Como era de esperar, se produjo un momento de desconcierto en esos movimientos cívicos, que requerían un cauce político para sus movilizaciones. Ahora bien, en conjunto no han dejado de responder y movilizar a la opinión pública en torno a cuestiones como la objeción a la asignatura de Educación para la Ciudadanía (Profesionales por la Ética), la libertad lingüística (Galicia Bilingüe), la nueva ley del aborto (Hazte Oír), la eutanasia, la negativa a ilegalizar los ayuntamientos de ANV, la legislación sobre la llamada "memoria histórica", así como la corrupción evidenciada por el aumento del gasto y la arbitrariedad de las administraciones públicas (Manos Limpias). Por otra parte, la crisis económica ha puesto de relieve la importancia de la asistencia no estatal, en particular de la Iglesia Católica, a la hora de paliar las necesidades.
Todo este movimiento ha sido independiente del principal partido de la oposición. Ha encontrado algún relevo en Ciudadanos y en UPyD, pero en general se ha desarrollado fuera del ámbito político. Mientras tanto, el PSOE sigue apoyando y subvencionando a sus organizaciones afines con dinero público.
La crisis financiera y económica ha suscitado un desconcierto aún más notable en el terreno ideológico. En general, se ha esfumado cualquier voluntad de frenar la intervención pública para el rescate o la nacionalización de los sectores en crisis, que son todos. Y también ha surgido, como era de esperar, una oleada de retórica anticapitalista: los socialistas han encontrado la ocasión de darle la vuelta, veinte años después, a la histórica derrota de la caída del Muro de Berlín.
Culturalmente, estamos probablemente ante una doble crisis de valores. Más de quince años de crecimiento, desde la última crisis económica seria, la del 93, han formado a una sociedad y a dos generaciones en el desahogo y la despreocupación. Ahora vuelven tiempos de ahorro y sacrificio. No todo tendría por qué ser negativo en este punto, si las elites estuvieran dispuestas a hablar claro. El rescate generalizado y la nacionalización de sectores enteros de la economía auguran lo peor.
También se está produciendo un desplazamiento de los grandes ejes de poder. Parece que Occidente no conoce más receta para enfrentarse a la crisis que las inyecciones de fondos, las nacionalizaciones y las operaciones en que el Estado aparece como garante. Si se prolongan más allá de una simple medida de urgencia provocada por la falta de liquidez, es posible que estas actitudes nos lleven a una crisis prolongada.
Lo distintivo de esta crisis es, sin embargo, su carácter global. El resto del mundo no esperará, como antes, a que Occidente se decida a volver a servir de locomotora. Y si los occidentales nos hundimos en el intento de rescatar una forma de vida, otras regiones y otros países tomarán la iniciativa. En el fondo, los occidentales nos seguimos creyendo inmunes a los grandes desplazamientos de poder, como si nuestra hegemonía estuviera garantizada de por sí. Cada vez lo está menos, y los experimentos que se están llevando a cabo probablemente se pagarán muy caro. La sensación de noventayochismo que cunde en Estados Unidos y se refleja, por lo menos en parte, en la elección de Obama pronto encontrará una forma de expresión en Europa.
Como tampoco en este punto el Partido Popular ni, en general, los partidos de derecha occidentales han ofrecido una alternativa clara, también aquí ha cundido la confusión, hasta el punto de que en España, y desde las filas del Partido Socialista, se ha empezado a resaltar los valores que la crisis ha vuelto a poner sobre la mesa. Lo que está quedando cada vez más claro es que la negativa, o la renuncia, a ofrecer una alternativa cultural a la omnipresente del PSOE conduce, mucho más que antes, a la renuncia al liderazgo político.
Pero esa parece ser la voluntad del PP: gestionar el poder en los intervalos en los que falla el liderazgo del PSOE, sin ofrecer una alternativa cultural que le llevaría a liderar una reforma de la sociedad española. Tal vez sea demasiado trabajo para una oligarquía integrada, treinta años después de promulgada la Constitución, en un sistema bien rodado, casi perfecto, de caciquismo democrático. Mientras el socialismo, sin perder su interés por las políticas de identidad, empieza a rescatar los valores duros de la modernidad (el esfuerzo o la responsabilidad), el liberalismo oficial se ha vuelto a reconciliar con la tecnocracia, la obsesión economicista e incluso los sentimientos, a imitación de los slogans de la campaña de Obama.
Uno de los puntos más desconcertantes del año, en un terreno extremadamente delicado, ha sido la apertura de las puertas del Vaticano a un grupo de intelectuales musulmanes y la consolidación de una suerte de plataforma de diálogo entre las dos religiones destinada, por lo menos en parte, a contrarrestar la ofensiva laicista o el retroceso de la religión en el espacio público. Sé de algunos creyentes, cristianos, a los que esto ha llenado de zozobra y les ha dejado una sensación de soledad y desamparo.
Si el liderazgo falla también ahí, se acentuará lo que ya se está viendo en la sociedad y en internet pero reflejan muy pocos medios de información: la deriva hacia posiciones que intentan reflejar el repudio personal o la aversión hacia formas de vida que cada día resultan más intolerables, más decadentes, aplaudidas, cuando no dictadas, por un Estado empeñado en cambiar la sociedad a su gusto. Si, a resultas del régimen caciquil, el sistema democrático puede conocer una crisis de legitimidad, aquí se está abriendo una brecha que no hará más que agravarla.
En cuanto a los acontecimientos culturales propiamente dichos, lo más llamativo han sido las grietas del Estado cultural, aunque no parece que eso vaya a reducir el despilfarro en este campo, destinado a la propaganda y a la satisfacción de la elite político-intelectual gobernante, sin distinción de partidos ni de ideologías. Todo se resume en la sórdida historia de la cúpula de Barceló, financiada con dinero destinado a cooperación al desarrollo y que empezó a desprenderse nada más ser inaugurada por los máximos responsables políticos.
El aniversario del levantamiento de 1808 ha sido objeto de conmemoraciones de ambición nacional en un único lugar: Madrid. Eso da la medida del deterioro institucional, y también ha servido para seguir clasificando a la capital de España como territorio con vocación centralista, un argumento utilizado para achicar el terreno a Esperanza Aguirre.
En cuanto a la libertad de expresión, tampoco ha sido éste el mejor año. La crisis económica está planteando con dramatismo el nuevo papel de los medios de información, y sentencias como la impuesta a Federico Jiménez Losantos auguran un 2009 gélido.
Todo este movimiento ha sido independiente del principal partido de la oposición. Ha encontrado algún relevo en Ciudadanos y en UPyD, pero en general se ha desarrollado fuera del ámbito político. Mientras tanto, el PSOE sigue apoyando y subvencionando a sus organizaciones afines con dinero público.
La crisis financiera y económica ha suscitado un desconcierto aún más notable en el terreno ideológico. En general, se ha esfumado cualquier voluntad de frenar la intervención pública para el rescate o la nacionalización de los sectores en crisis, que son todos. Y también ha surgido, como era de esperar, una oleada de retórica anticapitalista: los socialistas han encontrado la ocasión de darle la vuelta, veinte años después, a la histórica derrota de la caída del Muro de Berlín.
Culturalmente, estamos probablemente ante una doble crisis de valores. Más de quince años de crecimiento, desde la última crisis económica seria, la del 93, han formado a una sociedad y a dos generaciones en el desahogo y la despreocupación. Ahora vuelven tiempos de ahorro y sacrificio. No todo tendría por qué ser negativo en este punto, si las elites estuvieran dispuestas a hablar claro. El rescate generalizado y la nacionalización de sectores enteros de la economía auguran lo peor.
También se está produciendo un desplazamiento de los grandes ejes de poder. Parece que Occidente no conoce más receta para enfrentarse a la crisis que las inyecciones de fondos, las nacionalizaciones y las operaciones en que el Estado aparece como garante. Si se prolongan más allá de una simple medida de urgencia provocada por la falta de liquidez, es posible que estas actitudes nos lleven a una crisis prolongada.
Lo distintivo de esta crisis es, sin embargo, su carácter global. El resto del mundo no esperará, como antes, a que Occidente se decida a volver a servir de locomotora. Y si los occidentales nos hundimos en el intento de rescatar una forma de vida, otras regiones y otros países tomarán la iniciativa. En el fondo, los occidentales nos seguimos creyendo inmunes a los grandes desplazamientos de poder, como si nuestra hegemonía estuviera garantizada de por sí. Cada vez lo está menos, y los experimentos que se están llevando a cabo probablemente se pagarán muy caro. La sensación de noventayochismo que cunde en Estados Unidos y se refleja, por lo menos en parte, en la elección de Obama pronto encontrará una forma de expresión en Europa.
Como tampoco en este punto el Partido Popular ni, en general, los partidos de derecha occidentales han ofrecido una alternativa clara, también aquí ha cundido la confusión, hasta el punto de que en España, y desde las filas del Partido Socialista, se ha empezado a resaltar los valores que la crisis ha vuelto a poner sobre la mesa. Lo que está quedando cada vez más claro es que la negativa, o la renuncia, a ofrecer una alternativa cultural a la omnipresente del PSOE conduce, mucho más que antes, a la renuncia al liderazgo político.
Pero esa parece ser la voluntad del PP: gestionar el poder en los intervalos en los que falla el liderazgo del PSOE, sin ofrecer una alternativa cultural que le llevaría a liderar una reforma de la sociedad española. Tal vez sea demasiado trabajo para una oligarquía integrada, treinta años después de promulgada la Constitución, en un sistema bien rodado, casi perfecto, de caciquismo democrático. Mientras el socialismo, sin perder su interés por las políticas de identidad, empieza a rescatar los valores duros de la modernidad (el esfuerzo o la responsabilidad), el liberalismo oficial se ha vuelto a reconciliar con la tecnocracia, la obsesión economicista e incluso los sentimientos, a imitación de los slogans de la campaña de Obama.
Uno de los puntos más desconcertantes del año, en un terreno extremadamente delicado, ha sido la apertura de las puertas del Vaticano a un grupo de intelectuales musulmanes y la consolidación de una suerte de plataforma de diálogo entre las dos religiones destinada, por lo menos en parte, a contrarrestar la ofensiva laicista o el retroceso de la religión en el espacio público. Sé de algunos creyentes, cristianos, a los que esto ha llenado de zozobra y les ha dejado una sensación de soledad y desamparo.
Si el liderazgo falla también ahí, se acentuará lo que ya se está viendo en la sociedad y en internet pero reflejan muy pocos medios de información: la deriva hacia posiciones que intentan reflejar el repudio personal o la aversión hacia formas de vida que cada día resultan más intolerables, más decadentes, aplaudidas, cuando no dictadas, por un Estado empeñado en cambiar la sociedad a su gusto. Si, a resultas del régimen caciquil, el sistema democrático puede conocer una crisis de legitimidad, aquí se está abriendo una brecha que no hará más que agravarla.
En cuanto a los acontecimientos culturales propiamente dichos, lo más llamativo han sido las grietas del Estado cultural, aunque no parece que eso vaya a reducir el despilfarro en este campo, destinado a la propaganda y a la satisfacción de la elite político-intelectual gobernante, sin distinción de partidos ni de ideologías. Todo se resume en la sórdida historia de la cúpula de Barceló, financiada con dinero destinado a cooperación al desarrollo y que empezó a desprenderse nada más ser inaugurada por los máximos responsables políticos.
El aniversario del levantamiento de 1808 ha sido objeto de conmemoraciones de ambición nacional en un único lugar: Madrid. Eso da la medida del deterioro institucional, y también ha servido para seguir clasificando a la capital de España como territorio con vocación centralista, un argumento utilizado para achicar el terreno a Esperanza Aguirre.
En cuanto a la libertad de expresión, tampoco ha sido éste el mejor año. La crisis económica está planteando con dramatismo el nuevo papel de los medios de información, y sentencias como la impuesta a Federico Jiménez Losantos auguran un 2009 gélido.