El mercado de capitales dio con la puerta en las narices a países manirrotos, marginales y de tamaño controlable como Grecia, Irlanda o Portugal. Conforme se iban sucediendo los meses, cada vez iba siendo más evidente que el tiempo se les agotaba a economías más importantes, como las de España, Italia, Bélgica e incluso Francia. El contagio era inevitable, pues la exposición del sistema bancario europeo, y particularmente del francés, a las deudas española e italiana superaba con mucho las pérdidas que era capaz de absorber... y que los distintos Estados eran capaces de tapar.
No era momento, pues, de andarse con bromas: había que proceder con urgencia a sanear las finanzas públicas y a liberalizar el sector privado para impulsar la creación de riqueza. Y, claro, la gravedad de la coyuntura, junto al discurso profrugalidad de nuestros políticos, ha llevado a pensar a la multitud que, en efecto, en 2011 nuestros mandatarios comenzaron a apretarse el cinturón. ¿Qué otra alternativa tenían? Pues la que han tomado: seguir mangoneando como siempre. En 2011 los Estados de la Eurozona –todos– han gastado más dinero del que se fundieron en 2007, el último año de las falsas vacas gordas, con los erarios a rebosar.
¿Austeridad? El único que de verdad está siendo austero en la presente crisis es el sector privado, que, allá donde le han dejado, no ha tenido más remedio que redimensionarse y cuadrar sus cuentas. Los Estados, sin embargo, han continuado exhibiendo un comportamiento marcadamente irresponsable, que han tratado de camuflar monetizando deuda (como ha sucedido en EEUU y Reino Unido) o prometiendo en solemnes y repetidas cumbres que ya han aprendido la lección y que, esta vez sí, dejarán de gastar más de lo que ingresan.
Así pues, por mucho que se haya querido ligar la recaída en la recesión a partir de la segunda mitad del año a los programas de austeridad pública, semejante argumento carece de toda base. No sólo no ha habido austeridad alguna (el gasto se ha recortado en unos rubros... y se ha incrementado en otros), es que los auténticos problemas de la economía mundial tienen que ver con la enorme incertidumbre sobre la solvencia a largo plazo de nuestras economías. Si no hay un crecimiento sostenible (que no se logra, desde luego, inflando transitoriamente ciertas partidas de gasto) acompañado de un aumento del ahorro nacional (también, aunque no sólo, en el sector público), corremos el riesgo cierto de un derrumbe del sistema bancario, que a su vez podría llevarse por delante parte del sistema monetario internacional.
Mientras esas incógnitas no se despejen –y durante este año no han hecho más que complicarse– no habrá posibilidad de que nos recuperemos. Europa continuará al borde de la implosión y el resto del mundo, si no sabe qué será de Europa –pieza clave en el comercio, en la división del trabajo y en las inversiones internacionales–, tampoco podrá avanzar sobre terreno demasiado firme. Para algunos, la solución pasa no por hacer los deberes y actuar de manera diligente, sino por huir un poco más hacia adelante, a la espera de toparnos con el abismo; es decir, por monetizar deuda.
Pero, a este respecto, recordemos la situación en la que estábamos a comienzos de 2011: tras la intensa monetización de deuda de la Reserva Federal de mediados de 2010 (Quantitative Easing 2), empezamos el año con el precio de las materias primas desbocado, de ahí que éstas fueran vistas cada vez más como una amenaza mayor para el crecimiento mundial. La razón del encarecimiento no era casual: durante la década pasada se gestó un cuello de botella en la provisión de commodities que hace que, cuando el nivel agregado de gasto aumenta significativamente, los precios de las mismas se disparen y la economía se resienta. Pasó hasta mediados de 2008 (justo antes de la quiebra de Lehman Brothers) y volvió a suceder a principios de 2011, cuando la situación parecía (falsamente) estabilizada merced a unos cuantiosísimos volúmenes de gasto estatal. Pero no podemos hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, y si tratamos de mantener el gasto total de nuestras economías en unos niveles artificialmente altos gracias a la deuda monetizada por los bancos privados o por el banco central (y desligados, por tanto, de la producción de bienes y servicios que debería dar lugar a esos gastos), la inflación de materias primas volverá a manifestarse y a ahogarnos: justo lo que ha acaecido, el gasto privado ha vuelto a hundirse para contrarrestar el cuello de botella.
En definitiva, ni monetizar deuda es la solución a los problemas de solvencia del Estado –la monetización sólo pospone el problema del ajuste a cambio de una distorsionadora inflación interna y externa–, ni asumir compromisos que no vayan acompañados de hechos sirve para calmar a unos ahorradores que han perdido toda su confianza en la clase gobernante. El problema en estos momentos, pues, sigue siendo muy parecido –aunque se han hecho avances– al que teníamos cuando estalló la crisis, pero empeorado por toda la montaña de deuda pública que los Estados han colocado a unos bancos extremamente debilitados por el desastre inmobiliario anterior y que han utilizado para tratar de estabilizar el insostenible nivel de gasto agregado de la época burbujil. Justo lo contrario a lo que interesadamente se nos ha vendido desde numerosos medios de comunicación.
Por ello, 2011 ha sido el año de la palabrería y el de la mascarada antiausteridad, en un sistema financiero que ha vuelto a resquebrajarse por la irresponsabilidad fiscal de los Estados. Todo apunta a que 2012 será, por necesidad, el año de los hechos: para bien o para mal.