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INTERNACIONAL

Estados Unidos, de retirada

El asunto que más nos ha ocupado durante el año que nos deja ha sido la crisis económica, que no fue mundial en su origen, pero cuyos efectos se van haciendo notar en todo el planeta. En el terreno de la política internacional, la crisis ha continuado acelerando el proceso de constitución de un nuevo mapa de las organizaciones internacionales, que viene a sustituir o complementar el surgido de la segunda postguerra mundial y que se fundamenta más en la autoridad que en una potestad derivada de tratados internacionales.


	El asunto que más nos ha ocupado durante el año que nos deja ha sido la crisis económica, que no fue mundial en su origen, pero cuyos efectos se van haciendo notar en todo el planeta. En el terreno de la política internacional, la crisis ha continuado acelerando el proceso de constitución de un nuevo mapa de las organizaciones internacionales, que viene a sustituir o complementar el surgido de la segunda postguerra mundial y que se fundamenta más en la autoridad que en una potestad derivada de tratados internacionales.

La diplomacia clásica se ha hecho más presente a costa del multilateralismo. Los G (G-2, G-8 y G-20, fundamentalmente) han cumplido un papel interesante y nos hemos acostumbrado a su existencia, como si de algo natural se tratara, pero no por ello dejan de ser directorios. Por el contrario, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha continuado perdiendo autoridad, por el perverso efecto del derecho de veto y por su anacrónica composición.

La conjunción de crisis económica y liderazgo de Barack H. Obama ha llevado a la diplomacia norteamericana a ejercer su tradicional influencia internacional con un desconocido autocontrol. La necesidad objetiva de reducir los costes derivados de un gran despliegue de capacidades militares, con dos conflictos abiertos de la importancia de los de Iraq y Afganistán, junto a la voluntad ideológica de presentarse a la sociedad internacional como un país que no quiere actuar desde el liderazgo sino desde la cooperación han bloqueado su acción exterior, lo que ha permitido a sus enemigos ocupar un espacio político y diplomático mayor. La retirada de Iraq ha sido precipitada, se ha dejado atrás una situación muy delicada que puede acabar en una guerra civil o regional y en la disgregación de los territorios que el Imperio Británico consideró oportuno reunir tras el colapso del califato turco. La estrategia seguida en Afganistán ha estado más preocupada por justificar el abandono que por lograr los objetivos que el presidente asumió enfáticamente y que pasaban por la reconstrucción del país y el establecimiento de un Estado de Derecho. La Alianza Atlántica, con Estados Unidos a la cabeza, se prepara para dejar el país y dejar el poder en manos de los mismos que lo detentaban en 2001, pero con el agravante de que ahora podrán vanagloriarse de haber derrotado también a una gran coalición internacional liderada por la hasta no hace mucho hiperpotencia norteamericana. Si, en términos objetivos, Estados Unidos va a seguir siendo durante algún tiempo la potencia de referencia en el planeta, su autoridad está sufriendo un severo desgaste por la ausencia de una estrategia apropiada.

El vínculo atlántico continúa desvaneciéndose, en un proceso que, aunque natural, tendrá graves consecuencias para los Estados de ambas orillas. En Washington, la colaboración europea se considera insuficiente, mientras que el área Pacífico-Índico reclama más atención. El Viejo Continente, por su parte, se ha empantanado en una crisis económica e institucional que le tendrá ocupado, ajeno a los grandes temas de nuestro tiempo, durante un período prolongado. Para evitar la emergencia de una gran Alemania que rompiera el equilibrio de fuerzas establecido tras la II Guerra Mundial y estableciera una zona de influencia en el centro de Europa en torno al marco, se dio el paso de crear una Unión Europea con una moneda común, pero el tiempo ha demostrado lo que los economistas ya señalaron en aquellas fechas: que el euro, como cualquier otra moneda a lo largo de la historia, necesitaría de un banco emisor con todas las competencias y de una política fiscal común. Esta obviedad chocaba con los intereses nacionales. Algunos Estados miembros, con Francia a la cabeza, intentaron ingenuamente con el Tratado de Maastricht y todos sus derivados diluir la soberanía alemana y preservar la propia. Se aprobaron unos criterios de convergencia que, a la postre, resultaron insuficientes para controlar unas políticas fiscales que respondían a intereses nacionales e ignoraban los compromisos continentales. Con la llegada de la primera crisis el tinglado se ha venido abajo, forzando a los miembros a realizar una elección imposible: abandonar la eurozona, lo que en estas circunstancias tendría un coste inasumible, o aprobar de una vez por todas el marco institucional necesario para estabilizar el euro. La segunda opción lleva a la renuncia del ejercicio de la soberanía sobre una parte importante de la política económica y a una fuerte tensión entre los Estados del norte y los del sur, la Europa protestante frente a la católica, para establecer cuáles serán los criterios que regirán la futura política fiscal común. La debilidad de los segundos, endeudados y presos de una crónica adicción al déficit, sitúa a los primeros en condiciones de vincular su ayuda a ajustes no por necesarios menos traumáticos. Una parte importante de la población europea va a sufrir sus efectos, tanto sobre sus ingresos como sobre los servicios que ha venido recibiendo del Estado. Si el ajuste es necesario, no es sin embargo garantía de que la economía europea despegue. El riesgo de que el Viejo Continente se instale en un período largo de recesión y bajo crecimiento no haría más que profundizar en el estado de irrelevancia en que el que se ha instalado en lo que respecta a la política internacional.

La primavera árabe ha sido, junto a la crisis económica, el gran tema del año que nos deja. Un ciclo toca a su fin, llevándose por delante a regímenes que surgieron tras la independencia, en particular aquellos que tuvieron su origen en golpes de estado militares. Su incapacidad para mantener altas tasas de desarrollo económico con las que satisfacer demandas de puestos de trabajo y servicios sociales, alimentadas por el efecto del baby boom y de la globalización de los medios de comunicación; la creciente dificultad para aliviar esas tensiones mediante la emigración, por efecto de la crisis económica europea, y el espectáculo de incompetencia y corrupción han llevado a una movilización popular que ha acabado forzando procesos constituyentes. El vacío dejado por la clase política saliente lo está llenando el islamismo, en sus distintas variantes regionales. Las expectativas generadas en Europa sobre una democratización árabe se están esfumando a la vista de unos resultados electorales que no dejan de recoger el sentir de las masas iletradas y pobres, que durante estas últimas décadas sólo han encontrado la ayuda y el consuelo de los extremistas religiosos. Caso aparte ha sido el de Libia, donde las revueltas adoptaron la forma de enfrentamientos tribales, lo que dio a Francia la oportunidad de ensayar una acción neocolonial que acabó en la humillante intervención norteamericana para salvar a sus aliados europeos, la propia Francia y el Reino Unido, de un monumental ridículo. Una intervención que pasó por involucrar a la Alianza Atlántica, lo que provocó la previsible tensión entre los países que rechazaban la acción militar, encabezados por Alemania, y los que la apoyaban. Todo para que los islamistas acabaran haciéndose con el poder y que los polvorines fueran asaltados y sus contenidos, repartidos entre milicias tribales, grupos terroristas y mafias locales. Un singular uso del dinero del contribuyente europeo y norteamericano.

El auge del islamismo revive la tensión religiosa y, con ella, los seculares conflictos entre las distintas corrientes del Islam. En Oriente Medio, el choque entre chiíes y suníes puede llevar a graves conflictos. Siria se encuentra en guerra civil, Iraq está a punto de entrar en la misma deriva, al tiempo que Irán se acerca al estadio nuclear, lo que llevaría a Arabia Saudí y posiblemente a Egipto a abandonar el régimen de no proliferación para equilibrar la balanza de poder regional. Turquía, por su parte, trata de reconstruir parte de su pasado imperial presentándose como modelo de islamismo compatible con el desarrollo económico, al tiempo que rivaliza con Arabia Saudí en el liderazgo suní apoyando a esta comunidad en el conflicto sirio y conteniendo la influencia iraní.

En el área Pacífico-Índico, el auge de China continúa empujando a sus vecinos hacia posiciones defensivas. Su desarrollo económico, las importantes inversiones en capacidades militares, sus demandas sobre aguas territoriales y control de líneas de navegación, sus acuerdos para usos de bases fuera del territorio nacional, el apoyo a Corea del Norte y Pakistán..., preocupan a los Estados limítrofes, que se reúnen en torno a unos Estados Unidos menos creíbles, a Rusia y, sobre todo, a acuerdos de colaboración que han llevado a que países como India y Japón realicen maniobras conjuntas. El crecimiento económico en la región es tan evidente como las tensiones sociales y políticas a las que muchas de estas naciones tendrán que enfrentarse en los próximos años. China se consolida como la segunda potencia del planeta, pero, aunque trata de actuar en el terreno diplomático con extrema cautela, sus actos preocupan y son el catalizador de una reorganización regional de enorme interés y trascendencia.

Como los viejos zares, el antiguo agente de la inteligencia soviética Putin cree más en el Estado que en la sociedad. Tras años dirigiendo la política rusa, se hace cada día más evidente que los recortes democráticos no están teniendo una contrapartida en mayor desarrollo social y económico. Rusia vive, como los Estados del Golfo, de sus reservas energéticas, gracias a las cuales ingresa divisas y dispone de un amplio margen de influencia diplomática, que ejerce con escaso pudor. Su peso internacional disminuye, aunque continuará siendo un actor de referencia en Europa y Asia.

América Latina viene sufriendo la doble amenaza del populismo antidemocrático y del narcotráfico, que tienden a actuar de forma conjunta. El movimiento bolivariano pierde peso, a la vista de sus pobres resultados a la hora de satisfacer demandas sociales. El legado de Lula pesa más que el ejercicio esperpéntico de poder de Chávez, lo que se hace patente en nuevas experiencias populistas como la peruana. Sin embargo, el narcotráfico, derrotado en Colombia, se hace fuerte en Centroamérica, a partir de sus posiciones en Venezuela y en la selva brasileña. México está en peligro, los cárteles se han impuesto en algunos estados del norte y no parece haber suficiente voluntad política de hacerles frente. Una crisis en este país de frágil democracia podría tener consecuencias muy graves sobre la región.

La gran asignatura pendiente continúa siendo el desarrollo del África Subsahariana, ahora crecientemente amenazado por la expansión del islamismo. Sólo apostando por la educación esas sociedades estarán en condiciones de salir adelante, siguiendo el ejemplo de los Estados del área del Pacífico. La corrupción política hipoteca las administraciones, drena su financiación y se convierte en el principal obstáculo para la necesaria modernización del Estado. La ayuda internacional, imprescindible para financiar las grandes reformas pendientes, no siempre cumple su cometido al entrar, voluntaria o involuntariamente, en el circuito de la corrupción.

La estabilidad no ha sido una característica del 2011 y no parece que lo vaya a ser del 2012. Vivimos tiempos de cambio acelerado, en que los viejos organismos de la postguerra mundial resultan inoperantes mientras nuevos conflictos regionales amenazan la seguridad internacional. Son años de confusión, en los que el pasado y la neblina de la actualidad nos impiden ver con claridad lo que el futuro inmediato nos depara. 

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