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ESTADOS UNIDOS

Vuelta a la normalidad

Dejando de lado toda la agitación y el espectáculo, la ola republicana de 2010 es, simplemente, el retorno de la normalidad. La marea vino y se fue. El país, de centro-derecha, ha vuelto a poner las cosas en su sitio: en el mapa político se ve un mar interior de color rojo republicano rodeado de costas azul demócrata, color que también se impone en zonas con alta concentración étnica o urbana.


	Dejando de lado toda la agitación y el espectáculo, la ola republicana de 2010 es, simplemente, el retorno de la normalidad. La marea vino y se fue. El país, de centro-derecha, ha vuelto a poner las cosas en su sitio: en el mapa político se ve un mar interior de color rojo republicano rodeado de costas azul demócrata, color que también se impone en zonas con alta concentración étnica o urbana.

La ola roja de 2010 no ha hecho sino anular la ola azul de 2006-2008, cuando los demócratas se hicieron con 54 escaños en la Cámara de Representantes (los mismos que cosechó la ola antidemócrata de 1994). Los demócratas han devuelto lo que habían tomado... y diez escaños más de propina.

La sabiduría convencional dice que estos vaivenes son algo novedoso, exótico, muy moderno, relacionado con los nuevos medios de comunicación, la mayor caducidad de la información, el frenesí de internet y una opinión pública muy poco paciente con los políticos. O, alternativamente, que se trata de un reflejo de una realidad donde cada vez hay menos fans de un partido y más votantes independientes.

Tonterías.

En 1946, cuando la lealtad al partido era mucho más fuerte y la televisión era prácticamente desconocida, los republicanos se hicieron con 56 escaños en la Cámara... y perdieron 75 en las siguientes elecciones. Las olas vienen. Las olas van. La república permanece.

Los últimos dos vuelcos fueron consecuencia de acontecimientos históricos bastante chocantes. El batacazo republicano de 2006 fue producto, en gran medida, del desencanto y la cuasi desesperación generados por una guerra extenuante que parecía perdida. Y las elecciones de 2008 se produjeron sólo unas semanas después de la peor catástrofe financiera en ocho décadas.

De igual forma, el vuelco republicano de 2010 ha sido una reacción a otro hecho abracadabrante: un partido en el poder que malinterpreta de forma garrafal el mandato que ha recibido y somete un país reacio a un experimento hiper-progresista durante dos años.

La formidable reestructuración pública del sistema sanitario. Un paquete de estímulo de más de 800.000 millones de dólares que no ha conseguido frenar el paro. Una legislación sobre emisiones de gases de efecto invernadero vilipendiada fuera de los enclaves progres de ambas costas, engolfados en su farisaico lujo ecologista; tan vilipendiada, que el candidato demócrata al Senado por Virginia Occidental le metió una bala en un anuncio de televisión. Ganó, y por mucho, el demócrata de marras.

Este tipo de políticas fueron aún más rechazadas por la manera arrogante en que se impusieron. Los mensajes de las elecciones que se han ido celebrando en los últimos dos años han sido ignorados, incluso la victoria de Scott Brown/derrota del plan sanitario de Obama en Massachusetts, bastión demócrata donde los haya. Además, el Obamacare y la batería de medidas de estímulo se tramitaron en votaciones en las que se impuso la disciplina de partido, algo legal, por supuesto, pero profundamente ofensivo para el concepto que tiene la gente de la legitimidad democrática. Nunca antes se había aprobado algo de tal calibre por obra y gracia de la disciplina de partido. (La Seguridad Social contó con 81 votos republicanos en la Cámara de Representantes; la Ley de Derechos Civiles, con 136; Medicare, con 70).

El martes fue la primera oportunidad que tuvo el electorado de dictar sentencia a escala nacional sobre esta manera de gobernar. El rechazo fue impresionante. Por tanto, el programa del presidente Obama está muerto. Y no momentáneamente. Ningún presidente demócrata tratará de reanimarlo; y si lo hiciera, ningún Congreso le seguiría, en vista de la paliza que acaban de recibir los demócratas.

Ahora bien, lo del martes no se trató de un rechazo al Partido Demócrata. El centro-izquierdismo encarnado por Bill Clinton sigue siendo competitivo. La moraleja del martes es que, en EEUU, el partido se libra en el centro del campo: si no retoman el juego obamita, los demócratas cosecharán victorias y derrotas de forma cíclica, exactamente igual que los republicanos.

Por lo que hace al GOP, no debería malinterpretar el mandato del martes. De hecho, no recibió mandato alguno. Esencialmente, fue recompensado por hacer las veces de apoderado del pueblo al decir no al progresismo desaforado de Obama. Como ha dicho un guasón, no fueron tanto unas elecciones como una orden de alejamiento.

Los republicanos ganaron por defecto. Y como premio sólo han obtenido el alquiler de la Cámara por dos años. El inmueble estaba disponible porque el anterior inquilino había sido desahuciado por arrogante. Lamentablemente, no podía quedar vacante.

Sea como fuere, el presidente sigue despistado. En la conferencia de prensa que dio al día siguiente mantuvo la actitud correcta –tranquilo, casi parecía conocer la humildad–, pero se mostró perplejo ante lo que acababa de suceder. Al parecer, la gente está "frustrada" porque el "progreso" ha seguido un ritmo muy lento. Por tres veces le preguntaron si el rechazo popular a su programa legislativo podría tener algo que ver con los resultados electorales, y las tres pareció que le habían preguntado si el sol había salido por el oeste. Y respondió: ¿por qué? No.

 

© The Washington Post Writers Group

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