
En julio de 2004 publicamos un primer análisis de lo que en conjunto parecía ser la nueva diplomacia socialista; nueva por reciente, pero también por distinta de las de sus predecesores liberal-conservadores y socialistas. La perspectiva que nos ofrece la gestión del Gobierno durante el año 2005 nos proporciona una excelente oportunidad para revisar aquel texto.
La política exterior del actual Gobierno socialista está íntimamente vinculada al conjunto de su política. No prima un comportamiento profesional, continuador de una tradición internacionalista inexistente, sino una visión ideológica que tiene como objetivo realizar cambios profundos en la propia sociedad española.
El socialismo español rechaza el ámbito de autonomía del individuo, de la misma forma que trata de arrinconar en el desván de la historia el legado judeocristiano de principios y valores que ha cimentado el desarrollo de Occidente y que está en la base de la democracia liberal. Frente a este legado no tienen un programa alternativo, por lo que optan por animar una actitud relativista: nada es verdad ni mentira, todos tenemos algo de razón; nadie es plenamente culpable o inocente, no existe el bien y el mal. El resultado es una confusión entre los mecanismos de toma de decisión y la veracidad o moralidad de un hecho.
Frente a la democracia liberal, ya no proponen una socialista, sino una vaga "democracia participativa", que trataría de limitar los márgenes de la acción individual primando el protagonismo de los movimientos sociales. De nuevo la amenaza de convertirnos en "hombres-masa" pende sobre nuestras cabezas, requiriendo de nosotros una reacción decidida.

El rechazo al liberalismo se expresa claramente en la crítica a Estados Unidos, la nación que mejor representa esta tradición, y al proceso general de globalización, porque supone la extensión de los valores liberales por todo el planeta. Una vez más, no disponen de una alternativa, pero están dispuestos a unir sus fuerzas con movimientos abiertamente antidemocráticos con tal de impedir su desarrollo. El relativismo se aplica al aliado, pero no al contrincante. Se puede ir de la mano incluso de organizaciones y gobiernos que apoyan el terrorismo, porque hay que entender sus posiciones, pero para los defensores de una política proliberal se reservan los peores calificativos.
La falta de valores, el rechazo a la cultura heredada, lleva hacia una crisis institucional. España resulta para muchos un fenómeno ideológico, un producto conservador que, por lo tanto, debe ser superado. La opción socialista por el modelo confederal es la respuesta a esta percepción. El nuevo modelo no es un objetivo en sí mismo, ni es parte de la tradición socialista; por el contrario, resulta una revisión en profundidad de lo que ha sido la posición histórica del partido. Una vez más, el nuevo socialismo español se convierte en una plataforma de diferentes grupos que tienen en común el rechazo a una idea de España.
La paradoja es que, negando España como nación y, más aún, rechazando de plano la legitimidad de un hipotético nacionalismo español, los socialistas se entregan de lleno a los nacionalismos periféricos, que no son necesariamente socialistas y que sólo tienen en común su deseo de poner fin cuanto antes a la existencia de España. Falta por saber por qué el nacionalismo catalán o el gallego son intrínsecamente progresistas y el español no.

Parece como si un ciclo se cerrara, el iniciado por Adolfo Suárez y concluido por José María Aznar, dedicado a situar a España en el lugar que le correspondía en el concierto de las naciones, tras décadas de recogimiento y aislamiento. Logrado el objetivo, el siguiente paso es desandar el camino mediante la trasformación de uno de los estados más antiguos de Europa en un vago conjunto de naciones.
El uso de la fuerza es siempre un sacrificio. Las personas están dispuestas a asumirlo –incluso la pérdida de la propia vida– por causas mayores, como la libertad individual, la democracia o la soberanía. Pero cuando no se cree en estas ideas, o la creencia es limitada, difícilmente se puede estar dispuesto a correr riesgos.
El pacifismo no es nuevo entre nosotros ni en el conjunto de Europa. Ya en el período de entreguerras se convirtió en una fuerza con peso político, y fue en parte responsable de las nefastas políticas de pacificación, que alentaron el crecimiento del fascismo. Entonces como ahora, éstas son el síntoma de un problema mayor: la falta de compromiso ciudadano con los valores característicos de la democracia liberal. España, y parte de Europa, ha logrado un extraordinario desarrollo económico y social, un sofisticado Estado de Bienestar, pero sus ciudadanos han decidido dejar de pedalear y sólo desean disfrutar de los logros conseguidos.
La falta de grandes objetivos en política exterior y la disposición a supeditarse tanto al eje franco-alemán como a los dictados de la Comisión Europea tratan de compensarlos con acciones de alto contenido ideológico, pero carentes de un hilo argumental que vaya más allá del "progresismo". Esta falta de grandes objetivos da a nuestra diplomacia un tono errático y oportunista, en absoluto característico de nuestra acción exterior en los últimos treinta años. Esta novedad se agrava con una gestión muy poco profesional, que acumula errores de bulto en un tiempo record.
La vuelta a la segunda fila de Europa
En algo más de año y medio, la diplomacia española ha cedido buena parte de las posiciones conseguidas por España en los últimos años. El Tratado de la Constitución Europea fue, entre otras cosas, un intento de rectificar el reparto de poder aprobado en Niza. De forma sorprendente para muchos, el Gobierno socialista aceptó sin dar batalla el nuevo sistema, que potenciaba el papel de los grandes estados europeos y alejaba a España de la primera línea. Sin embargo, eso es lo que ellos pretendían.

Mientras tanto, nuestros gobernantes y los medios de comunicación afines repetían el mantra de que el problema residía en el mantenimiento del "cheque británico". La afirmación no deja de tener interés, por lo mucho que sugiere. Denunciar el "cheque británico" y olvidarse del "cheque francés", que no otra cosa es la PAC, no es inocente. Tampoco lo es atacar al Reino Unido, máximo representante de la postura económica liberal en Europa, mientras se respalda a Francia y Alemania, adalides del intervencionismo. Que las políticas franco-alemanas sean responsables del relativo estancamiento en que se encuentra el Viejo Continente, la baja producción y productividad, la limitada generación de patentes, no es un problema para nuestros gobernantes. La amenaza es el liberalismo.
El enemigo norteamericano
Estados Unidos se ha convertido en un icono básico para la izquierda española, en el símbolo de todo lo malo: gente que cree en Dios, que tiene principios y valores, que está dispuesta a luchar y morir por su libertad y su independencia; un pueblo que representa, mejor que ningún otro, la democracia liberal. La denuncia de la política norteamericana, el calificar a su presidente como "criminal" moviliza a un sector de la izquierda radical que resulta fundamental para los objetivos electorales del Partido Socialista. El antinorteamericanismo es, indudablemente, una de las características básicas de la izquierda española.

Este hecho no debe confundirse con el problema de la no invitación a Rodríguez Zapatero a visitar Estados Unidos, o a entrevistarse con el presidente Bush en cualquier otro lugar. Para la diplomacia española y para el Partido Socialista es una humillación intolerable, agravada por el insolidario comportamiento del ministro Bono, dispuesto a utilizar sus concesiones a Rumsfeld como arma de política interior, con la que minusvalorar a Zapatero y a Moratinos. Buscan resolver esta situación para poder continuar criticando a Estados Unidos, pero sin coste añadido. Algo que resulta muy improbable.
El Gobierno español no sólo es el único que recibe un trato tan humillante, es también el que, a fecha de hoy, aparece más descolgado de la tendencia general europea. Tras la crisis de Irak, los estados europeos que se manifestaron contrarios a la intervención militar han ido normalizando sus relaciones con Washington, conscientes de todo lo que tienen en común y de la necesaria colaboración atlántica. La España de Rodríguez Zapatero ha renunciado a un acceso directo con el centro de poder más importante del planeta y, además, ha quedado en una situación periférica dentro del bloque europeo.
La alternativa populista en América Latina
Desde hace décadas, la izquierda española desahoga sus frustraciones socialdemócratas en América Latina. Si en tiempos de Felipe González se coqueteaba con los movimientos revolucionarios marxistas, ahora, para escándalo del ex presidente, se ha abierto el flirteo hacia los populismos de corte nacional-fascista. Casi cualquier cosa es progresista si está en contra de la democracia liberal y los mercados abiertos. España ha pasado de ser un garante del Consenso de Washington, responsable de una serie de años de alto crecimiento económico, a un alentador de su abandono.
Rodríguez Zapatero ha vuelto a las tesis, defendidas por el general Franco, de que España debía apoyar lo contrario de lo que hiciera Estados Unidos, situándose a favor de la corriente del nacionalismo latinoamericano. En ambos casos, daba igual si eso llevaba a la pobreza a millones de personas y alejaba a toda una región de la necesaria modernización: asentados prejuicios ideológicos justificaban y justifican dichas políticas.

Tampoco en Venezuela parecen coincidir los puntos de vista españoles con los del resto de Europa. El incondicional apoyo a la Revolución Bolivariana, animado por Bono y asumido por Rodríguez Zapatero, implica el respaldo a su política continental de apoyo político y financiero a una amplia gama de movimientos variopintos que sólo tienen en común el rechazo a la democracia liberal y a las economías abiertas. España asume la responsabilidad de desestabilizar la región y de condenarla de nuevo al atraso, precisamente ahora que había enderezado su curso y logrado avances destacados.
En la misma línea cabe interpretar la política hacia Argentina, o la entusiasta bienvenida al nuevo Gobierno boliviano, comprometido a establecer un régimen de socialismo indigenista condenado al fracaso. Las simpatías ideológicas priman sobre los intereses del Estado o el bienestar de aquellas gentes.
La importancia de las inversiones españolas en América Latina es un hecho difícil de obviar que se convierte en un obstáculo para los objetivos ideológicos de nuestra diplomacia. Nuestro Gobierno ha expresado con claridad, para sorpresa de muchos, que los intereses de nuestras empresas no condicionarían nuestra diplomacia.
Dejando a un lado los temblores que tal declaración haya podido provocar a lo que quede de Lord Castlereagh en su tumba, o las dudas que haya podido suscitar en muchos ciudadanos sobre qué es entonces la diplomacia y para qué pagamos impuestos, el Gobierno español ha urdido una estrategia acorde con sus postulados ideológicos. Se trata de partir del reconocimiento y la legitimidad del hecho revolucionario y, consiguientemente, de la renuncia a defender los intereses de nuestras empresas, incluido el cumplimiento de los contratos. A continuación se busca el establecimiento de una relación preferencial, con importantes contraprestaciones en forma de ayudas a la cooperación. Es entonces cuando se trata de proteger, aunque de forma limitada, nuestra presencia económica, que en determinados casos se involucra más allá de lo aconsejable en el entramado político-económico de regímenes nada ejemplares.
Ante la inexistente amenaza
El Islam vive momentos críticos, en una fuerte tensión entre el islamismo y la modernización. A ello los españoles tenemos que añadir los problemas derivados de nuestra condición de frontera, con la cuestión del Sáhara sin resolver, la demanda de soberanía sobre Ceuta y Melilla, una emigración creciente y el problema del terrorismo.

Ante tal muestra de debilidad, la monarquía alauita se crece y exige más. Rodríguez Zapatero cumplirá la palabra dada por Felipe González y abrirá un ciclo negociador sobre el futuro de la soberanía de Ceuta y Melilla. La gestión del problema de la emigración ha servido para que Marruecos reciba ayuda europea, y se convierte, crecientemente, en un arma de presión sobre España.
El tratamiento del terrorismo islamista ha evolucionado. Tras ser considerado sólo como la consecuencia de la presencia de España en Irak, el Gobierno ha pasado a reconocer que es un problema general. Sin embargo, no ha sido capaz de articular una doctrina al respecto, atrapado en sus propias contradicciones. Afirman que el origen del terrorismo reside en determinadas condiciones económicas y sociales, pero promueven para solucionarlas programas de ayuda a los gobiernos que han creado esas condiciones. Cuando Estados Unidos plantea el reto de la democratización de la región, reaccionan rechazándola de plano, tanto por lo que implica de hegemonismo como de denuncia de regímenes pseudorrevolucionarios, tan corruptos y violentos como incompetentes, por los que sienten simpatía y afinidad.
En un intento de contener la estrategia de transformación norteamericana, el Gobierno de Rodríguez Zapatero promovió en el marco de Naciones Unidas la iniciativa de "Alianza de Civilizaciones", como desarrollo de la presentada por el Irán de los ayatolás, el "Diálogo de Civilizaciones", unos años antes. Según esta estrategia, la solución de la actual tensión no estaría en la modernización de la región, sino en el diálogo con regímenes terroristas –como el de los propios ayatolás (Jatamí, responsable de la iniciativa iraní, está en el Comité de la española)– o corruptos, como son la mayoría de los árabes; no estaría en su transformación y apertura, sino en el respeto y la no injerencia en sus actuaciones bárbaras y opresoras.

Estas contradicciones son el resultado del desarme moral de buena parte de los españoles, incapaces de asumir que nos encontramos en una guerra contra el islamismo, una guerra que nos han declarado una y otra vez y que no está en nuestra voluntad evitar. Pagando vasallajes no resolveremos el problema, ni desviaremos la atención hacia Estados Unidos o el Reino Unido. La acción policial no es suficiente, ni siquiera una mejor coordinación con los restantes estados europeos. El campo de batalla está en el Islam, y allí debemos actuar de la forma que sea más eficaz en cada caso, presionando para que la educación se reforme o combatiendo contra los islamistas.
Outsourcing político
La política exterior del Gobierno de Rodríguez Zapatero se ha basado esencialmente en la renuncia a lo alcanzado hasta ahora por España, especialmente si proviene del período Aznar; en el outsourcing de la gestión exterior, especialmente en las figuras de Chirac y del ya felizmente ex canciller alemán Schröder, y en el tradicional rencor histórico acumulado por una izquierda carpetovetónica que no quiere resignarse y aceptar que sus principios no son válidos en el mundo real. De ahí el antiamericanismo visceral de Rodríguez Zapatero y buena parte de sus ministros.
El resultado de año y medio de pésima gestión y peores planteamientos ha sido situar a España en la cuneta de los asuntos estratégicos a escala mundial. Rodríguez Zapatero ha dejado a España sin amigos y ha volcado toda su atención en personajes tan discutibles como Castro, Chávez y ahora Evo Morales, y en la forja de ejes tan surrealistas y perjudiciales como el Madrid-Teherán, precisamente cuando Europa denuncia insistentemente el comportamiento del Gobierno de Irán tanto en la cuestión nuclear como por las amenazas a Israel.