A mí, la verdad es que no sólo no me divierte, sino que me indigna este nuevo acto criminal por parte de un terrorista árabe, en este caso un periodista iraquí, contra un presidente democráticamente electo. El hecho de que no hayan matado ipso facto al terrorista Muntazer al Zadi no se debe a la habilidad de éste para ponerse a buen recaudo, sino al comportamiento extremadamente cuidadoso de la vida humana tanto de los guardaespaldas de Bush como de los responsables iraquíes de la seguridad de la sala donde se desarrollaba la conferencia.
El lanzador de zapatos no podía ignorar que, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, lanzar un zapato contra un presidente democrático –no sólo contra el del país víctima de dichos atentados– es un acto criminal que puede derivar en tragedia. De haber reaccionado los guardaespaldas de Bush disparando contra el agresor –lo cual me hubiera resultado completamente lógico y sensato– e hiriendo o matando involuntariamente a inocentes, yo no hubiera asignado la responsabilidad de esas muertes a los guardaespaldas, sino al terrorista del zapato. No hubieran defendido, los guardaespaldas, sólo a la persona de George Bush, sino la institución democrática de la Presidencia. Y mi hipótesis es que esa era la intención de Mountazer: provocar su propia muerte y la de la mayor cantidad de inocentes posible, como hacen sus colegas de Al Qaeda, Hamás, Hezbolá, Yihad Islámica y los que salieron a masacrar peatones por las calles de la India en este mismo mes de diciembre.
Muntazer no arrojó sólo un zapato, en un arranque de ira. Arrojó uno, con toda precisión, directo a la cabeza del presidente de los Estados Unidos; y, luego de que Geroge W. Bush esquivara el proyectil –un zapato, como una piedra, es un proyectil cuando se lanza con la suficiente fuerza–, lanzó el otro. Si hubiera sido un arranque de ira tampoco habría justificación para el terrorista, y de haber los guardaespaldas respondido a la amenaza con disparos seguiría siendo un claro caso de autodefensa por parte de un país democrático. Pero el hecho de que fuera un acto completamente premeditado refuerza aún más mi hipótesis de que se trataba de un terrorista que buscaba la muerte de inocentes.
De haber impactado el taco del zapato en el cráneo de George W. Bush, pudo haberlo herido o matado. No sería la primera vez que una persona sexagenaria muere de un golpe en la cabeza. Pero ninguno de estos detalles parece concienciar de la gravedad del suceso a los periodistas de los países democráticos que continúan burlándose de la principal democracia del mundo y alentando a los terroristas devotos de las dictaduras.
Los periodistas e intelectuales del mundo democrático, ¿queremos más democracia, más libertad de expresión, o queremos un mundo regido por dictadores como Sadam Husein o Ahmadineyad? ¿Queremos un mundo donde los ejércitos luchen en el campo de batalla y en las conferencias de prensa se debatan ideas, o un mundo donde los terroristas nos callen a piedrazos y zapatazos, donde ninguna diferencia pueda discutirse civilizadamente? No extraña que en el mundo árabe corra como un reguero la glorificación del terrorista que lanzó el zapato contra Bush, pero ¿por qué en el Occidente democrático continuamos buscando someternos a la violencia de los suicidas-homicidas?
¿Qué habría ocurrido si el zapatazo hubiera sido de un periodista sirio contra Assad? ¿Qué habría ocurrido si el zapatazo hubiera sido de un periodista norcoreano contra Kim Il Sung? ¿Qué habría ocurrido si el zapatazo hubiera sido de un periodista cubano contra Raúl Castro? Los dos primeros no sólo habrían desaparecido del mundo de los vivos, sino que habrían desaparecido a secas, como los desaparecidos de la Argentina de los setenta. Al tercero, o lo habrían fusilado, o estaría preso indefinidamente. Yo no creo que el terrorista iraquí se lleve una pena siquiera comparable con las tres descriptas.
Esos zapatazos, en mi opinión, no fueron lanzados contra el presidente Bush por haber liberado a Irak de Sadam Husein; esos zapatazos se lanzaron porque se ha permitido que, por primera vez en la historia de la humanidad, una mayoría blanca elija a un presidente de piel negra, como ocurrió el pasado noviembre en los Estados Unidos de Norteamérica. Ese triunfo fascinante de la democracia es uno de los más importantes legados de Bush: comandó una de las más importantes transiciones hacia la tolerancia y la diversidad de la que haya sido testigo la humanidad en toda su historia. Contra ese legado arrojó su zapato-arma el terrorista Mountazer.
El lanzador de zapatos no podía ignorar que, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, lanzar un zapato contra un presidente democrático –no sólo contra el del país víctima de dichos atentados– es un acto criminal que puede derivar en tragedia. De haber reaccionado los guardaespaldas de Bush disparando contra el agresor –lo cual me hubiera resultado completamente lógico y sensato– e hiriendo o matando involuntariamente a inocentes, yo no hubiera asignado la responsabilidad de esas muertes a los guardaespaldas, sino al terrorista del zapato. No hubieran defendido, los guardaespaldas, sólo a la persona de George Bush, sino la institución democrática de la Presidencia. Y mi hipótesis es que esa era la intención de Mountazer: provocar su propia muerte y la de la mayor cantidad de inocentes posible, como hacen sus colegas de Al Qaeda, Hamás, Hezbolá, Yihad Islámica y los que salieron a masacrar peatones por las calles de la India en este mismo mes de diciembre.
Muntazer no arrojó sólo un zapato, en un arranque de ira. Arrojó uno, con toda precisión, directo a la cabeza del presidente de los Estados Unidos; y, luego de que Geroge W. Bush esquivara el proyectil –un zapato, como una piedra, es un proyectil cuando se lanza con la suficiente fuerza–, lanzó el otro. Si hubiera sido un arranque de ira tampoco habría justificación para el terrorista, y de haber los guardaespaldas respondido a la amenaza con disparos seguiría siendo un claro caso de autodefensa por parte de un país democrático. Pero el hecho de que fuera un acto completamente premeditado refuerza aún más mi hipótesis de que se trataba de un terrorista que buscaba la muerte de inocentes.
De haber impactado el taco del zapato en el cráneo de George W. Bush, pudo haberlo herido o matado. No sería la primera vez que una persona sexagenaria muere de un golpe en la cabeza. Pero ninguno de estos detalles parece concienciar de la gravedad del suceso a los periodistas de los países democráticos que continúan burlándose de la principal democracia del mundo y alentando a los terroristas devotos de las dictaduras.
Los periodistas e intelectuales del mundo democrático, ¿queremos más democracia, más libertad de expresión, o queremos un mundo regido por dictadores como Sadam Husein o Ahmadineyad? ¿Queremos un mundo donde los ejércitos luchen en el campo de batalla y en las conferencias de prensa se debatan ideas, o un mundo donde los terroristas nos callen a piedrazos y zapatazos, donde ninguna diferencia pueda discutirse civilizadamente? No extraña que en el mundo árabe corra como un reguero la glorificación del terrorista que lanzó el zapato contra Bush, pero ¿por qué en el Occidente democrático continuamos buscando someternos a la violencia de los suicidas-homicidas?
¿Qué habría ocurrido si el zapatazo hubiera sido de un periodista sirio contra Assad? ¿Qué habría ocurrido si el zapatazo hubiera sido de un periodista norcoreano contra Kim Il Sung? ¿Qué habría ocurrido si el zapatazo hubiera sido de un periodista cubano contra Raúl Castro? Los dos primeros no sólo habrían desaparecido del mundo de los vivos, sino que habrían desaparecido a secas, como los desaparecidos de la Argentina de los setenta. Al tercero, o lo habrían fusilado, o estaría preso indefinidamente. Yo no creo que el terrorista iraquí se lleve una pena siquiera comparable con las tres descriptas.
Esos zapatazos, en mi opinión, no fueron lanzados contra el presidente Bush por haber liberado a Irak de Sadam Husein; esos zapatazos se lanzaron porque se ha permitido que, por primera vez en la historia de la humanidad, una mayoría blanca elija a un presidente de piel negra, como ocurrió el pasado noviembre en los Estados Unidos de Norteamérica. Ese triunfo fascinante de la democracia es uno de los más importantes legados de Bush: comandó una de las más importantes transiciones hacia la tolerancia y la diversidad de la que haya sido testigo la humanidad en toda su historia. Contra ese legado arrojó su zapato-arma el terrorista Mountazer.
Los terroristas como Muntazer quieren las divisiones raciales, la esclavitud, la opresión de la mujer, el sometimiento, la uniformidad coercitiva. Y lo expresan de todas las maneras posibles. Pero lo que me preocupa no es este dato archiconocido. Lo que me preocupa es no saber qué quieren en realidad tantos de mis colegas del Occidente, por ahora, democrático.