Tras su primera encíclica sobre la caridad, Benedicto XVI ha querido profundizar en el núcleo del cristianismo abordando en la carta Spe salvi el gran tema de la esperanza. De esta forma, el Papa ha querido presentar la amplitud de la fe cristiana, que consiste en un encuentro que cambia la vida de quienes lo acogen, como se demuestra en la vida de los santos.
Es este encuentro experimentado en el presente lo que permite confiar plenamente en el futuro, incluso si éste llega marcado por el sufrimiento y el fracaso. El Dios que se ha encarnado, que ha muerto en la cruz y ha resucitado, es el único fundamento de una esperanza a la altura de la exigencia humana, sostiene con vigor el Papa en esta encíclica, y lo ilustra con una galería de personajes de carne y hueso que han vivido esa esperanza en circunstancias muchas veces dramáticas, alumbrando así un espacio de verdadera humanidad para quienes se encontraban con ellos.
Pero la Spe salvi se coloca también en el surco de la lección de Ratisbona, como un paso más en el diálogo crítico que el Papa desea restablecer con el mundo moderno. En ella describe con precisión y rigor las etapas de la sustitución de la esperanza cristiana por la fe en el progreso concebido como proceso automático e irreversible, basado primero en la omnipotencia de la ciencia y después en la construcción político-ideológica.
No se trata en ningún caso de ignorar la noble función de la ciencia y de la política, sino de purificarlas de la pretensión absurda de concebirse como redentoras del hombre. De esta forma, la nueva encíclica de Benedicto XVI propone el contenido de la esperanza cristiana a los hombres de nuestro tiempo, frente al nihilismo, que niega la respuesta al deseo de felicidad y plenitud, y frente a la utopía, que la reduce a ideología o bienestar material. Estamos quizá ante el texto que revela con más agudeza y amplitud el hilo conductor del magisterio del papa Ratzinger.
Viento del Este, viento del Oeste
La geografía del pontificado ha apuntado este año claramente hacia el Este y el Sur. A finales de junio el Papa hacía pública su esperada carta a los católicos de China, que según el cardenal de Hong Kong, Joseph Zen, será una auténtica piedra miliar para el camino de la Iglesia en el siglo XXI.
La carta es un homenaje a la fe largamente probada de los católicos chinos, que han resistido persecuciones sin cuento y que todavía hoy, en muchos lugares, viven prácticamente en las catacumbas, aunque poco a poco van saliendo a la luz del día. Benedicto XVI exalta el coraje de los mártires, aunque no condena la debilidad de quienes han buscado difíciles equilibrios para sobrevivir. Revela que la inmensa mayoría de los obispos chinos está ya en comunión con la Sede Apostólica, y apremia al reducido grupo de los recalcitrantes a volver al único hogar eclesial.
El Papa se dirige con respeto a las autoridades civiles, reconociendo su legítima autonomía y asegurando que la Iglesia no pretende cambiar la estructura del Estado, pero les reclama con firmeza el ejercicio de la plena libertad religiosa. Cinco meses no son mucho para la mentalidad oriental: habrá que esperar y ver cómo germina la semilla plantada por esta carta en el corazón del Celeste Imperio.
En Aparecida, Brasil, el Papa se reunió con el episcopado de todo el continente latinoamericano y subrayó la prioridad de la fe en Cristo, sin la cual el compromiso de los cristianos con el bien común se vuelve inoperante, cuando no es presa de manipulación. Por ello, la presencia de Dios en la sociedad no es sólo un derecho, sino una condición fundamental para la eficiencia de la justicia.
Había expectación por ver cómo abordaba Benedicto XVI las cuestiones relativas a la implicación de la Iglesia en los problemas sociopolíticos, y lo hizo siguiendo la estela de la Deus caritas est. El trabajo político no es competencia de la Iglesia en cuanto tal: ella debe ser "abogada de la justicia y de los pobres", debe "formar las conciencias, educar en las virtudes individuales y políticas", y "ofrecer una opción de vida que vaya más allá del ámbito político". A los obispos, el Papa les pidió favorecer un salto de calidad en la vivencia cristiana del pueblo, presupuesto necesario para una misión que sea capaz de interpelar a todas las fuerzas vivas de la Iglesia en América Latina.
En su viaje a Austria (su segunda patria), Benedicto XVI quiso compartir las perplejidades, miedos y cansancios de una comunidad católica menguada en número pero que empieza a redescubrir la alegría de la fe y a mostrarla sin complejos, en una sociedad profundamente secularizada. En diálogo con la gran cultura de la razón europea, que no puede prescindir de su raíz cristiana, el Papa recordó que el hombre tiene necesidad de la verdad, pero de una verdad que no se afirma mediante el poder sino que se demuestra en el amor. Sin esa apertura a la verdad, sin una renovada confianza en que la vida es buena y merece ser protegida en toda circunstancia, será imposible construir "la casa Europa" sobre cimientos sólidos.
La actualidad de los mártires
Para el camino de la Iglesia en España, la beatificación de 498 mártires de la persecución religiosa en el siglo XX ha sido un verdadero aldabonazo. Como dijo el cardenal Bertone, ellos nos ayudan en la hora presente a no dejarnos vencer por el desaliento o la confusión, evitando la inercia y el lamento estéril.
Pese a la dura campaña de algunos medios de comunicación, la celebración en la Plaza de San Pedro estuvo marcada por una profunda religiosidad y una alegría serena. Esta celebración nació de la responsabilidad de la Iglesia de hacer memoria, pero se trata, como siempre, de una memoria orientada al futuro.
En el contexto de la gran beatificación y de las polémicas artificiales que la acompañaron desde las tribunas laicistas, es necesario subrayar que la Iglesia en España no siente añoranza de otras coordenadas históricas, ni aspira a imponer hegemonía cultural alguna. Precisamente los mártires nos enseñan a proponer la fe a pecho descubierto, incluso en circunstancias terribles, con el único apoyo de la verdad y la belleza humanas que nacen de esa misma fe.
Ni la añoranza ni la controversia ocuparon lugar alguno en la celebración, porque los mártires no son una amenaza para nadie. Por el contrario, representan una garantía para la libertad de todos, porque con su testimonio manifiestan el límite intrínseco a todo poder mundano, que no puede pretender dominar las conciencias, ni definir el significado de la vida, ni negar la dignidad que cada persona tiene como imagen de Dios.
Laicismo ambiental y creatividad misionera
En realidad, la polémica que rodeó a las beatificaciones es un espejo de la arremetida del laicismo contra una Iglesia a la que se acusa de ser nostálgica del régimen de cristiandad y de haber optado por descender a la arena política. La fuerte denuncia de los obispos españoles contra la imposición de una formación moral obligatoria en la escuela y la movilización del laicado católico contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía han sido la causa inmediata de un proceso que tiene raíces más profundas.
Respecto de la citada asignatura, el episcopado español ha señalado en primer lugar que el Estado no puede imponer ninguna moral a los ciudadanos, y además ha señalado que los contenidos de esta Educación para la Ciudadanía están marcados por el relativismo y el laicismo. Los obispos han advertido a los padres que frente a este desafío no caben posturas pasivas ni acomodaticias, y les han invitado a defender sus derechos con todos los medios legítimos a su alcance.
A lo largo del año ha quedado claro que ésta es una batalla de fondo a favor de la libertad y del pluralismo social y, por tanto, un servicio a la construcción de una verdadera laicidad. Una batalla que tiene diversos frentes: el debate cultural y político, los recursos jurídicos y la resistencia cívica a través, entre otros medios, de la objeción de conciencia. Pero sobre todo, el desafío de la EpC ha desvelado la "emergencia educativa" que vive nuestro país (por utilizar una frase acuñada por Benedicto XVI), que constituye todo un reto para la Iglesia en España.
Más allá de coyunturas electorales (que no dejan de tener su importancia), a la Iglesia en España se le presenta una tarea de largo alcance. Lo más urgente es la regeneración del tejido comunitario de nuestro catolicismo, lo que supone también sostener una clara propuesta educativa. Sólo de ahí podrá nacer una nueva misión, basada en el testimonio y la caridad, que se dirija al corazón de nuestras ciudades y ambientes.
A fin de cuentas, defender la libertad de la Iglesia implica preservar la posibilidad de vivir el cristianismo como encuentro entre personas allí donde se desarrolla la vida real, con su trama de necesidades e intereses. Por otra parte, así se ha tejido la historia del cristianismo, a través del testimonio de una belleza y una verdad encontradas. Y para los católicos no existe alternativa a este camino.