Y en medio de todo esto, el desafío de siempre, si cabe aún más agudizado: presentar la belleza y la verdad de la vida cristiana a un mundo afligido por las amenazas del terrorismo y dominado culturalmente por un relativismo que seca las mejores fuentes intelectuales y morales.
El año de los dos Papas
El año de la gran despedida de Juan Pablo II, honrado por los grandes de este mundo y aclamado como santo por su pueblo, por esos millones de fieles sencillos llegados a Roma de los cuatro rincones de la Tierra para agradecer al buen pastor su indescriptible servicio, sus 27 años de entrega infatigable a la causa del Evangelio. Ahora que celebramos el 40º aniversario del Concilio Vaticano II y disponemos de una perspectiva de juicio más serena, bien puede decirse que, tras el heroico servicio de Pablo VI, ha sido el gran pontificado de Wojtyla el que ha permitido, gracias a su coraje personal, a su libertad y a su inteligencia pastoral, que comenzaran a verse los frutos que aquel gran acontecimiento permitía esperar: la conciencia de pueblo cristiano, visible en los movimientos y nuevas comunidades; una nueva relevancia de la Iglesia en el escenario internacional; una sorprendente capacidad de hablar a las jóvenes generaciones nacidas tras el vendaval del 68, la propuesta de la cultura de la vida y la concertación de las grandes religiones por la paz.
No es el momento de trazar aquí un balance, ni siquiera aproximado, del Papa que llegó del Este, pero digamos, con las palabras del cardenal Ratzinger en su funeral, que dejó una Iglesia más libre, más joven y más fuerte.
Por supuesto, eso no significa que hayan desaparecido los problemas para la misión de la Iglesia; más aún: algunos de ellos, por lo que se refiere a Occidente, se han agravado notablemente. Durante las congregaciones de los cardenales previas al Cónclave, la sombra punzante de esta preocupación presidió los debates que debían alumbrar el perfil del hombre llamado a heredar las llaves del Reino. Si Juan Pablo II había supuesto un poderoso revulsivo para una Iglesia fatigada y acomplejada, ahora era preciso afrontar el desafío del nihilismo occidental, la distancia sideral de grandes franjas sociales respecto de la enseñanza y la vida de la Iglesia. Era necesario, pues, un hombre capaz de realizar el diagnóstico en toda su crudeza y de no palidecer ante su gravedad; por otra parte, el elegido debía custodiar la gran herencia del pontificado, pero no como quien guarda un perfume en un frasco sino como el trabajador de la viña que sabe sacar el mayor fruto a la semilla sembrada.
Se buscaba un hombre cuyo perfil humano, intelectual y pastoral permitiera mantener la vibración del pueblo congregado por Wojtyla, pero que al mismo tiempo supiese hablar con desparpajo a un mundo al tiempo débil y engreído, tan frenético como desesperado, tan escéptico como sediento de respuestas. No es fantasioso imaginar que, día tras día, las miradas se iban concentrando en el Cardenal Decano, y que éste sintiera de manera creciente que "la guillotina se aproximaba" a su cuello.
El Papa de San Benito
Desde sus primeras intervenciones se hizo claro que Benedicto XVI no quería detallar un programa ni establecer una estrategia, sino anunciar, explicar y testimoniar la fe como la propuesta más conveniente para el hombre. Su abundante predicación respira una belleza esencial y una deliciosa transparencia del Evangelio: así, sus primeras homilías nos hablaron de la amistad de Cristo (que no quita nada y nos lo da todo), y de la Iglesia como una red de testimonios que se extiende hasta los confines de la Tierra. Por otra parte, no ha dejado de recordar a San Benito, que buscó dar vida a una comunidad fundada en la primacía del amor de Cristo, sembrando así la semilla de una nueva civilización.
Esta parece ser una de las claves de cómo entiende Benedicto XVI la nueva evangelización, pues también recordó a los jóvenes en Colonia que los santos son los verdaderos reformadores de la historia, y que cristianismo y felicidad forman un binomio inseparable.
También ha resaltado con fuerza la capacidad de diálogo del Papa Ratzinger: recordemos sus entrevistas con el sucesor de monseñor Lefebvre y con Hans Küng, la reactivación del diálogo católico-ortodoxo y el gran encuentro con la comunidad judía en la sinagoga de Colonia. Pero, sobre todo, la Iglesia necesita la guía de este Papa para que su diálogo con el mundo de hoy no se plantee ni como "reacción" ni como "disolución", sino como respuesta amorosa y eficaz a sus esperanzas y oscuridades más profundas.
En España, cambios pero no tanto
A comienzos de marzo tuvo lugar la Asamblea Plenaria de la CEE, que debía proceder a la elección del nuevo presidente. Los estatutos de la Conferencia Episcopal se encargan de limitar duramente la posibilidad de que un obispo ocupe la presidencia durante tres trienios consecutivos, al obligarle a cosechar dos tercios de los votos emitidos en el aula. Con todo, el cardenal Rouco estuvo a punto de lograrlo, porque le faltó un solo voto, y ese resultado está más cerca de una victoria moral que de un voto de castigo, como algunos lo calificaron.
Descartado Rouco, el obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, fue receptor de votos que procedían de las diferentes sensibilidades de la Conferencia. A su favor pesaron su probada solidez doctrinal y su esforzado servicio a la Iglesia en las difíciles condiciones de la diócesis de Bilbao, pero seguramente también el deseo de una parte de los obispos de cambiar el estilo de conducción de la Conferencia y el modo de presentar en público los asuntos eclesiales. Como vicepresidente resultó elegido el arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, un hombre de fuerte personalidad y notable perfil público, más en la línea del Cardenal Rouco.
En sus primeras intervenciones, Blázquez señaló que el gran reto para la Iglesia en España es abrir caminos al Evangelio en una cultura alejada de Dios, y mostró su inquietud por el desafecto que expresa una parte significativa de la juventud, porque "la Iglesia es hogar de todos, también de los jóvenes". También se percibía una insistencia temática en el diálogo como método de evangelización. En todo caso, no cambiaba el programa, pero se entonaba con una melodía propia, como sucede con cada presidente de la Conferencia.
Algunos círculos políticos y mediáticos confundieron la realidad con sus deseos, al presentar este cambio como un paso de la etapa de la confrontación a la del diálogo. Ni en la presidencia de Rouco faltó disposición al diálogo ni en la de Blázquez ha podido rendir muchos frutos, sencillamente porque el Gobierno lo ha hecho imposible, con sus provocaciones y amagos de ruptura de los consensos básicos, que tan eficazmente han servido a la convivencia de los españoles en el último cuarto de siglo.
Familia y educación, campos minados
Y así han desfilado por el escenario el divorcio exprés, la experimentación con embriones, el pseudomatrimonio entre personas del mismo sexo y el perseverante intento de desalojar a la Iglesia de la plaza pública. Este frenesí "revolucionario" requería también intervenir sobre la escuela, para completar con el tiempo el cambio social diseñado por el Gobierno, y así se diseñó la nueva ley de educación.
En definitiva, la tan cacareada tensión de la Iglesia con el Gobierno Zapatero ha tenido como principal contenido la defensa del bien común y de algunos valores sociales de primer orden, antes que las cuestiones relativas al marco jurídico de la propia Iglesia. Sobre este fondo, podemos identificar dos momentos de clímax: la nota del Comité Ejecutivo del mes de mayo, que recordaba a los católicos su derecho a ejercer la objeción de conciencia ante los cambios del Código Civil que hacían desaparecer la definición del matrimonio como unión de hombre y mujer; y la decisión de no aceptar un acuerdo sobre la base de algunas mejoras introducidas en el proyecto de la LOE, días antes de la manifestación del 12-N.
En el primero de los casos, los obispos advirtieron de que se trataba de un verdadero giro revolucionario, de una corrupción de la institución matrimonial sin paliativos. En la mencionada nota, el Ejecutivo llegó a afirmar que la ley que se pretendía aprobar carecería propiamente del carácter de una verdadera ley, al estar en abierta contradicción con la recta razón y con la norma moral. En un paso posterior, los obispos reconocieron abiertamente su apoyo a la manifestación promovida por el Foro Español de la Familia, que congregó a un millón de personas y contó con la presencia de una veintena de obispos.
Por lo que se refiere al debate educativo, las preocupaciones eran múltiples: mengua de la libertad de los padres, asfixia económica y control ideológico de los centros concertados, marginación académica de la asignatura de Religión e introducción de la Educación para la Ciudadanía como obligatoria para todos los alumnos. Con el proyecto de LOE ya en el Congreso y la manifestación de las organizaciones educativas ya convocada, el Gobierno intentó una negociación sui géneris con la CEE, pero pronto quedó claro que no aceptaba tocar los núcleos duros de su apuesta educativa, aunque se mostrara dispuesto a suavizar algunas formulaciones radicales.
Avenirse a una declaración pública en la que se reconocieran avances sustanciales habría sido prestarse a la estrategia de la confusión y la desmovilización. Los obispos declinaron la invitación, y en ese preciso momento se desató el último capítulo de las hostilidades: visita forzada de la vicepresidenta De la Vega a Roma, insinuaciones de revisión a la baja de la financiación y acusaciones de afición a la pancarta.
La manifestación histórica del 12-N ha confirmado que el sujeto social católico ha tomado conciencia de algunos graves peligros, ha encontrado una cohesión desconocida y finalmente no le hace ascos a una calle que es tan suya como de cualquiera. En todo caso, el arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, advertía por esas fechas de que no podemos pensar que el decaimiento de la fe y su marginación social sean sólo consecuencia de una determinada política. El principal desafío que la Iglesia tiene planteado en estos momentos es, como recuerda continuamente Benedicto XVI, mostrar que la fe no recorta sino que da plenitud a todas las dimensiones del hombre, que no nos ancla en el pasado sino que nos lanza a los espacios abiertos del futuro.