Ocho años después de la quiebra del país, la crisis añadía poco a lo que de desastroso tenía y tiene la gestión de los Kirchner, tan parecida en lo fundamental a la de nuestro ahora menos sonriente presidente: irresponsabilidad, soberbia, ignorancia, ministros imposibles, negación sistemática de la realidad, irritante desprecio por la oposición. Todo ello agravado en el caso argentino por una bien organizada violencia espontánea, que apenas se empieza a insinuar aquí, pero que probablemente llegue: el peronismo es igual en todas partes.
No ha sido éste, sin embargo, el año del desastre español. Ha sido sólo el del desastre griego, justo catorce meses después del corralito islandés. Pero nos acercamos, por mucho silencio que guarde la prensa al respecto. Grecia no ha tenido corralito porque cuenta con el colchón de la UE, pero ni ésta ni el BCE pueden soportarlo todo, ni nuestros socios comunitarios son infinitamente generosos. La idea de que la moneda común no puede devaluarse como el peso o la corona es absolutamente falaz porque, a cambio de la no devaluación, el sistema genera sin remedio inflación, sin aumento del poder adquisitivo de los que conservan el empleo, con estrepitosas caídas en la miseria extrema de las capas más bajas de la sociedad y una rebaja en la producción y el consumo difícil de superar. Que nadie se haga ilusiones respecto de lo que significa en términos materiales el ser europeo, concepto más bien vago a estas alturas.
Hace unos días resumí en este periódico los avances alarmantes del islam. Pero no hablé del silencio estrepitoso de la Iglesia Católica al respecto, ni de la Iglesia en general, cuyas conductas públicas no son exactamente las que cabe esperar ante lo que para la institución es sin duda una crisis general, ligada a la creciente secularización de Occidente y a las conversiones que, de grado o por fuerza –física o moral–, obtienen los seguidores de Mahoma. Así como no es de recibo que el señor Bono reclame por una decisión de la jerarquía respecto de los fieles que voten favorablemente la ley del aborto, tampoco lo es el espectáculo al que ha dado lugar la designación de monseñor Munilla en Guipúzcoa. Por un lado, la Iglesia mantiene un rigor lógico en las cuestiones del dogma –y da muestras de una gran inteligencia con el veto a los matrimonios mixtos, única respuesta visible, hasta el momento, al avance musulmán en España–, pero, por otro, permite que las disensiones políticas, que deberían ser irrelevantes para ella, interfieran y perturben la designación de un obispo.
La otra institución en crisis es el Ejército, y no precisamente porque exista un consenso social que le sea hostil, sino porque la izquierda populista en el poder, en casi todos los países occidentales, tiene decidido el desarme a rajatabla, primer paso imprescindible para el desmantelamiento de los Estados, su desmembramiento o su pérdida de soberanía. Cuando no haya ejército, el poder lo tomarán los Mossos d'Esquadra o la Ertzaintza, que para eso fueron creadas las policías autonómicas, a modo de miniejércitos de minipaíses en agraz.
El Ejército español, aun a pesar de Franco, ha sido siempre popular, tanto en el sentido de ser apreciado por las gentes –recuérdese la general alegría, explícita o no, que suscitó la toma de Perejil: fue una acción menor en términos bélicos, pero de gran dureza política, y todo el mundo se sintió bien al ver que, al menos por una vez, no nos bajábamos los pantalones ante el dictador marroquí– como por su composición de clase. Las escuelas militares nunca discriminaron a sus candidatos por razones de origen social, y el servicio militar obligatorio constituyó un instrumento eficacísimo de integración nacional –los tan criticados destinos que permitían que un joven veinteañero de la España profunda, rural e incomunicada, empleara por primera vez un teléfono y viera Barcelona o Bilbao, y viceversa–, de alfabetización y de socialización.
Los socialistas han puesto en marcha un proceso de desguace material y moral de las Fuerzas Armadas, cuyo primer paso fue la desnacionalización de las tropas, su reemplazo por soldados de fuera de nuestras fronteras, porque se supone que no hay suficientes postulantes españoles. Claro que eso podía explicarse así en un país con pleno empleo y un alto número de inmigrantes, siempre y cuando se dejara a un lado la delicada cuestión de las lealtades, porque ese negocio no deja de evocar la sombra cercana de los mercenarios, organizados o no. Hoy, con cerca de un veinte por ciento de desempleo, el argumento se sostiene peor. Pero eso no los va a detener en su nefasta pretensión de imponer una nueva Ley de la Carrera Militar que recorta sentido, poder y función a los ejércitos.
Sabemos que no hay Estado sin Fuerzas Armadas. Ni Supraestado: los contingentes europeos movilizables son ridículos. No obstante, ni Francia ni, sobre todo, Alemania se desarman: todo lo contrario. Ni, por supuesto, los países árabes. Chávez hace algo peor: sustituye poco a poco el Ejército venezolano –del que procede– por otro bolivariano y popular, una fuerza de esbirros a su propio servicio, que no es el de la nación. En España, esta suma de acciones contra las Fuerzas Armadas, que tiene un inicio simbólico –el verdadero es muy anterior– en la designación de Carmen Chacón –catalanista, pacifista, feminista: el embarazo es una anécdota– al frente del Ministerio de Defensa, está lejos de acabar.
El deleznable año nueve, quinto triunfal de Zapatero, pues, ha venido a confirmar una intuición: a la larga, los socialistas están ganando la Guerra Civil; no ha habido una verdadera conciliación en la generación del presidente, un conjunto de iletrados históricos que no comprenden los sacrificios que significó llegar a esa Constitución del 78 que se pasan por el arco de triunfo cuando le viene en gana, o le viene en gana a Carod. Y también la intuición de que Rusia y sus satélites –desde Egipto hasta Cuba– están ganado, no tan a la larga, la Guerra Fría. Que no era al final tanto un enfrentamiento entre socialismo y capitalismo como un enfrentamiento entre potencias. Y no olvidemos que la promoción del mundo musulmán fue obra de la URSS, incluso mediante la creación y el mantenimiento de ese organismo falsamente representativo que es la Unesco: allí nació, ya en los años sesenta, la alianza de civilizaciones que algunos creen sinceramente haber inventado hace cinco minutos; como la pólvora.
Sí, lo nacional y lo internacional son inseparables. Ninguna decisión, ninguna práctica política, desde la prohibición de fumar –impuesta por personajes que ayer mismo abogaban por la legalización de la droga, cosa tan de izquierdas– hasta la creación de una pandemia política como la de gripe A, es independiente. Es muy siniestro el juego, tanto que ni los mismos ejecutores de la cosa se dan cuenta cabal de ello. Ni siquiera la grotesca situación generada por la publicación de los mails de tahúres de los gurús del cambio climático ha hecho temblar esa estructura, esa red de mentiras en que nos tienen sumidos.
El nueve fue también un año de muertos, que se inició en diciembre de 2008 con la inesperada marcha del poeta y amigo José Luis Jiménez Frontín y que se cierra por ahora con las de Paco Ayala, Amparo Gastón, Pedro Altares y mi querido y admirado Juan Campos Reina. Toda una desgracia. Todas personas de diálogo que se nos van perdiendo detrás de Pepín Bello y Gabriel Cisneros. Cuantos menos de éstos, más Pajines, más Wyomings, más Pepiños. Me alegró muchísimo saber que el libro de discursos de Esperanza Aguirre era presentado por Joaquín Leguina: yo creo que eso es la vida política. Lo demás se parece demasiado a las guerras civiles, llenas de puñaladas por la espalda, rupturas, venganzas personales y odios sin remedio. Y recuerdo siempre que, hasta el 17 de julio de 1936, José Bergamín y José Antonio Primo de Rivera fueron amigos.
No sé qué será el diez, pero recomiendo a la gente precavida que, al menos a partir de febrero o, a lo sumo, marzo, trate de tener sus ahorros en casa y, de ser posible, en dólares. Y recomiendo a mis amigos que caminen cerca de la pared y miren de vez en cuando a sus espaldas, que nunca se sabe de dónde viene la patada. O el tiro.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
No ha sido éste, sin embargo, el año del desastre español. Ha sido sólo el del desastre griego, justo catorce meses después del corralito islandés. Pero nos acercamos, por mucho silencio que guarde la prensa al respecto. Grecia no ha tenido corralito porque cuenta con el colchón de la UE, pero ni ésta ni el BCE pueden soportarlo todo, ni nuestros socios comunitarios son infinitamente generosos. La idea de que la moneda común no puede devaluarse como el peso o la corona es absolutamente falaz porque, a cambio de la no devaluación, el sistema genera sin remedio inflación, sin aumento del poder adquisitivo de los que conservan el empleo, con estrepitosas caídas en la miseria extrema de las capas más bajas de la sociedad y una rebaja en la producción y el consumo difícil de superar. Que nadie se haga ilusiones respecto de lo que significa en términos materiales el ser europeo, concepto más bien vago a estas alturas.
Hace unos días resumí en este periódico los avances alarmantes del islam. Pero no hablé del silencio estrepitoso de la Iglesia Católica al respecto, ni de la Iglesia en general, cuyas conductas públicas no son exactamente las que cabe esperar ante lo que para la institución es sin duda una crisis general, ligada a la creciente secularización de Occidente y a las conversiones que, de grado o por fuerza –física o moral–, obtienen los seguidores de Mahoma. Así como no es de recibo que el señor Bono reclame por una decisión de la jerarquía respecto de los fieles que voten favorablemente la ley del aborto, tampoco lo es el espectáculo al que ha dado lugar la designación de monseñor Munilla en Guipúzcoa. Por un lado, la Iglesia mantiene un rigor lógico en las cuestiones del dogma –y da muestras de una gran inteligencia con el veto a los matrimonios mixtos, única respuesta visible, hasta el momento, al avance musulmán en España–, pero, por otro, permite que las disensiones políticas, que deberían ser irrelevantes para ella, interfieran y perturben la designación de un obispo.
La otra institución en crisis es el Ejército, y no precisamente porque exista un consenso social que le sea hostil, sino porque la izquierda populista en el poder, en casi todos los países occidentales, tiene decidido el desarme a rajatabla, primer paso imprescindible para el desmantelamiento de los Estados, su desmembramiento o su pérdida de soberanía. Cuando no haya ejército, el poder lo tomarán los Mossos d'Esquadra o la Ertzaintza, que para eso fueron creadas las policías autonómicas, a modo de miniejércitos de minipaíses en agraz.
El Ejército español, aun a pesar de Franco, ha sido siempre popular, tanto en el sentido de ser apreciado por las gentes –recuérdese la general alegría, explícita o no, que suscitó la toma de Perejil: fue una acción menor en términos bélicos, pero de gran dureza política, y todo el mundo se sintió bien al ver que, al menos por una vez, no nos bajábamos los pantalones ante el dictador marroquí– como por su composición de clase. Las escuelas militares nunca discriminaron a sus candidatos por razones de origen social, y el servicio militar obligatorio constituyó un instrumento eficacísimo de integración nacional –los tan criticados destinos que permitían que un joven veinteañero de la España profunda, rural e incomunicada, empleara por primera vez un teléfono y viera Barcelona o Bilbao, y viceversa–, de alfabetización y de socialización.
Los socialistas han puesto en marcha un proceso de desguace material y moral de las Fuerzas Armadas, cuyo primer paso fue la desnacionalización de las tropas, su reemplazo por soldados de fuera de nuestras fronteras, porque se supone que no hay suficientes postulantes españoles. Claro que eso podía explicarse así en un país con pleno empleo y un alto número de inmigrantes, siempre y cuando se dejara a un lado la delicada cuestión de las lealtades, porque ese negocio no deja de evocar la sombra cercana de los mercenarios, organizados o no. Hoy, con cerca de un veinte por ciento de desempleo, el argumento se sostiene peor. Pero eso no los va a detener en su nefasta pretensión de imponer una nueva Ley de la Carrera Militar que recorta sentido, poder y función a los ejércitos.
Sabemos que no hay Estado sin Fuerzas Armadas. Ni Supraestado: los contingentes europeos movilizables son ridículos. No obstante, ni Francia ni, sobre todo, Alemania se desarman: todo lo contrario. Ni, por supuesto, los países árabes. Chávez hace algo peor: sustituye poco a poco el Ejército venezolano –del que procede– por otro bolivariano y popular, una fuerza de esbirros a su propio servicio, que no es el de la nación. En España, esta suma de acciones contra las Fuerzas Armadas, que tiene un inicio simbólico –el verdadero es muy anterior– en la designación de Carmen Chacón –catalanista, pacifista, feminista: el embarazo es una anécdota– al frente del Ministerio de Defensa, está lejos de acabar.
El deleznable año nueve, quinto triunfal de Zapatero, pues, ha venido a confirmar una intuición: a la larga, los socialistas están ganando la Guerra Civil; no ha habido una verdadera conciliación en la generación del presidente, un conjunto de iletrados históricos que no comprenden los sacrificios que significó llegar a esa Constitución del 78 que se pasan por el arco de triunfo cuando le viene en gana, o le viene en gana a Carod. Y también la intuición de que Rusia y sus satélites –desde Egipto hasta Cuba– están ganado, no tan a la larga, la Guerra Fría. Que no era al final tanto un enfrentamiento entre socialismo y capitalismo como un enfrentamiento entre potencias. Y no olvidemos que la promoción del mundo musulmán fue obra de la URSS, incluso mediante la creación y el mantenimiento de ese organismo falsamente representativo que es la Unesco: allí nació, ya en los años sesenta, la alianza de civilizaciones que algunos creen sinceramente haber inventado hace cinco minutos; como la pólvora.
Sí, lo nacional y lo internacional son inseparables. Ninguna decisión, ninguna práctica política, desde la prohibición de fumar –impuesta por personajes que ayer mismo abogaban por la legalización de la droga, cosa tan de izquierdas– hasta la creación de una pandemia política como la de gripe A, es independiente. Es muy siniestro el juego, tanto que ni los mismos ejecutores de la cosa se dan cuenta cabal de ello. Ni siquiera la grotesca situación generada por la publicación de los mails de tahúres de los gurús del cambio climático ha hecho temblar esa estructura, esa red de mentiras en que nos tienen sumidos.
El nueve fue también un año de muertos, que se inició en diciembre de 2008 con la inesperada marcha del poeta y amigo José Luis Jiménez Frontín y que se cierra por ahora con las de Paco Ayala, Amparo Gastón, Pedro Altares y mi querido y admirado Juan Campos Reina. Toda una desgracia. Todas personas de diálogo que se nos van perdiendo detrás de Pepín Bello y Gabriel Cisneros. Cuantos menos de éstos, más Pajines, más Wyomings, más Pepiños. Me alegró muchísimo saber que el libro de discursos de Esperanza Aguirre era presentado por Joaquín Leguina: yo creo que eso es la vida política. Lo demás se parece demasiado a las guerras civiles, llenas de puñaladas por la espalda, rupturas, venganzas personales y odios sin remedio. Y recuerdo siempre que, hasta el 17 de julio de 1936, José Bergamín y José Antonio Primo de Rivera fueron amigos.
No sé qué será el diez, pero recomiendo a la gente precavida que, al menos a partir de febrero o, a lo sumo, marzo, trate de tener sus ahorros en casa y, de ser posible, en dólares. Y recomiendo a mis amigos que caminen cerca de la pared y miren de vez en cuando a sus espaldas, que nunca se sabe de dónde viene la patada. O el tiro.
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