridad, chistes escatológicos y obscenos, manifiestamente sexistas, que abusan de los estereotipos y aparentemente sin sentido? ¿Es posible reírse y escandalizarse al tiempo? En definitiva, ¿es South Park la muestra más evidente del triunfo moral y político de una sociedad abierta, liberal y democrática, o, por el contrario, la evidencia de su fracaso, decadencia y agonía?

La acción transcurre en un pequeño pueblo de Colorado en el que viven cuatro niños. Stan Marsh es el personaje más normal, no demasiado de nada. Kyle Broflovsky es su mejor amigo, judío y muy inteligente, valga la redundancia. Si Stan es algo así como el doctor Jekyll, Eric Cartman representa a Mr. Hyde: un orondo niño infernal, egoísta, antisemita, antiecologista, misógino, un terrorista cotidiano que enviará al frenopático a toda supernanny que se cruce en su camino y con el que sólo podrá César Millán, el encantador de canes, cuando le aplique técnicas de entrenamiento perrunas. Por último, Kenny McCormick, un niño muy pobre, que balbucea ininteligiblemente y al que suelen matar en cada episodio (luego resucita sin más explicaciones). Sus familiares y amigos, el personal del colegio y demás paisanos conforman un paisanaje bien peculiar al que se asoman las celebridades más de moda: éstas, frecuentemente son puestas en la picota (por ejemplo, Barbra Streisand y Tom Cruise, que tiene a South Park en su lista negra); pero a alguna se la trata con respeto (Robert Smith, de The Cure, o Radiohead).

Como en las películas de terror genuinas, en las que uno se tapa la cara con las manos pero deja una rendija para seguir mirando, South Park te hace mirar y escuchar... aunque no quisieras ver ni oír. Hay una línea en la que se engarza South Park con Los Simpson, Lenny Bruce y los Monthy Pithon, Muchachada Nui, Ricky Gervais y los heterónimos de Sacha Baron Cohen: la creencia de que el humor es la mejor herramienta para calibrar el respeto de una sociedad a la libertad de expresión. A Lenny Bruce lo detuvieron varias veces por obscenidad. A Trey Parker y Matt Stone, los creadores de South Park, les han censurado en Comedy Central –una imagen de Mahoma–, y en Rusia y Méjico les han llegado a prohibir capítulos. Vamos progresando.

Ello nos debería hacer reflexionar sobre la falta de sentido del humor de los españoles. O, mejor dicho, del cobarde, rastrero y vil chisterío nacional, banal y estéril. Los españoles nos acongojamos ante el ceño fruncido y el estreñimiento agudo de tanta feminista represora, tanto facha reprimido y, en general, tanto analfabeto con ínfulas cruzado contra el humor, incapaz de percibir la sutileza del pensamiento ingenioso. Como señalaba hace poco Javier Marías:
Ojo con la ironía, no digamos con el sarcasmo y la hipérbole, porque abundan los lectores que no captan esos tonos, que todo lo entienden en su más estricta literalidad, y que, para nuestro pasmo, pueden acusarnos de defender lo que atacábamos o de atacar lo que defendíamos, si para hacerlo no hemos sido puerilmente frontales y hemos hecho uso de ese viejísimo recurso de la ironía.
Pero tras la máscara de irreverencia cáustica de nuestra serie podemos leer entre líneas un discurso moral y político comprometido con la racionalidad, el pensamiento científico y el sentido común. A través de Stan y Kyle, los alter ego de Parker y Stone, respectivamente, la voz de la lógica, del talante y del pensamiento liberal, la actitud tolerante sin falsos buenismos se impone a la superstición, los lugares comunes, las falacias y la estupidez supina. South Park es la aplicación al humor de las palabras de Gilles Deleuze sobre la filosofía:
Cuando alguien pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva, ya que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido. Sirve para detestar la estupidez, hace de la estupidez una cosa vergonzosa. Sólo tiene un uso: denunciar la bajeza en todas sus formas (...) Denunciar todas las ficciones, sin las que las fuerzas reactivas no podrían prevalecer. Denunciar en la mixtificación esa mezcla de bajeza y estupidez que forma también la asombrosa complicidad de las victimas y de los autores. En fin, hacer del pensamiento algo agresivo, activo, afirmativo. Hacer hombres libres, es decir, hombres que no confunden los fines de la cultura con el provecho del Estado, la moral, y la religión (...) La filosofía como crítica nos dice lo más positivo de sí misma: empresa de desmitificación. Y, a este respecto, que nadie se atreva a proclamar el fracaso de la filosofía. Por muy grandes que sean la estupidez y la bajeza, serían aún mayores si no subsistiera ese poco de filosofía que, en cada época, les impide ir todo lo lejos que quisieran (...) La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece o no contraría a nadie no es una filosofía.
Pero mucho mejor, porque donde la filosofía crítica del filósofo francés entristece, el humor crítico de Parker y Stone divierte e insufla ánimos para la guerra de trincheras cultural.

Lo que hace de South Park una serie de humor insuperable, capaz de disputar a Los Simpson el lugar preeminente del humor animado, es que su iconoclastia no parece tener fecha de caducidad. Es una sabia combinación de bufón de El rey Lear, capaz de decir las verdades más inconvenientes con el humor más despiadado, y el niño que señalaba con el dedo, entre inocente y descarado, al ridículo emperador desnudo. En su decimocuarta temporada, a punto de cumplir los 200 capítulos, sigue como el primer día, fresca e hilarante, mordaz e hiriente, vitriolo en chupitos. Sin duda, se ha convertido en el más brillante intelectual orgánico norteamericano a la hora de presentar, mediante inesperadas pero reveladoras paradojas, las contradicciones profundas de la mente y la cultura norteamericanas, que es tanto como decir de gran parte del mundo.


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